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Alan Moore es un tipo con pinta de huraño que, con un talento desbordante, nos ha regalado algunas de las mejores viñetas de la historia del cómic. No endulza sus palabras y no se prodiga especialmente en apariciones públicas. Sin embargo, hace unas pocas semanas se despachó con las películas de superhéroes, uno de sus temas recurrentes como guionista. Según él, es «una señal preocupante que cientos de miles de adultos se reúnan para ver personajes creados hace 50 años para entretener a niños de 12 años. Eso parece indicar cierto anhelo por escapar de las complejidades del mundo moderno, de volver a la visión nostálgica que recordamos de la infancia». Esta resistencia al cambio es un elemento central de la inacción personal frente a cualquier problema. También es un refugio en el que, previo pago del correspondiente merchandising, podemos quedarnos un buen rato en un tiempo y un mundo que no nos daba miedo. La oleada de nostalgia de los 80′ que hemos vivido los últimos años, y que ya está dando paso a la de los 90′ -todo depende de qué generación tiene más capacidad de gasto en un momento determinado- lo ejemplifica a la perfección. Pero saltemos de página y cambiemos de canal.
The Boys es una serie actual que adapta el cómic homónimo de Garth Ennis y Darick Robertson. En ella se muestra también, como lo hacía Moore en Watchmen, una visión descarnada de los superhéroes. No son ni seres de luz ni tienen un comportamiento moral intachable; muchos están corrompidos por el ansia de poder o dinero, y no distinguen lo que está bien de lo que no. Pero tampoco les importa demasiado, porque si algo caracteriza a los superhéroes -o al menos a la visión que Moore, Ennis y otros escritores tienen de esta casta imaginaria de superhumanos- es que son ellos quienes definen las reglas. Se segregan del resto de la población, que los admira con mirada bobalicona, envidiosa o lujuriosa, y hacen así lo que les plazca.
Eric Kripke es el creador de la serie televisiva The Boys, y hace poco declaró que le parecía peligroso «entrenar a una generación entera para esperar que venga alguien fuerte a salvarte». En la misma entrevista Kripke lo relacionaba con Trump, los populismos y el poder que puede acumular quien se presenta como «el único salvador».
¿Que por qué hablo de cómics en una columna sobre cambio climático? Porque la cultura popular refleja fielmente los estados anímicos de la sociedad, y nos puede ayudar a desentrelazar los motivos de este sempiterno repliegue sobre nosotros mismos, este presente preservado en formol que nos impide afrontar el futuro. Pensémoslo bien: nos encanta cobijarnos bajo el manto protector de la nostalgia y además pensar que, si algo va mal, vendrá alguien a arreglarlo. Huimos de un presente que nos es hostil, que da miedo, que está lleno de responsabilidades, dolor y golpes. Pensamos: «seguro que alguien hará algo». Que un científico sueco inventará un sistema de energía limpia que jubile al petróleo y al carbón en cinco años. Que una universidad estadounidense hallará, por fin, tras años de investigaciones, una máquina capaz de absorber el dióxido de carbono de la atmósfera. Incluso que un conglomerado de empresas tecnológicas asiáticas, a las que estaremos encantados de pagar, será capaz de desplegar millones de pequeños espejos en la atmósfera, con el fin de reflejar la radiación solar y evitar un mayor calentamiento del planeta. Y la realidad es que no. En primer lugar, porque ninguno de esos descubrimientos tendrá lugar: no hay un botón mágico para frenar el cambio climático. Y en segundo lugar, porque si existiese estaría tan roto y sería tan peligroso como cualquiera de los superhéroes que moldearon Ennis y Robertson o Moore. Una solución única siempre acarrea la amenaza de la manipulación, la coacción o el desastre.
La acción climática transformadora es incompatible con la idea de que alguien, en algún momento, vendrá a salvarnos. Porque ese es el mejor incentivo para no hacer absolutamente nada, para seguir con nuestra vida, con nuestras inercias… y para no cuestionar el sistema. ¿Para qué, si total, todo puede seguir igual si cambiamos de enchufe o construimos una aspiradora de CO2 en Hawái?
Apaguemos la televisión, cerremos la novela gráfica, miremos por la ventana: no es Supermán, es un avión. Así que algo tendremos que hacer.