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El clásico del cine de mafia Uno de los Nuestros, dirigido por Martin Scorsese, se estrenó hace casi treinta años, en 1990. La historia que se cuenta en la película comienza veinte años antes, en 1970, hace casi medio siglo, y solo dos años antes de que se estrenase El Padrino. Este año tenemos una nueva película sobre gángsteres italianos. Se trata de Gotti, que dramatiza la historia de la familia criminal cuyo desenlace llegó más o menos al tiempo que se estrenaba Uno de los Nuestros. Con un 0% de valoración en la web de críticas Rotten Tomatoes, a Gotti no le va tan bien como a los clásicos de Scorsese o Coppola. Quizás debieron haberla titulado Soprano, y basarla en la serie que comenzó a emitirse hace unos veinte años, en 1999. Un remake en forma de película sobre gángsteres italianos que cuente la historia de una familia ficticia de la mafia creada por una serie de hace veinte años de la HBO seguro que recauda un montón de dinero, teniendo en cuenta el prisma del entretenimiento absurdo y autorreferencial que es 2018.
Este presente constante—reciclar, recurrir, regurgitar—es cada vez más difícil de contextualizar. En nuestro capitalismo de 24 por 7, hemos perdido la noción del tiempo. Con los ciclos de noticias a ritmo de fusil de asalto y el estrés diario de unas condiciones laborales cada vez más precarias, nuestra conexión con el pasado, incluso el más inmediato, se vuelve turbio, marcado sobre todo por los remakes de Hollywood. La oscura niebla de la historia avanza lentamente, cada vez más cerca del presente. Los Estados Unidos invadieron Afganistán hace 17 años. Ya hay jóvenes en la universidad cuya vida completa se ha desarrollado con esa guerra como telón de fondo. La niebla de guerra—esa otra bruma figurada—parece convertirse en su propio presente perenne, encadenando aún más nuestra experiencia de los eventos en un torrente descontextualizado de notificaciones, atrocidades y actualizaciones. Hay bombardeos aéreos en Libia. En Yemen. En Pakistán. En Siria. Hay fuerzas de infantería en África Oriental. En el mundo post 11-S siempre es 11 de septiembre en algún sitio. Hay por ahí un meme—quizás ya anticuado—que argumenta que los eventos de hoy se desarrollan en el presente más oscuro posible, sugiriendo que vivimos en uno de muchos posibles presentes.
Sobre este remolino temporal, al mismo tiempo trascendiéndolo y atrapado en el mismo, el cambio climático proyecta la colosal sombra de un asteroide. Todas las noticias están, de alguna manera, tocadas por este cataclismo en ciernes, ya sea sobre el precio de determinada mercancía, la guerra civil de Siria, los futuros del petróleo o un huracán. Todas las noticias son ya noticias climáticas. Al mismo tiempo, los Estados Unidos parecen estar a años luz de distancia de enfrentarse al problema. Cada rama del gobierno federal, y la mayoría de los gobiernos estatales están bajo el mando de un partido político que niega la existencia misma del problema—al tiempo que socava los esfuerzos de las personas que intentan resolverlo. El cambio climático, hoy, parece estar eternamente atrapado en el lodazal de la polémica partidaria. El propio desarrollo temporal del cambio climático aparece ante nosotros tan deformado y distorsionado como cualquier otro. Por ejemplo, sabemos lo que es el efecto invernadero desde hace doscientos años. Una Verdad Incómoda se estrenó en 2006. Y recientemente, en 2008, demócratas y republicanos se pusieron de acuerdo, hasta cierto punto, en la urgencia de enfrentarse al cambio climático. Pero, ¿es de verdad eso reciente? Llevamos en un impás político sobre el cambio climático una década.
El ritmo del cambio parece haberse acelerado y frenado simultáneamente. Cada día es igual al anterior, pero el planeta ha cambiado enormemente. Los cambios planetarios fundamentales, como un Polo Norte sin hielo, que hace unos años parecería estar a décadas de distancia, podría llegar cualquier verano de estos, junto con otro remake de una película de Hollywood de 1977. El estado de Maryland ha sufrido dos “inundaciones del milenio” en los últimos años. Pero todo esto trae un sentimiento trivial, como algo más de ruido blanco en el ruido diario. Un futuro totalmente distinto se nos echa encima mientras seguimos estancados en este momento infinito.
