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Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.
8 de junio de 2020
Hay un tema que ha ido apareciendo en varias ocasiones a lo largo de nuestra correspondencia en el que me gustaría profundizar. Es un asunto que me interesa desde diferentes perspectivas, incluida la filosófica, así que pido disculpas de antemano por si en algunos momentos se me va el tono. Me refiero a la crueldad que los seres humanos hemos ejercido y seguimos ejerciendo sistemáticamente contra los animales, aunque podemos ampliar la mirada y abarcar, en muchas de estas reflexiones, al mundo natural en su conjunto. Esto va más allá de la capacidad destructiva que ponemos en marcha al explotar la naturaleza para nuestro –más que relativo– provecho. Añade un grado de perversidad –el de la crueldad– que es, pienso, un reflejo del profundo desprecio por el entorno y una peligrosa palanca para ejercer otro tipo de crueldades.
Está claro que nuestra supervivencia en el planeta, y la supervivencia del planeta mismo, precisa de un complejo equilibrio basado en el respeto. Este equilibrio no es fácil de alcanzar y hay multitud de teorías sobre la mejor manera de encontrarlo pero, me parece, en ninguna de ellas la crueldad se contempla en la ecuación como una opción válida. La crueldad es, quizá, el rasgo más profundamente destructivo del ser humano, dado que su significado, su alcance, trasciende el daño concreto de cada acto. La crueldad siempre tiene un coste, y no es pequeño.
Con respecto a los animales, el debate es tan antiguo como la filosofía misma y tiene mucho que ver con el viejo dilema, ya presente en los presocráticos, acerca de la posibilidad de que tengan alma. Por mucho que el concepto de alma nos parezca ahora fuera de lugar, la raíz del debate contemporáneo es prácticamente idéntica: si los animales poseen alma son nuestros hermanos, por tanto merecen respeto y no deben ser maltratados. Pitágoras así lo creía, incluso pensaba que las almas humanas transmigraban hacia los animales. Al respecto, es muy conocida la anécdota del reproche que le hizo a un hombre que maltrataba a un cachorro de perro: «No le des patadas; en su cuerpo habita el alma de un amigo mío, he reconocido su voz al oírlo gritar».
Pero lo más significativo es que ya Pitágoras había reflexionado acerca de la peligrosa extensión de los actos crueles, de su capacidad de contagio, esa cadena que comienza en el maltrato de un perro y acaba en crímenes mayores, violaciones y asesinatos: «Mientras los hombres sigan masacrando a sus hermanos los animales, reinará en la tierra la guerra y el sufrimiento y se matarán unos a otros, pues aquel que siembra el dolor y la muerte no podrá cosechar ni la alegría, ni la paz, ni el amor». Pitágoras era vegetariano, de modo que esta visión igualitaria entre la crueldad cometida contra animales y contra personas alcanza al mismo hecho de alimentarse de animales, que son, después de todo, semejantes: «Todo lo que el hombre hace a los animales, regresa de nuevo a él. Quien corta con un cuchillo la garganta de un buey y permanece sordo ante los bramidos de temor, quien es capaz de matar impávido a un atemorizado cabrito y se come el pájaro al que él mismo ha alimentado, ¿cuán lejos está del crimen un hombre así?».
Unos siete siglos más tarde, Plutarco, recogiendo el testigo de Pitágoras, se convirtió en el defensor más conocido del vegetarianismo, con tratados como Acerca de comer carne, en el que afirmaba que al alimentarnos de animales indefensos y dóciles –pues diferenciaba entre la autodefensa que supone, por ejemplo, matar a un león de la matanza de animales para el sustento– «les privamos del sol, la luz y de la duración de la vida a la cual tienen derecho». Muchos creen que la asignación de derechos a los animales es una noción relativamente actual y que la controversia que suscita solo puede entenderse desde la mentalidad contemporánea, pero lo cierto es en el mundo antiguo ya se planteaba en términos radicales.
