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Este texto es un fragmento de ‘Los secretos de flora’ (Ariel), un ensayo en el que David González Jara revela mediante historias reales los tesoros químicos de las plantas para provocar adicciones, crear venenos letales o los fármacos más prometedores.
Acababa de salir de la ducha y el «nudo de la barriga» que decía sentir desde hacía meses había vuelto a sangrar. La fría mañana de un día de enero de 1951, Henrietta Lacks, de treinta años y madre de cinco hijos, entraba en una sala de reconocimiento para personas negras del Hospital Johns Hopkins. El diagnóstico no tardó en llegar: cáncer cervicouterino en un estadio avanzado. Un tipo de cáncer relativamente frecuente en mujeres jóvenes que se caracteriza por el crecimiento incontrolado de las células epiteliales que recubren el cuello uterino que conecta la vagina con el útero.
A los pocos días se encontraría bajo las amarillentas luces de un quirófano del mismo hospital, mientras el cirujano le cosía junto al cérvix un par de placas cilíndricas elaboradas a base de radio. El elemento radiactivo descubierto por Marie y Pierre Curie era utilizado en aquella época para destruir las células neoplásicas en el tipo de cáncer que tenía Henrietta. Lo que nunca supo la paciente, que fallecería tan solo nueve meses después, es que el doctor que la intervino también extrajo del tejido que rodeaba el cuello uterino un par de pedazos circulares de apenas dos centímetros de diámetro. Las células cancerosas de Henrietta Lacks, ya fuera de su cuerpo, empezaron a crecer en las placas de cultivo donde las situó el doctor.
Durante mucho tiempo, los científicos habían intentado mantener células humanas en cultivos in vitro con el objetivo de experimentar con ellas los efectos de nuevos fármacos o la respuesta celular a diferentes condiciones. Pero, a pesar de sus esfuerzos, antes o después todas, absolutamente todas, terminaban muriendo. Lo normal es que las células de un organismo pasen por un número limitado de ciclos de división y, una vez que lo han alcanzado, entren irremediablemente en senescencia y no se dividan más.
Tal condición se debe a que nuestros cromosomas lineales poseen en ambos extremos unas regiones denominadas telómeros, que, aun no codificando información genética alguna, resultan imprescindibles para mantener la integridad de la célula. Podríamos imaginar los telómeros de un cromosoma como los márgenes en blanco que encuadran el texto en la hoja de un libro. Supongamos que por la ineficacia del copista cada vez que fotocopiamos la hoja se pierde una pequeña parte de cada uno de los márgenes. Durante las primeras copias nada nos impediría leer la información, ya que el texto no se vería afectado: solo los márgenes que lo encierran disminuirían de extensión. Pero fotocopia tras fotocopia los márgenes irían reduciéndose, hasta que en una determinada copia el texto se vería cortado y la lectura se haría imposible. Algo similar sucede con los telómeros: se van acortando en cada nueva división celular hasta que su tamaño es tan pequeño que los genes del cromosoma terminan por dañarse.
Este es el motivo que justifica que las células de un individuo, una vez que han realizado un número concreto de fracciones —el cual viene determinado por la longitud de sus telómeros—, dejen de dividirse. Sin embargo, las células cancerosas que el cirujano extrajo del tumor de Henrietta Lacks, y que posteriormente cultivó en una placa de Petri, se dividían continuamente cada veinticuatro horas y… no se detenían nunca. Las células de esta mujer afroamericana habían alcanzado el ilimitado potencial replicativo que los médicos denominan inmortalidad.
En biología celular la inmortalidad no es una quimera, sino una singular característica que presentan las células tumorales como resultado de la acción de una enzima llamada telomerasa. Esta enzima es capaz de recuperar la longitud de los telómeros de los cromosomas que se ha perdido durante cada división celular. La telomerasa rara vez se expresa en las células de un individuo sano, pero aparece en grandes cantidades en la mayoría de las células que se han transformado en cancerosas, volviéndolas, tal y como sucediese con las células del cáncer cervicouterino que mató a Henrietta Lacks, inmortales.
Las células HeLa (por las dos primeras letras del nombre y el apellido de Henrietta Lacks) han resultado especiales por su longevidad, pero también por el hecho de haber participado decisivamente en el descubrimiento de vacunas y fármacos, en el desarrollo de técnicas de fertilización in vitro y clonación y en el mapeo del código genético humano, así como —por si todo esto fuera poco— por haber sufrido en sus propias carnes la acción de una bomba atómica y viajado al espacio para conocer las consecuencias que sobre ellas tienen las condiciones de baja gravedad.
