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La Tierra transformada: una historia de la humanidad a través del cambio climático

El entorno natural es un factor definitorio en la historia global. Peter Frankopan, autor de superventas como 'El corazón del mundo', lo demuestra en su nuevo ensayo, una historia de la humanidad con el cambio climático como hilo conductor.
En 'La Tierra Transformada', el historiador Peter Frankopan estudia los orígenes de nuestra especie, el desarrollo de la religión y el lenguaje, y cómo estos se entrelazan con el entorno y sus cambios. Foto: Tablilla acadia. Tell Leilan Project

Este texto es un avance editorial de ‘La Tierra transformada’ (Crítica), de Peter Frankopan.

Los historiadores rara vez han visto en el tiempo, el clima y los factores medioambientales un telón de fondo de la historia humana, y mucho menos los han considerado una lente clave a través de la cual mirar el pasado. Hay un puñado de episodios en los que los fenómenos meteorológicos y climáticos tienen un papel destacado, aunque no siempre verosímil. Así, la famosa historia de que el rey Jerjes ordenara dar trescientos latigazos a las aguas del Helesponto, después de que una tormenta destruyera el puente de barcas que había construido para invadir Grecia en el año 480 a. C., parece más un relato apócrifo concebido para resaltar la furia irracional de un gobernante bárbaro y tiránico que una descripción fidedigna de los hechos.

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El que los dos ataques contra Japón ordenados a finales del siglo XIII por Kublai Kan, el nieto del gran Gengis Kan, se vieran frustrados por tifones enviados por los dioses, esto es, por «vientos divinos» («kamikazes»), dice más sobre la forma en que tales acontecimientos se interpretaron en la historia japonesa que sobre las razones por las cuales la dinastía Yuan, que controlaba la mayor parte de lo que hoy es China, fracasó en su intento de conquistar el archipiélago.  No obstante, más célebre todavía es el duro invierno ruso, que en la imaginación popular desempeñó un papel decisivo tanto en el descarrilamiento de la funesta marcha de Napoleón sobre Moscú en 1812 como en la paralización y posterior desastre de las fuerzas alemanas en la Unión Soviética tras el ataque lanzado por Hitler en 1941. Ambos tópicos ocultan el hecho de que, más que la nieve y el frío, lo que condenó a ambas invasiones fueron unos objetivos demasiado ambiciosos, unas líneas de suministro ineficaces, unas decisiones estratégicas mediocres y una ejecución aún peor de los planes sobre el terreno.

En cualquier caso, es habitual que al pensar en la historia ignoremos por completo el tiempo atmosférico y las pautas y cambios climáticos. Mientras que la mayoría de las personas puede identificar a los grandes líderes del pasado y las batallas más importantes de la historia, pocos pueden nombrar las mayores tormentas, las inundaciones más significativas, los peores inviernos, las sequías más severas o la forma en que influyeron en las malas cosechas, causaron trastornos políticos o favorecieron la propagación de enfermedades. Reintegrar la historia humana y la natural no es solo un ejercicio que merezca la pena, sino fundamental si queremos entender de forma apropiada el mundo que nos rodea.

Sobre los riesgos de vivir por encima de nuestras posibilidades (c. 2.500 – 2.200 a. C.)

Hacia 2300 a. C. Sargón, el gobernante de la ciudad de Agadé (en lo que hoy es Irak), se embarcó en una campaña de conquista que le permitió poner bajo su control un montón de ciudades de Mesopotamia y crear lo que por lo general se describe como un imperio. A la hora de celebrar sus logros, Sargón no fue modesto: dejó una serie de inscripciones triunfales en las que recogía los nombres de los líderes a los que había derrotado y se proclamaba «rey del mundo». Asimismo, se jactaba de haber atravesado «montañas imponentes con picos de cobre», escalado cimas muy altas y navegado tres veces alrededor de los mares. Según la Crónica de los reyes antiguos, una historia escrita mucho más tarde, no tenía «ni rival ni igual», y consiguió dominar a todos sus enemigos y destruir las plazas que lo desafiaron hasta que «no quedó en pie ni una percha para los pájaros».

Sargón de Acadia fue el rey del Imperio acadio de Mesopotamia, el primer imperio multinacional de la historia. Foto: Gobernante acadio. Sumerophile. Dominio público.

Las conquistas de Sargón no fueron bien recibidas en todas partes, como dejan en claro los relatos sobre las muchas revueltas a las que hubo de hacer frente durante su reinado. Como suele suceder cuando un estado se expande, la centralización del poder y de los recursos trajo consigo, de forma casi inevitable, la consolidación de las rutas comerciales; ello estimuló y facilitó los intercambios entre ciudades y regiones diferentes, pero también causó dislocaciones en la oferta. En este sentido, el que Sargón fuera implacable derribando las murallas de las ciudades que conquistaba evidencia una política deliberada encaminada a mantener débiles a sus potenciales rivales y, al mismo tiempo, desviar los bienes, materiales y mano de obra al centro del imperio. Estos financiaron la construcción de nuevos templos que validaran todavía más la autoridad del monarca y la élite gobernante, que también se beneficiaban del control que tenían sobre la distribución de la producción agrícola: millones de litros de cereales como la cebada y el trigo farro se enviaban en barcazas a los centros regionales favorecidos por los dirigentes acadios.