También es muy llamativa la reflexión que hizo en el siglo III Porfirio en Sobre la abstinencia. Porfirio llamaba «fratricidio» al acto por el cual un humano mata a un animal, puesto que los animales, decía, están dotados de memoria, sentimientos e ideas, y lo único que los diferencia de los humanos es que carecen del lenguaje verbal. Según expuso, si los animales pudiesen hablar –hablar como nosotros, articulando de manera similar la expresión de su sufrimiento, su dolor, sus miedos– seríamos mucho más cautos a la hora de sacrificarlos. Si el cordero nos dijera «duele» o «no me mates, por favor», quizá nos lo pensaríamos más antes de rebanarle el pescuezo. Y aunque puede que esto sea válido en cierta medida, también lo es que las súplicas por la vida o las peticiones de compasión que las víctimas –humanas– han hecho a sus verdugos a lo largo de la historia casi nunca han servido de nada.
No soy ninguna experta sobre derecho animal, pero creo que estas claves que he expuesto son suficientes para trazar de manera elemental pero efectiva el esquema moral en el que todavía nos seguimos moviendo. Sin embargo, no quiero desviarme del asunto de la crueldad para centrarme solo en el gran debate del vegetarianismo. Por supuesto que hay puntos en común –ya hemos hablado de los abusos imperdonables que comete la ganadería industrial–, pero pienso que son temas diferentes. Por resumirlo, digamos que los problemas que genera la ganadería industrial tienen dos vertientes: una puramente ecológica –la ganadería intensiva es inaceptable porque contribuye a la devastación forestal y al calentamiento global y es un sistema costoso que además ahonda en la pobreza–, y otra centrada en la aplicación sistemática de prácticas crueles contra los animales que no debemos permitir por el sufrimiento que genera en estos seres, los consideremos hermanos o no. Claro que ambas cuestiones se fusionan en una sola, como muy bien explicaba Jonathan Safran Foer en Comer animales: para que el sistema funcione es necesaria una velocidad de producción que no se anda con miramientos. Por eso se deja morir a animales enfermos, se los alimenta básicamente con maíz y no con pasto, se les suministran hormonas para facilitar su engorde, se echan a la batidora pollitos vivos, se sacrifican cerdos sin aturdirlos previamente, etc.
Los vegetarianos y veganos no comen animales ni productos de origen animal desde una perspectiva ética: no es necesario alimentarnos de otros animales, en ningún caso es justificable matar. Por su parte, los llamados carnívoros conscientes rechazan las prácticas crueles en el sacrificio de animales pero no ven problema alguno en comérselos, siguiendo nuestra supuesta tendencia natural carnívora y defendiendo por tanto otro tipo de producción más respetuosa y de ámbito local, representada en especial por las granjas tradicionales. Que tenemos que comer menos carne por el sostenimiento del planeta e incluso por razones humanitarias es innegable –la ganadería industrial usa mucho más grano y maíz del que se necesitaría para alimentar a los millones de personas que actualmente viven en la extrema pobreza–. Que no tengamos que comer nada, creo, ya no tiene tanto que ver con cuestiones ecológicas como con cuestiones éticas.
Es un debate complejo en el que, te sitúes donde te sitúes, siempre encontrarás enemigos. Recuerdo que una vez publiqué un artículo a raíz de la consideración de persona no humana que había obtenido una orangutana llamada Sandra, a quien la justicia argentina había reconocido su derecho a la dignidad. En ese artículo hacía las siguientes afirmaciones, que todavía suscribo: «La ciencia ya ha demostrado sobradamente que hay especies con una alta sensibilidad, en especial los primates y otros mamíferos de alto coeficiente cerebral como elefantes y ballenas. También caballos y cerdos y, por supuesto, perros y gatos, son sensibles al sufrimiento. Los animales con un sistema nervioso evolucionado experimentan dolor, ansiedad, alegría y tristeza, es decir, sensaciones y sentimientos que no son privativos de los humanos». Sin embargo, a raíz de esto, grupos animalistas me calificaron de especista, porque distinguía entre especies con alto coeficiente cerebral y sistema nervioso evolucionado y otras especies menos avanzadas, asignando a cada una de ellas diferentes derechos.
