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Año 2019. La humanidad vive ajena a las mascarillas, la distancia física, los toques de queda y el gel hidroalcohólico. Por entonces, la COVID-19 aún no había desestabilizado el mundo, y las miradas de la comunidad científica estaban puestas en una gran crisis que no era nueva pero que empezaba a ocupar atención como nunca antes: la climática. Tanta era (y es) la gravedad, que una coalición de más de 11.000 científicos y científicas de 153 países firmaron un artículo donde declaraban una emergencia climática (a la que más tarde se han sumado casi 3.000 más), a la vez que establecían un conjunto de signos vitales para la Tierra con el fin de medir la acción climática efectiva. Desde entones, han pasado 20 meses y una pandemia de por medio que aún continúa. ¿En qué punto está el planeta y, por ende, los seres que lo habitamos?
Un nuevo estudio revisado por pares y publicado esta semana en la revista científica BioScience concluye, para sorpresa de (casi) nadie, que todo sigue igual en cuanto a acción. Mientras, la emergencia climática es aún más evidente. El trabajo, liderado por un equipo de investigación de la Universidad Estatal de Oregón (OSU), constata que no se han tomado las medidas necesarias para hacer frente a la crisis climática mientras ésta da cada día muestras de su capacidad de destrucción y de empeorar la vida de las personas, sobre todo la de las más vulnerables.
Dos años después de aquel artículo en el que se declaraba la emergencia climática, «se ha producido un aumento sin precedentes de los desastres relacionados con el clima, incluyendo inundaciones devastadoras en América del Sur y el sudeste de Asia, olas de calor e incendios forestales que han batido récords en Australia y el oeste de Estados Unidos, una extraordinaria temporada de huracanes en el Atlántico y ciclones devastadores en África, el sur de Asia y el Pacífico occidental», señala el estudio. Asimismo, los autores alertan de que «hay cada vez más pruebas de que nos estamos acercando o ya hemos cruzado puntos de inflexión asociados a partes críticas del sistema terrestre, como las capas de hielo de la Antártida Occidental y Groenlandia, los arrecifes de coral de aguas cálidas y la selva amazónica». No hay más que repasar las imágenes devastadoras que ha dejado julio para constatar este realidad a la que apela la comunidad científica.
Una situación insostenible
«Los fenómenos y patrones climáticos extremos que hemos presenciado en los últimos años –por no hablar de las últimas semanas– ponen de manifiesto la mayor urgencia con la que debemos abordar la crisis climática», afirma el doctor Philip Duffy, coautor del informe y director ejecutivo del Centro Woodwell para la Investigación Climática. En su estudio se investigaron los cambios recientes en las constantes vitales planetarias desde la publicación del anterior artículo que declaraba la emergencia climática. De las 31 variables analizadas, los autores hallaron que 18 se encuentran en nuevos mínimos o máximos históricos.
En referencia a los gases de efecto invernadero –responsables del calentamiento que impulsa el cambio climático–, los tres más importantes –el dióxido de carbono, el metano y el óxido nitroso– establecieron nuevos récords de concentraciones atmosféricas en lo que va de año, tanto en 2020 como en 2021. En abril de este año, la concentración de CO2 alcanzó las 416 partes por millón (ppm), la mayor concentración media mensual mundial jamás registrada. El nivel seguro, según la ciencia, está en torno a los 350 ppm.
Estas altas concentraciones han dado lugar a que 2020 fuese el año más caluroso en España y en Europa desde que se tiene constancia, mientras que a nivel mundial empata con 2016. Además, los cinco años más calurosos desde que hay registros se han producido desde 2015.
Otro de los signos vitales clave que destacan los autores es el hecho de que la superficie total quemada en Estados Unidos aumentó en 2020, alcanzando los 4,1 millones de hectáreas, la segunda mayor cantidad jamás registrada. Actualmente, el país norteamericano acumula al menos 86 grandes incendios forestales en su parte oeste.