Para cuando el nieto de Sargón, Naram-Sin, llegó al poder en 2253 a. C., dos décadas y media después de la muerte de su abuelo, habían ya comenzado a aparecer algunas grietas. Un testimonio habla de una gran rebelión que tuvo lugar cuando «las cuatro esquinas del mundo se sublevaron juntas contra mí», mientras que otro dice que el gobernante perdió el favor divino, desafió a los dioses y los insultó atacando lugares sagrados.  Naram-Sin también fue el tema de un famoso texto antiguo que asocia su reinado con la catástrofe.

Conocido como «La maldición de Agadé», el relato explica el castigo que los dioses infligieron al monarca por su comportamiento ofensivo: por primera vez desde que se construyeron y fundaron las ciudades, dice, «las grandes campiñas no produjeron grano, las tierras inundadas no dieron pescado, los huertos irrigados no dieron jarabe ni vino, las nubes densas no trajeron la lluvia». Las malas cosechas se tradujeron en inflación: en los mercados de todas las ciudades del imperio los precios se dispararon. Había muertos por todas partes, tantos que no era posible enterrarlos a todos. «El hambre hacía que la gente se agitara desesperada.»

Los datos climáticos parecen respaldar con firmeza la hipótesis de un «evento de evaporación» que tuvo como resultado una sequía que habría tenido efectos gravísimos en áreas que, desde un punto de vista ecológico, eran delicadas. Los sedimentos del norte del mar Rojo, por ejemplo, indican cambios ambientales alrededor de 2200 a. C. que, según los investigadores, podrían estar relacionados con alteraciones en la Oscilación del Atlántico Norte o bien con variaciones de la actividad solar, o incluso con ambos factores. Los corales fosilizados de la costa de Omán dan cuenta de temporadas prolongadas de tormentas de polvo invernales que algunos vinculan a una probable pérdida de las cosechas en Mesopotamia. Un aumento abrupto de las concentraciones de magnesio en las estalagmitas de la cueva de Gole Zard en Irán, que ha sido posible fechar con mucha precisión utilizando la datación uranio-torio, atestigua el comienzo de un difícil período de aridez que se prolongó varios siglos.

En ciudades que antes habían sido el hogar de poblaciones prósperas y animadas, como Tell Leilan, en lo que hoy es el nororiente de Siria, la actividad disminuyó con rapidez, un reflejo de los dramáticos sucesos que estaban teniendo lugar en otras partes. Las condiciones cada vez más difíciles tuvieron como resultado la degradación de la tierra, la caída en picado de la producción de cereales y la desertificación, un proceso estrechamente vinculado a la veloz desurbanización y abandono de las ciudades y los grandes asentamientos en un período en que las precipitaciones se redujeron entre un 30 y un 50 %. Muchos edificios que estaban en construcción se dejaron sin terminar, y hay indicios de que algunos asentamientos fueron abandonados de forma repentina.

En el yacimiento arqueológico de Tell Leilan, en el noreste de Siria, se han encontrado más de 1.100 tablillas de escritura cuneiforme. Foto: Tell Leilan Project

Los resultados fueron catastróficos y marcaron el comienzo de lo que un estudioso ha llamado una «edad oscura». El hambre y el colapso económico dominaban el paisaje. Primero, los refugiados huyeron de sus hogares y se dirigieron en masa a las tierras bajas del sur; luego, el imperio fue invadido por los gutis, un feroz pueblo nómada al que una fuente casi contemporánea describe como «gente desenfrenada, con inteligencia humana pero instintos caninos y rasgos simiescos». El mismo testimonio continúa: «Como pájaros pequeños, se precipitaron a la tierra en grandes bandadas. Nada escapó a sus garras». Las consecuencias fueron la desintegración política y el caos, que no tardaron en llegar. Los cambios en el clima habían provocado nada menos que la caída del imperio.

Para algunos, el derrumbamiento del imperio acadio se ha convertido en un ejemplo importante al que conviene prestar atención en la era moderna. Dado que vivimos a la sombra de una catástrofe ambiental inminente, constituye una clara advertencia de cómo una civilización poderosa puede colapsar de manera rápida y completa. De hecho, esa idea ha arraigado hasta tal punto en la conciencia pública y académica que los geólogos han elegido el año 2200 a. C. como el momento que sirve de límite entre dos períodos geológicos distintos: el polen, las diatomeas, las comunidades de amebas testadas y otros indicadores de los siete continentes señalan que fue en esta época cuando las condiciones de aridez y sequía se afianzaron. Los científicos consideran que fue  entonces cuando comenzó  lo que se conoce como la era Megalayense, llamada así por una cueva en el nororiente de la India en la que el cambio en los isótopos de oxígeno revela de forma muy clara una disminución de las lluvias monzónicas. Según la Comisión Internacional de Estratigrafía, los cambios climáticos alrededor de 2200 a. C. provocaron una megasequía que, a su vez, causó el colapso de civilizaciones no solo en Mesopotamia, sino también en muchos otros lugares, como Egipto, Grecia, Siria, Palestina, el valle del Indo y el valle del río Yangtsé. En este sentido, afirmó la Comisión, el año 2200 a. C. fue un momento decisivo no solo en la historia geológica, sino también en la historia de la humanidad.

Peter Frankopan es catedrático en Global History por la Universidad de Oxford. Es autor de El corazón del mundo. Una nueva historia universal (Crítica, 2016), Las nuevas rutas de la seda (Crítica, 2019) y La primera cruzada (2022).

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