Pero este momento, con sus atracones de Netflix y petróleo, con el ascenso de China y el nivel del mar—a pesar de lo que pueda parecer—está incrustado en un desarrollo histórico real. Este perpetuo presente no es más que una finísima tira de tiempo, producto del carbón y el petróleo que hemos arrancado de lo más profundo de la geología, que da forma a nuestro futuro, tanto inmediato como infinito.
Para comprender la inmensidad y gravedad de lo que está en juego en esta brizna de la Historia, tenemos que enfrentarnos al pasado que la ha creado e imaginar los futuros posibles que podrían surgir de ella. Tenemos que ver el desarrollo histórico al completo. A la mayor parte del mundo no le importa la amenaza creciente que supone el colapso ecológico. La mayoría de la gente no se preocupa por el rumbo fijo que llevamos hacia el apocalipsis, o simplemente niega que nos encontremos en el mismo. Y van a seguir sin preocuparse—o lo que es lo mismo, van a seguir negándose a realizar los sacrificios reales que conlleva detenerlo—a menos que entiendan lo que está en juego. E incluso así puede que sigan sin preocuparse. Pero comprender las inmensas consecuencias que nuestras acciones tienen hoy, en términos concretos, es importante, independientemente de si motiva o no algún tipo de cambio. Entender la inmensidad del peligro en el que estamos puede, al menos, darnos algo de dignidad, y podría impulsar la acción. Comprender nuestro lugar en el desarrollo histórico, comprender las consecuencias de nuestra trayectoria, podría ser necesario para que nos preocupemos lo suficiente como para realizar los inmensos sacrificios necesarios para mitigar el cambio climático. Hay ciertas consecuencias del cambio climático, trágicas y a largo plazo, que no se han explorado. Es hora de que hablemos de ellas.
Las personas que estén familiarizadas con la productora en masa de mitos que es el Universo Marvel, o bien con las sagas nórdicas que se compilaron hace unos 800 años, o que hayan estudiado en una pequeña universidad islandesa en medio de volcanes, habrán oído hablar de Bifröst (pronunciado bi-frust). Para aquellos que no lo sepan, es un puente brillante de arco iris, recogido en los mitos nórdicos, que cubre el vacío entre Midgard—la tierra media habitada por los humanos—y Asgard, la tierra de los dioses. Estos son dos de los varios mundos que cuelgan del Árbol de la Vida, llamado Yggdrasil. El puente es peligroso, y permite el paso a dioses como Thor o Odín, pero quema los pies de los gigantes que intentan cruzarlo. Durante el Ragnarök, la batalla del fin del mundo, los gigantes de Muspelheim (una tierra de fuego) tratarán de cruzarlo y el puente se vendrá abajo. Algunos estudiosos de los mitos nórdicos creen que la imagen de Bifröst se inspiró en las espectaculares vistas de la Vía Láctea desde la Escandinavia pre-electricidad.
Hoy, cuando escapamos de la contaminación lumínica de nuestras ciudades y vemos la Vía Láctea, es posible que nos impresione su inmensidad. Podríamos soñar con los incontables mundos que giran a distancias imposibles de imaginar, un trillón de trillones de historias desarrollándose al mismo tiempo. Pocas personas hoy podrían mirar a la Vía Láctea y creer en una realidad tangible en la que esa línea difusa de luz sirva literalmente de corredor a dioses inmortales con nombres propios y temperamentos, que de alguna manera gobiernan los asuntos humanos. No sólo nadie con un conocimiento elemental del cosmos no vería a Bifröst en las estrellas, sino que estos días es incluso difícil saber cómo sería percibir algo así.