Actualmente no existe un laboratorio de investigación médica que se considere de referencia que no contenga entre sus cultivos celulares las células cancerosas de la señora Henrietta Lacks; se estima que si pudiéramos calcular la masa de todas las células HeLa, que desde la muerte de su propietaria han crecido en los laboratorios de medio mundo, el número rondaría los 50 millones de toneladas. Aún más sorprendente resulta la relación de su longevidad con una pequeña planta que solo crecía en la isla de Madagascar, la cual posee el secreto para convertir en mortales a las células imperecederas de Henrietta Lacks.
La Catharanthus roseus, conocida fuera del mundo científico sencillamente como vinca, es una planta originaria de Madagascar que ahora podemos ver comiendo el sol en casi cualquier jardín, de follaje espeso y perenne que incluso bajo las mejores condiciones difícilmente alcanzará el medio metro de altura. Su floración suele ser abundante durante los meses de verano, originando flores muy características y reconocibles por su aspecto tubular y los cinco lóbulos aplanados y coloridos que hacen de pétalos. Su apariencia externa y la gran capacidad que muestra para adaptarse a los entornos más variados han hecho de esta planta un habitante frecuente en los parques y jardines de medio mundo. Pero más allá de su valor estético como planta ornamental, la vinca esconde en su interior un tesoro químico: un conjunto de moléculas capaces de arrancar la inmortalidad de las células neoplásicas y, de ese modo, tratar con eficacia algunos tipos de cánceres.
Cuando en 1952, el científico canadiense Edward Clark Noble encontró entre su correo un sobre procedente de Jamaica, lo último que podía esperar es que estuviera repleto con las hojas de una planta. El doctor Noble había trabajado durante algunos años con los médicos Frederick Banting y Charles Best, descubridores de la insulina, en la Universidad de Toronto, y, aunque frustrado por el hecho de no haber sido reconocida su aportación y alejado ya de la investigación, continuaba obsesionado por la diabetes y sus diferentes tratamientos.
Conocedora de este interés, una de sus pacientes —que se encontraba de viaje en la isla caribeña— envió al doctor las hojas de la Catharanthus roseus. Junto a ellas viajaba un documento manuscrito con las instrucciones para preparar una infusión que, según un médico local, permitía tratar la diabetes. Sin ninguna posibilidad de comprobar la utilidad de las hojas de la vinca, el doctor Clark Noble remitió las muestras del vegetal a su hermano Robert, que trabajaba como investigador en la Universidad de Western Ontario, sin saber que esta sería la segunda vez que rozaría, sin nunca llegar a atraparla, la fama dentro del mundo científico.
Robert Noble y su equipo prepararon infusiones acuosas de las hojas de la planta a diferentes concentraciones y se las administraron a un grupo de sujetos voluntarios. Los resultados fueron una y otra vez completamente irrelevantes: las hojas de la vinca no parecían ejercer efecto alguno sobre el índice de glucemia. Antes de descartar por completo la planta, se decidieron por desarrollar una estrategia más contundente, inyectando los extractos de la vinca directamente en la sangre de ratones de laboratorio. En este caso el efecto fue radical y casi inmediato: los roedores murieron en pocas horas, mostrando abscesos por todo el cuerpo que denotaban los efectos de una inmunosupresión.
Noble descubrió que lo que había terminado con la vida de los animales se debía a la destrucción de las células de la médula ósea mediada por la acción de algún componente presente en las hojas de la Catharanthus roseus. La vinca no parecía servir como antiglucémico ni como principio activo para tratar la diabetes, pero de repente se postulaba como una interesante fuente de sustancias antineoplásicas. […]
Los experimentos desarrollados por Robert Noble con las hojas de la vinca que le envió su hermano dieron como resultado el descubrimiento de dos sustancias con acción anticancerígena: la vinblastina y la vincristina. El mecanismo de acción de estas dos moléculas de origen vegetal es muy similar al del paclitaxel extraído del tejo o al que emplea la colchicina de la quitameriendas, ya que se basa en alterar el proceso de división celular, lo que hace de la vinblastina y la vincristina, junto con otras moléculas derivadas de ellas que se han fabricado en los laboratorios, sustancias muy útiles para tratar distintos tipos de cáncer.
Lo cierto es que la Catharanthus roseus es una planta increíble a la hora de salvar vidas humanas, pues no solo nos suministra quimioterápicos muy eficaces, es que además tiene la habilidad de ayudarnos a preparar el mejor y más eficaz modo de atacar las células neoplásicas. Más de un siglo después de que Ehrlich propusiera el concepto de bala mágica, parece que la ciencia puede haberla descubierto gracias a la preciosa vinca.