También preocupan, y mucho, las tasas de pérdida anual de bosques en la Amazonia brasileña, que aumentaron tanto en 2019 como en 2020, alcanzando 1,11 millones de hectáreas deforestadas, el máximo en los últimos 12 años. Este aumento, según los investigadores, se debió probablemente al debilitamiento de la aplicación de la ley sobre deforestación, lo que desencadenó un fuerte aumento en la utilización ilegal de tierras para la ganadería y la soja. «La degradación de los bosques debido a los incendios, la sequía, la tala y la fragmentación ha hecho que esta región actúe como fuente de carbono en lugar de como sumidero», apunta el estudio.
Misma situación de alarma con las capas de hielo de Groenlandia y la Antártida. Ambas han continuado con su precipitada pérdida de masa, mientras que la extensión del hielo marino del Ártico sigue disminuyendo hasta alcanzar mínimos históricos cada verano. Los glaciares se están derritiendo mucho más rápido de lo que se creía, perdiendo un 31% más de nieve y hielo al año que hace sólo 15 años.
En cuanto a los océanos, la acidificación de sus aguas está cerca del récord. Junto con el estrés térmico, amenaza los arrecifes de coral de los que dependen más de 500 millones de personas para obtener alimentos, además de ser un gran activo para el turismo y de dar protección frente a las tormentas.
El artículo también hace referencia a que, «por primera vez, el número de rumiantes (una importante fuente de gases de efecto invernadero) en el mundo superó los 4.000 millones», lo que representa una masa mucho mayor «que la de todos los humanos y mamíferos salvajes juntos». Un dato que contrasta, según el documento, con el hecho de que la producción reciente de carne per cápita se redujo en aproximadamente un 5,7% (2,9 kilogramos por persona) entre 2018 y 2020. «Los futuros descensos en el consumo y la producción de carne probablemente no se produzcan hasta que haya un cambio generalizado hacia las dietas basadas en plantas o aumente el uso de análogos (sustitutos) de la carne, cuya popularidad está creciendo y se prevé que tenga un valor de 3.500 millones de dólares en todo el mundo para 2026», recogen los autores.
A pesar de los malos indicadores, el estudio intenta arrojar algo de esperanza. Por ejemplo, celebra que hubo un fuerte aumento de la desinversión en combustibles fósiles: los subsidios se redujeron a un mínimo histórico de 181.000 millones de dólares en 2020, un descenso del 42% respecto a los niveles de 2019.
Qué hacer ante la emergencia
En respuesta a estos hallazgos sin precedentes y a la actual crisis climática, el estudio pide que se eliminen progresivamente los combustibles fósiles, que se creen reservas climáticas estratégicas para el almacenamiento de carbono y la protección de la biodiversidad, y que se fije un precio mundial del carbono lo suficientemente alto como para inducir a la «descarbonización» en todo el espectro industrial y de consumo.
«Tenemos que cambiar rápidamente la manera en la que estamos haciendo las cosas, y las nuevas políticas climáticas deberían formar parte de los planes de recuperación del COVID-19, siempre que sea posible. Es hora de que nos unamos como comunidad global con un sentido compartido de cooperación, urgencia y equidad», pide William Ripple, autor principal del estudio y distinguido profesor de ecología de la OSU.
El artículo insiste en que una de las principales lecciones surgidas del coronavirus es que ni siquiera una disminución colosal del transporte y el consumo es suficiente y que, en cambio, «se requieren cambios transformadores del sistema, que deben estar por encima de la política». «Dados los impactos que se están observando en el planeta, con un calentamiento de aproximadamente 1,25 °C, junto con los numerosos bucles de retroalimentación que se refuerzan y los posibles puntos de inflexión, se necesita urgentemente una acción climática a gran escala», se lee en el estudio, donde denuncian que, a 5 de marzo de 2021, «sólo se había asignado el 17% de dichos fondos [post COVID-19] a una recuperación ecológica».
Y terminan lanzando un alegato por la igualdad y la importancia de la educación: «Toda acción climática transformadora debe centrarse en la justicia social para todos, dando prioridad a las necesidades humanas básicas y reduciendo la desigualdad». En este sentido, «como requisito previo a esta acción, la educación sobre el cambio climático debería incluirse en los planes de estudio de las escuelas de todo el mundo. En general, esto daría lugar a una mayor concienciación sobre la emergencia climática, a la vez que capacitaría a los alumnos para pasar a la acción».