Igual de difícil es imaginar el resto de la vida en la Escandinavia medieval. Hace unos años volví a Islandia, donde había estado de intercambio durante un invierno durante mis estudios universitarios. Allí visité la casa de Erik el Rojo, el saqueador de barba rojiza famoso por colonizar Groenlandia. Demasiado brutal incluso para los vikingos, fue condenado por asesinato y desterrado de Islandia. En un acto deliberado de “fake news”, dio a la tierra helada de Groenlandia su engañoso nombre (literalmente, tierra verde), para atraer a más colonos a sus dominios glaciales. Su hijo, Leif Eriksson, es conocido por continuar los viajes hacia el oeste de su padre y establecer una breve colonia en América del Norte—que los vikingos conocían como Vinlandia—cerca de la moderna Newfoundland. Las personas indígenas americanas, que los nórdicos llamaban Skræling, o “los que se visten con pieles” según algunas traducciones, acabaron por expulsar a los europeos, convirtiéndose en uno de los pocos pueblos que consiguieron rechazar permanentemente una conquista vikinga. Las sagas islandesas cuentan historias del hermano de Leif, Thorvald Eriksson. Un sanguinario saqueador como su padre, Thorvald atacó a la tribu inuit que vivía allí, iniciando una guerra entre los dos pueblos. Una flecha inuit atravesó la barricada nórdica, clavándose entre las costillas de Thorvald y matándolo. Mientras agonizaba, Thorvald probablemente creía, como otros vikingos, que unas mujeres con alas llamadas valkirias lo llevarían hasta una gran sala, Valhalla, donde lo esperaba un festín en el que lo acompañarían otros guerreros muertos en batalla. Allí esperarían al final de la guerra cósmica entre el bien y el mal, para luchar al lado de los dioses que cruzarían Bifröst. Thorvald daba sentido a su espacio en el pasado lejano y en el futuro, temporal y espacialmente. Residiendo en Midgard, en Yggdrasil, entre las flores del Árbol de la Vida y las guerras apocalípticas que vendrían, vivió y murió en un contexto cósmico. Esta sensación de firmeza del lugar de una persona en la historia también parecería algo extraño a la mayoría de personas del mundo actual.
La casa de Erik el Rojo, o la réplica construida con los materiales históricos que se encuentra en el angosto valle en el que vivió, era pequeña. No era más que un promontorio bajo y cubierto de pasto erigido sobre el suelo húmedo. Cuando entras, lo primero que notas es el olor a tierra húmeda, y cómo las paredes de tierra oscura absorben la luz y el sonido. Una hoguera que hacía las veces de cocina está en el centro, con el humo saliendo a través de un pequeño agujero en el techo que constituía la única fuente de luz de la vivienda, que sólo tenía una habitación, a oscuras incluso a mediodía. Erik y su esposa dormían sentados en una cama baja y dura, en parte para no intoxicarse con la contaminación del aire de la casa (que acabó por dañarles los pulmones), pero también por motivos de seguridad. Porque sus esclavos—a quienes probablemente secuestraban de las costas de Irlanda o Gran Bretaña—vivían con ellos en la minúscula vivienda. Erik y su familia tenían que estar alerta por los frecuentes motines de los esclavos, con un hacha o una espada apoyada contra su incómoda cama.
La vida del esclavo de un vikingo es tan ajena a la experiencia de la mayoría de la gente actual como la vida de los que miraban a la Vía Láctea y veían Bifröst. Por inhumano que pueda ser el trabajo asalariado a día de hoy—y yo he pasado por lo mío—esa vida es cualitativamente distinta del tipo de vida que conlleva compartir una cabaña oscura con un matón apestoso y asesino, corriendo a atender cada uno de sus deseos, atrapado en una isla fría y húmeda lejos de casa. Hasta el más recalcitrante de los socialistas de hoy podría estar de acuerdo en que incluso la explotación de los talleres clandestinos es materialmente distinta de un vida dedicada a lavar la sangre de algún guerrero de la barba escarlata de un nórdico o, lo que es lo mismo, de ser despachado de África a Alabama, que te roben tu tu nombre y tu idioma, y que después de den latigazos hasta matarte. La explotación por un salario, aunque no sea más tolerable moralmente, es más soportable físicamente que la esclavitud.
La Historia—es decir, la Historia registrada y aceptada de las sociedades agrarias, que es distinta de más del 95% de la existencia de nuestra especie, durante la cual recolectábamos comida—está habitada sobre todo por personas esclavizadas. No son los protagonistas, sino el decorado humano, los felpudos sucios o los ríos de sangre derramados sobre las planicies de la Historia. Hay una cierta sensación, en nuestro presente permanente, de que el comercio de esclavos atlántico de europeos y americanos fue una breve aberración en la Historia, un momento de gran maldad que fue rápidamente sofocado. Pero de hecho era la norma, una parte habitual de una economía a largo plazo, sostén de todo tipo de terrores. El trabajo forzoso fue, durante gran parte de la Historia agraria, la principal manera en que la mayoría de la gente vivía. Vender cuerpos humanos en mercados de esclavos fue una parte central de las economías del mundo durante milenios, desde Roma a Atenas, Mesopotamia, Persia, China, India, las Américas y mucho más. David Wengrow y David Graeber señalaron recientemente, en un artículo para Eurozine, que las sociedades agrarias no se estratificaban siempre en jerarquías estrictas que a menudo se reflejan en los libros de texto. Algunas eran más igualitarias; algunas no esclavizaban a su gente o se sumían en el patriarcado. Los modos de producción agrarios, argumentan los autores, no resultan inherentemente en patriarcas autocráticos gobernando a esclavos y mujeres oprimidas: “las primeras ciudades”, afirman, “eran a menudo igualitarias”.