La discriminación entre especies por la posesión de alas o escamas o por el tamaño del cerebro, según el filósofo Peter Singer –el autor del controvertido manifiesto Liberación animal–, equivale a la discriminación entre humanos por el color de la piel. No sé. Comprendo las críticas desde un punto de vista teórico pero creo, precisamente, que lo más interesante y necesario es reflexionar acerca de dónde y cómo se trazan los límites en lo práctico. Por mucho que en la teoría defendamos la igualdad de todos los seres vivos, me cuesta trabajo situar en el mismo plano la muerte por extenuación de un caballo en la Feria de Abril de Sevilla que el uso del matamoscas en verano. De hecho, en ese mismo artículo, arrojaba este tipo de preguntas: «¿Es lo mismo matar los animales por razones de alimentación o experimentaciones médicas que por diversión o espectáculo? ¿Es lo mismo cebar a una oca para fabricar foie gras que comer carne procedente de granjas sostenibles? ¿Es lo mismo usar animales en la investigación contra el cáncer que en la industria cosmética? ¿Es lo mismo una cucaracha que Sandra, la orangutana?». Lógicamente, eran preguntas retóricas que traslucen mi opinión al respecto: no, no es lo mismo.
Por eso insisto en diferenciar, cuando se habla de crueldad contra los animales y de derecho animal, entre el maltrato gratuito y por diversión, la pura crueldad en muchos casos amparada por la tradición, y el debate del vegetarianismo, que es también muy importante pero cuya raíz es diferente. En este asunto, te confieso que batallo contra mis propias contradicciones.
Por lógica y coherencia, debería ser vegetariana, dado que el sistema alimentario global no me garantiza que la carne que consumo haya sido producida minimizando el sufrimiento animal –ya hemos hablado de los engaños del marketing al respecto–. Sin embargo, a día de hoy me sitúo en la línea de lo que decía la escritora Jenny Diski en Lo que no sé de los animales: puede que lo que los humanos hemos hecho a los animales tras siglos de explotación sea terrible, un exterminio en toda regla, pero la situación ahora no es tan sencilla de revertir. No pueden devolverse a la naturaleza millones y millones de gallinas, vacas, ovejas y cerdos domésticos que no tienen ya un lugar propio en ella, conduciéndolos a un exterminio de otra clase.
También pienso que el cambio a un modelo de alimentación mundial completamente vegetariano podría tener un alto coste humano y ecológico, dado que fiarlo todo a la agricultura tampoco es sostenible: las plantaciones y cultivos también se comen ecosistemas enteros y contribuyen a la deforestación, como expone la activista y ecologista Lierre Keith en El mito vegetariano. De modo que un vegano que cree que alimentándose exclusivamente de vegetales no tiene las manos manchadas de sangre quizá también es responsable del exterminio de especies animales, aunque de otra forma mucho menos visible. Por cierto, Keith fue vegana durante unos 20 años antes de llegar a esta conclusión.
Para volver a la consideración de la crueldad contra los animales como un preludio de mayores formas de crueldad (y aquí, en la manera de exponer esta gradación, siento de nuevo sobre mí la acusación de especista) quiero recordar el famoso debate entre Descartes y Henry More, que leí en el interesante libro de Martin Cohen 101 dilemas éticos. Descartes, como buen racionalista, pensaba con no poca frialdad que el grito de dolor de un perro es solo un ruido mecánico comparable al chirrido de una rueda: no, aseguraba, los animales no poseen alma. More, discretamente, respondió que si bien no existen pruebas para afirmar la existencia de alma en los animales, tampoco las hay para negarla. Y –lo más interesante–, que en todo caso es importante ser compasivos y respetuosos con ellos porque quien es cruel con los animales terminará siéndolo también con sus semejantes.
Esta idea central que ya vimos en Pitágoras ha sido repetida muchas veces en la filosofía, el derecho y el arte. Pienso, por ejemplo, en los cuatro grabados de la serie Las cuatro etapas de la crueldad de William Hogarth (1751), también nombrados por Cohen, que describen la escalera ascendente de la crueldad a través de las cuatro escenas representadas. Así, en paralelo al crecimiento del protagonista, crece también su grado de crueldad: en la primera escena un niño mortifica a un perro; en la segunda, un joven cochero maltrata y tortura a un caballo herido; en la tercera, el mismo personaje algo mayor insta al robo y comete el cruel asesinato de una mujer embarazada y, en la cuarta, con claro afán pedagógico, se representa la ejecución del protagonista y la vejación de su cadáver.