Paul Ehrlich era un bacteriólogo alemán que a finales del siglo XIX buscaba los colorantes más adecuados para teñir las bacterias que necesitaba observar a través del microscopio. Utilizaba colorantes como el azul de metileno o el rojo tripán (también otros muchos que le suministraban gratuitamente las empresas químicas) y siempre le sorprendía la capacidad que tenían estas sustancias para unirse a las células y los tejidos de forma diferencial, tiñendo unos, pero no otros. Como consecuencia de estas observaciones, Ehrlich propuso su teoría del receptor, según la cual tanto las células como los compuestos químicos (colorantes, medicamentos, toxinas…) poseían diferentes tipos de receptores que los capacitaban, o incapacitaban, para interaccionar entre sí.
El científico alemán llevó un paso más allá la teoría, proponiendo que los fármacos deberían diseñarse de modo que su receptor únicamente les permitiera actuar sobre un determinado tipo de células, manteniendo intactas a las demás. Algo así como diseñar fármacos cuya «llave» solo encajara en la «cerradura» de la célula que debían destruir; en palabras de Ehrlich se trataba de «aprender a apuntar químicamente». Este tipo de sustancias de alta especificidad para eliminar un tipo celular sin producir efectos secundarios en el paciente es lo que Ehrlich llamaba «bala mágica».
Curiosamente, el fármaco que su laboratorio inventó para tratar la sífilis, la arsfenamina (comercializada como Salvarsan®), que le valió en el año 1908 el Premio Nobel de Medicina, no tenía nada de bala mágica, pues si bien destruía con eficacia la bacteria responsable de la sífilis, el arsénico que contenía resultaba ser altamente tóxico para el ser humano. Si el doctor Paul Ehrlich levantara la cabeza, descubriría con sorpresa que, ciento quince años después de su fallecimiento, la asociación entre la química, la botánica, la medicina y la nanotecnología está a punto de crear una verdadera bala mágica, en forma de nanopartícula biológica, con la que tratar muy eficazmente algunos tipos de cáncer.
Cuando los científicos hablan de nanopartículas se refieren a materiales muy muy pequeños, con un tamaño inferior a los cien nanómetros, lo que equivaldría a la longitud de una sola de las 10.000 partes idénticas que resultan de dividir un milímetro. Tan minúscula partícula tendría la capacidad de actuar sobre las células individuales sin afectar a las de su alrededor, aspecto que resulta de crucial importancia cuando se trata un cáncer, puesto que el objetivo es destruir las células neoplásicas manteniendo intactas las células sanas del individuo. […]
Las nanopartículas no son una quimera científica —ya se utilizan con frecuencia en la elaboración de champús, cosméticos o dentífricos—, pero hasta hace muy poco tiempo no se había descubierto la enorme potencialidad que presentan en el campo de las enfermedades infecciosas y, especialmente, de la oncología. En el ámbito médico, las nanopartículas se fabrican con metales nobles como la plata, el oro y el platino, con el doble inconveniente de que su síntesis resulta muy cara y que emplea compuestos químicos de elevada toxicidad. Lo cierto es que eso era lo que sucedía hasta que se descubrió que los extractos de algunas plantas, especialmente el extraído de las hojas de la Catharanthus roseus, podían colaborar en el proceso de síntesis de las nanopartículas metálicas, minimizando el coste económico y ambiental y reduciendo al mínimo la toxicidad del procedimiento.
En una investigación desarrollada en el año 2011, los científicos no solo consiguieron preparar nanopartículas de plata utilizando como estabilizador el extracto de la vinca, sino que demostraron la actividad bactericida de estas partículas capaces de unirse a la pared celular de la bacteria y destruirla. Más recientemente, en el año 2019, las nanopartículas (en este caso de oro) sintetizadas utilizando extracto de vinca demostraron su capacidad para destruir de forma muy eficaz las células inmortales de la señora Henrietta Lacks. El experimento concluyó que las nanopartículas de oro y vinca inducían la apoptosis de las células HeLa en tan solo veinticuatro horas.
Si a su eficacia citotóxica unimos la posibilidad de dirigir las micropartículas metal-vinca directamente a las células cancerosas, como si de una bala mágica se tratara, tenemos que reconocer que nos encontramos ante una herramienta que en el futuro cercano puede resultar muy útil para tratar algunos tipos de cánceres.
Explícitamente, y con toda la intención, digo «algunos tipos de cánceres» porque existen otros muy particulares, como las leucemias y los linfomas, que requieren de quimioterápicos especiales que, por suerte, también podemos obtener del increíble reino de las plantas.
David G. Jara es doctor y licenciado en Bioquímica por la Universidad Rey Juan Carlos I de Madrid y la Universidad de Salamanca respectivamente. Estudió las licenciaturas de Ciencias Químicas en la Universidad de Almería y Ciencias Ambientales en la UNED. En la actualidad compagina su afición por la divulgación científica con la docencia como Profesor Titular en la especialidad de Biología y Geología en el CEO Mirador de la Sierra en Villacastín (Segovia).