Pero el innegable arco de la Historia parece sugerir que las jerarquías autocráticas con un orden rígido son más competitivas que otras sociedades más igualitarias. La Historia escrita ha sido un proceso de imperios que se consolidan, conquistando a pueblos más igualitarios y cubriendo el mundo de campos agrarios de trabajo esclavo. El reclutamiento forzado y la esclavitud, simplemente, resultaban en cultivos y ejércitos más eficientes, permitiendo a los imperios expandirse y cubrir el mundo por conquista, arrastrando a la mayoría de la gente al ineludible agujero negro de la esclavitud. El antropólogo Marvin Harris, en su texto seminal Caníbales y Reyes, escribió: “En tos cuatro mil años transcurridos entre la aparición de los primeros estados y el comienzo de la era cristiana, la población mundial se elevó de aproximadamente 87 millones a 225 millones de habitantes. Prácticamente los cuatro quintos del nuevo total vivieron bajo el dominio de los imperios Romano, Chino (de la dinastía Han) e Indio (de la dinastía gupta)”. Harris sigue describiendo estos imperios:
“Los antiguos imperios eran conejeras llenas de campesinos analfabetos que se afanaban de sol a sol, sólo para obtener dietas vegetarianas deficientes en proteínas. Vivían poco mejor que sus bueyes y no estaban menos sujetos que éstos a las órdenes de seres superiores que sabían escribir y que tenían el privilegio de manufacturar y utilizar armas de guerra y coacción. El hecho de que sociedades que proporcionaban tan magras compensaciones resistieran miles de años – más que cualquier otro sistema con categoría de estado en la historia del mundo – es un inexorable recordatorio de que en las cuestiones humanas no hay nada inherente que asegure el progreso material y moral.”
Contradiciendo la afirmación de Marx al comienzo del Manifiesto Comunista de que la Historia está compuesta por la lucha de clases entre opresor y oprimido, rara vez hubo alguna lucha. Las masas eran definitivamente sometidas por las necesidades materiales—y los administradores estatales—dictadas por su modo de producción. Variaciones de la esclavitud dominaron las condiciones de trabajo durante milenios. Esta parece ser la inevitable narrativa de la producción agraria preindustrial. Aunque el proceso empezase con una comuna anárquica y utópica, a menos que dicha comuna tuviera un proceso infalible para evitar que una banda armada tomase el control de los recursos del grupo, así como una muralla bien alta y guardias brutales para defenderla de grupos invasores y mejor organizados, pronto dejaría de ser utópica. Ninguna lo ha seguido siendo.
Fue un modelo de producción totalmente nuevo—el industrial—el que llevó a la economía mundial a una era de estilos de vida y trabajo nuevos, impulsados por la energía extremadamente densa de los hidrocarburos fosilizados: el petróleo, el carbón y el gas. Hoy, el mundo humano es un producto del petróleo. Tu ropa es un derivado del petróleo. Tu desayuno fue plantado, cultivado, cosechado, empaquetado, enviado y mantenido fresco por el petróleo. El agua de tu grifo es bombeada por el petróleo. Tu casa está construida por materiales derivados del petróleo. Y tu trabajo—sea el que sea—existe porque hay una cadena de suministros por cuyas venas fluyen petróleo, gas y carbón. Somos una gran masa, hijos e hijas del petróleo, amamantados con crudo, viviendo merced a su flujo. La mayoría de los 7.300 millones de personas que hoy pueblan el mundo existen tan solo por la densa energía que se deriva de los hidrocarburos. Yo mismo me alimento del negro combustible. Mi piel es petróleo y carbón.