Recuerdo ahora también que lo que más me impresionó del libro Comer animales de Safran Foer fue el hecho, por desgracia más que documentado, de que en la ganadería intensiva muchos trabajadores (a su vez explotados y llenos de frustración) cometen actos de una crueldad totalmente innecesaria contra los animales, brutalidades injustificables ni siquiera por la velocidad y abaratamiento de los modos de producción. Esta crueldad se relaciona con nuestra preocupante tendencia a maltratar a quienes se encuentran por debajo en la jerarquía de poder, desde el campo de concentración al asilo, desde el psiquiátrico a la cárcel.
Creo que este es, precisamente, el sentido que hay que dar a la siguiente reflexión que deslizaba Milan Kundera, tan crítico con los abusos en los regímenes totalitarios, en La insoportable levedad del ser: «La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales».
Para terminar con este asunto, al menos de momento, te confesaré algo significativo: yo no he llegado a estas reflexiones leyendo ensayos ni reportajes, ni viendo documentales al respecto. Esto, en todo caso, ha venido después. Básicamente, mi preocupación sobre el ejercicio de la crueldad contra los animales –un ejercicio de abuso de poder, como ya hemos visto– llegó a través de la literatura, al comprobar cómo muchos de los escritores que admiro representaban en sus libros nuestras relaciones con los animales y cómo, por así decirlo, me interpelaban desde un ángulo diferente al científico.
Esto tiene mucha relación con tu interés por la capacidad de las humanidades para llegar a lugares a los que no llega el discurso de la ciencia, para apelar a la sensibilidad y sacudirla con una fuerza mayor que cualquier otra. Si te parece, más adelante te hablaré de estos escritores, de lo que piensan sobre los animales, de sus contradicciones –que en muchos casos son las mías–, de lo que he aprendido de ellos y lo que me han hecho pensar e incluso recordar.
Pues no se que decir. Yo veo que la gente quiere más a su perro que a sus semejantes. Es antes su perro que sus semejantes; pero también hay mucha verdad en aquel dicho: cuanto más conozco al ser humano más amo a mi perro.
Interesante artículo.
Las lecturas sobre la reencarnación dicen que después de ser caballo o perro pasamos a reencarnar en seres humanos. También afirman que los animales tienen un alma grupal o colectiva a diferencia del ser humano que ya encarna con alma propia o individual. A saber quienes tienen más sabiduría, si esos animales o el autodenominado rey de la creación.
Hay estudios sobre la sensibilidad de las plantas. Si éstas tienen sensibilidad como no la van a tener los animales.
A más evolución de conciencia, más sensibilidad y plenitud interior, y menos o ninguna necesidad de comer carne tiene un ser humano.
SACAMOS A LA LUZ LA REALIDAD DE LOS CORREBOUS EN CATALUÑA
El pasado sábado 24 de julio nos transladamos a Camarles (Tarragona) para ser testigos del regreso de los toros embolados en la región. Pudimos grabar el suplicio al que son sometidos los animales sólo para satisfacer el gusto de un puñado de personas.
Las fiestas y festejos populares con toros, que en Cataluña se llaman correbous, son rechazadas por la mayoría de la población, pero aún así se realizan en una treintena de municipios, especialmente en el sur de Tarragona.
Pudimos registrar varias situaciones que podrían ser denunciables y muchas otras que no podemos aceptar que sigan considerándose tradición. «Cualquier persona sensible cerraría los ojos al presenciar este espectáculo macabro», expresa una de nuestras investigadoras. «Nuestra obligación como defensores de los animales es ser testigos de esta crueldad, porque si sigue pasando inadvertida por la mayoría o aceptamos que los aficionados la continuen ocultando, cambiar la situación que viven estos animales será muy complicado».
https://www.animanaturalis.org/n/sacamos-a-la-luz-la-realidad-de-los-correbous-en-cataluna