Si no fuese por la extensión de la industrialización impulsada por el petróleo, es bastante probable que la mayoría de nosotros fuéramos o bien objetos vendibles o campesinos, pobres de solemnidad, en algún rincón feudal, bajo el panóptico de un matón en una fortaleza de piedra. Besaríamos el anillo de Marlon Brando en vez de ver cómo lo hace Al Pacino. No tendríamos muchas opciones en cuanto a cómo pasar nuestro tiempo, ni posibilidad de ascenso social, ni la oportunidad de participar en política, ni acceso a tecnologías vitales como una buena alimentación, antibióticos o acceso a la salud moderna. Es decir, todos y todas sufriríamos la brutalidad que aún se inflige en algunos lugares de América y el Sur Global.
Estas densas fuentes de energía permitieron que la riqueza material inundase las economías de todo el mundo—se puede obtener mucha más madera con motosierras de gasolina, se puede cosechar más trigo con tractores de explosión, se puede pescar más pescado con barcos diesel. Los combustibles fósiles también transformaron el escenario del trabajo, de campos de esclavos a empleos asalariados, más o menos coercitivos. No es el capitalismo, ni el socialismo, ni la ilustración, ni el inevitable progreso moral, ni la imprenta, lo que explica el arco de la Historia hacia las transformaciones tecnológicas y sociales de nuestros días, sino los medios con los que extraemos recursos de nuestro medio ambiente. Tenemos ordenadores y aires acondicionados por cómo interactuaron los medios industriales de producción con los sistemas y el ingenio humanos. Lo último es vital, por supuesto, pero inútil sin lo primero. La mayoría de las personas que viven hoy en la Tierra gozan de vidas lejanas del yugo de los reinos de la antigüedad gracias, en gran parte, a la política de masas impulsada por la energía fósil.
Al mismo tiempo, estas economías fósiles se han consolidado. Los hidrocarburos son fáciles de concentrar en unas cuantas manos. El capital que se deriva de ellos ha creado su propia oligarquía opresiva, con un puñado de hombres en control de una riqueza equivalente a la que posee la mitad de la población mundial, y con la mayoría de los países imponiendo una forma extrema de jerarquía y desequilibrio de poder. El petróleo no nos liberó realmente, sino que en vez de eso, expandió la riqueza material de mucha más gente, al tiempo que facilitaba desigualdades extremas en poder y capital.
El rumbo general de la existencia humana ha sido caótico, y a menudo no linear. Sin embargo, independientemente de nuestras filosofías morales o nuestros movimientos sociales, ha ido avanzando eficientemente hacia la transformación de la energía del sol y el planeta hacia poblaciones cada vez más densas de poblaciones de cuerpos humanos. Los humanos, con toda nuestra complejidad psicológica, nuestros dramas, nuestras emociones y nuestra poesía, parecemos haber hecho una excepción a las leyes de la naturaleza. Y aún así, al final, usamos nuestros grandes cerebros, sedientos de energía, para averiguar cómo convertir la energía solar—en forma fosilizada o viviente—en más células humanas. Un amigo mío, un agricultor canadiense de ascendencia nativa, me escribía sobre este asunto. “¿Quizás tienen razón los deterministas? Todo esto no es más que un hecho termodinámico consumado. No somos más que una máquina de calor”, meditaba.
Por supuesto, nuestro mayor problema en este mundo de hidrocarburos es que la civilización flota de manera precaria en enormes charcos de petróleo, gas y carbón, que con toda seguridad nos matarán a todos si se queman. Cuando los volcanes quemaron combustibles fósiles hace 252 millones de años tuvo lugar la extinción masiva del Pérmico-Triásico—la peor de todos los tiempo—que la comunidad científica llama “la Gran Mortandad”. La materia orgánica fosilizada—carbón, petróleo y gas—convirtió enormes regiones del planeta en tan inhabitables y hostiles como Marte. Mató prácticamente a todos los seres vivos de los océanos y la tierra. Fue una calamidad mucho más catastrófica que el famoso meteorito que mató a los dinosaurios. Hoy estamos haciendo lo mismo que esos antiguos volcanes, pero mucho más rápido. Si seguimos quemando energía fósil sin control, es prácticamente seguro que moriremos, y matermos a la mayoría del resto de criaturas vivientes.
En nuestro presente perpetuo, los lujos de los que gozan los privilegiados ciudadanos del mundo rico—juicios justos, libertad de prensa, antibióticos, comida y ropa en abundancia, democracia representativa, retretes—parecen permanentes y sin límites. Sin embargo, son invenciones muy nuevas y aún tenues. Si apagásemos nuestros motores económicos de petróleo hoy, desaparecerían en un suspiro de humo. En ese caso, la única dirección en la que podríamos avanzar sería hacia atrás, volviendo a la servidumbre y el trabajo forzado de las economías agrarias. Seguro que algunas comunidades podrían crear utopías igualitarias en el violento caos de un colapso global de la civilización, pero tarde o temprano serían engullidas por economías esclavistas más brutales y jerárquicas—la historia se repite una y otra vez.
La cuestión que se nos presenta hoy es si los humanos tenemos la voluntad necesaria para usar la riqueza energética de la que gozamos para el progreso. ¿Somo hombres y mujeres, o tan solo máquinas de calor? ¿Somos capaces de usar el poquito de energías fósiles que aún podemos quemar sin reducir el mundo a cenizas para crear una manera de vivir totalmente diferente y mejor? Tenemos que usar combustibles fósiles si queremos construir una economía de alta densidad energética—una que no esté sujeta a las brutales leyes de la servidumbre y la privación agrarias—que permita a las personas vivir en libertad y prosperidad.
Los hidrocarburos son el puente brillante de arco iris que nos puede llevar a ese paraíso de igualdad y prosperidad sostenible. Y con esto no pretendo repetir la propaganda que emiten la industria de los combustibles fósiles y los políticos neoliberales. El gas obtenido por fracking no es un “combustible de transición”. Nunca lo ha sido, ni nunca ha sido la intención de nadie. Pero necesitamos un modo de producción industrial basado en el petróleo para transformar nuestra civilización en una basada en infraestructuras no dependientes del carbono. Necesitamos petróleo y gas para manufacturar los suficientes paneles solares para impulsar una economía compleja capaz de automantenerse sin energías fósiles, de extraer los metales necesarios para la producción de energía renovable, y para enviar esos paneles y turbinas a todo el mundo. Pero estamos malgastando estos recursos en coches sobredimensionados, inútiles bienes de consumo, plásticos desechables y ejércitos hinchados, para satisfacer a los impulsos básicos y al poder psicopático.
Nos queda muy poco tiempo antes de que los hidrocarburos hagan de la Tierra un lugar incapaz de alojar a la civilización; puede que nos queden unos cuantos años antes de que el cambio climático escape a nuestro control y se vuelva imparable, lo que podría hacer de la Tierra un planeta inhabitable para el Homo Sapiens. Ya estamos cruzando el puente de arco iris de Bifröst. Lo construimos al tiempo que avanzamos sobre él, como el dibujo del Coyote corriendo sobre el vacío antes de mirar hacia abajo. Por desgracia, no estamos construyendo el puente hacia la tierra de los dioses, sino en círculos, en rizos y anillos que nos llevan a ninguna parte. Al final nos quedaremos sin puente, o nos matará, al desplomarse Biföst sobre los gigantes de fuego en los que nos hemos convertido.
Por decirlo de otra manera, la cuestión ante la que nos encontramos es la siguiente: ¿Nos servirá esta explosión de combustibles fósiles como puente hacia un mundo mejor? ¿O será tan solo un breve orgasmo de luz y color en una Historia oscura, un rápido destello de calor e iluminación antes de volver a la húmeda oscuridad de la esclavitud en una cabaña de tierra? ¿Tenemos la dignidad suficiente para actuar por nosotros mismos, trascendiendo nuestros impulsos como mamíferos, y en vez de eso actuar sobre los instintos de sacrificio benevolente por los demás?
Es increíble vivir en esta brizna de la Historia. El hecho de estar vivos durante este momento de gravísimas consecuencias nos da importancia histórica a todas las personas que respiramos hoy. Si erramos al realizar nuestro cometido—individual y colectivo—volveremos al estado en el que la mayoría vivirá en el límite entre la naturaleza y el ser humano, esclavos de la Historia, esclavos de la geografía, y esclavos de reyes y señores. El cambio climático ya está impulsando el ascenso de dictadores de mano dura en todo el mundo. Si no detenemos esta disrupción climática y dejamos de usar combustibles fósiles, este proceso seguirá adelante sin inmutarse, independientemente de los movimientos sociales o la política que se use para detenerlo. El proceso de retorno a modos de producción preindustriales será terrorífico. Quién vivirá o morirá no será decidido por una deidad benevolente, ni por el equilibrio kármico. Los buenos y los malos no serán separados según lo merezcan. Como siempre, serán los más ricos, y los más brutales, los que tomen esas decisiones.
Si volvemos a ese mundo, podríamos perder para siempre la capacidad de construir un modo de producción más allá de la recolección y la agricultura, y por lo tanto perder la capacidad de construir un a civilización compleja basada en la libertad y la justicia. También perderíamos otras cosas valiosas. Sin una economía con una energía densa, sin una cadena de suministro compleja, sin tiempo libre—pagado por la riqueza que proporciona esa energía densa—para estudiar y escribir y descubrir, no habrá más progreso tecnológico. Si perdemos esta oportunidad, nunca volveremos a contemplar esos cuentos en la Vía Láctea, nunca seguiremos avanzando en nuestra línea de conocimientos, y nunca seremos testigos de los descubrimientos que nos esperan. Los agricultores no construyen cohetes. Los cazadores-recolectores no pueden construir telescopios.
Y lo que quizás sea más importante, perderemos la oportunidad de proteger la vida en la Tierra. La gente y el ganado suponen el 96% de la biomasa de mamíferos del planeta. De todos nuestros singulares talentos, probablemente sólo hay uno que podría justificar este tipo de excepcionalismo humano y suponer algo de compensación por nuestra transformación de mucha de la biomasa del planeta en más humanos o propósitos humanos. Y ese rasgo es el potencial de nuestra tecnología para evitar un evento de extinción total a nivel global. Somos la única especie que alguna vez haya pisado la Tierra capaz de alcanzar un nivel tecnológico que pueda proteger al mundo de amenazas existenciales. Podríamos detener un asteroide, pero ahora mismo, nosotros somos el asteroide. Y tan solo tendremos la tecnología necesaria para salvar la vida con una economía avanzada y de alta energía, y sólo podemos conseguirla com modos de producción sostenibles. Ahora tenemos una oportunidad de usar la riqueza que hemos obtenido con la inmensa Historia orgánica encerrada en rocas negras para asegurarnos que la vida—humana y no—pueda sobrevivir en el futuro lejano. Si tenemos o no esa voluntad es otra cuestión.
Neil Gaiman, en su reciente libro Mitos Nórdicos, describe Ragnarök, la batalla del fin de los días que tienen por delante todas las vidas vividas en los antiguos pueblos germánicos que creían en Odín y Bifröst, el fin que todos sabían que llegaría: “Ocurrirá cuando todos los dioses estén dormidos”, escribe, “en el tiempo de los hombres”.
“Será la era de los vientos crueles, la era de las personas que se convierten en lobos, dándose caza unos a otros, al nivel de bestias salvajes…
Las montañas se sacudirán y se desmoronarán. Los árboles caerán, y todos los sitios donde aún viva la gente serán destruídos….
También habrá inundaciones, al elevarse los mares y derramarse sobre la tierra…
La serpiente de Midgard… se retorcerá de ira… el veneno de sus colmillos caerá en el agua, envenenando toda vida marina… Ya no habrá vida en los océanos…
Los [gigantes de fuego] de Muspell bajarán de los cielos… Cruzarán al galope el puente de arco iris, Bifröst, y el arco iris se desmoronará bajo su galope, con sus colores, antaño brillantes, convertidos en sombras de ascua y cenizas. Nunca habrá otro arco iris.
Después de inviernos eternos y guerras sangrientas que diezmarán a las gentes de Midgard, después de trágicas batallas entre dioses como Thor, Odín y Freya, y los gigantes de hielo y Loki, que acabarán con todos ellos, “el mundo acabará en cenizas e inundación, en oscuridad y en hielo”.
Pero Gaiman señala que, “desde las grises aguas del océano, la verde tierra volverá a elevarse”. En todo este apocalipsis, algunos dioses sobreviven. Dos humanos solitarios se esconden y persisten, y de ellos nace una nueva población. “Y el juego comienza de nuevo”, concluye. Independientemente de lo que hagamos, la verde tierra volverá a elevarse, por un tiempo, incluso si las heridas tardan milenios en curarse. Pero el hecho de que esa pareja procreadora—llamados Vida y Anhelo de Vida por los nórdicos—sobrevivirán al Ragnarök para reconstruir la humanidad de nuevo, y si lo merecerán o no, depende de lo que decidamos hoy.
Este artículo se publicó originalmente en The Trouble. Traducción de Santiago Sáez.
Nacido y crecido en el norte de Michigan (Estados Unidos), Samuel Miller McDonald es periodista y doctorando en geografía política y transición energética en la Universidad de Oxford (Reino Unido). Sus artículos pueden encontrarse aquí, y sus tuits aquí.