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Este texto se publicó originalmente en el Magazine 2023, ya a la venta. Puedes conseguir un ejemplar, en digital o papel, a través del kiosco.
Vivimos una época de múltiples peligros, el mayor de los cuales es probablemente una percepción errónea de los peligros que nos acechan. Semejante confusión puede tener efectos nefastos: prepararnos para el desafío equivocado significa que somos aún más vulnerables a las puñaladas traperas de nuestros auténticos enemigos.
Esto es lo que siente un científico que estudia el cambio climático en 2023: hemos hecho mucho y nos hemos preparado a fondo para explicar la crisis climática. La ciencia física es ya irrefutable (grupo de trabajo 1 del IPCC). Los múltiples impactos del cambio climático han quedado meridianamente claros, no sólo en términos estadísticos, sino también de incremento en la frecuencia y dispersión geográfica de los fenómenos climatológicos extremos (de nuevo: grupo de trabajo 1). Paralelamente, se han determinado y evaluado las estrategias para protegernos contra esos impactos (grupo de trabajo 2 del IPCC). La ciencia ha avanzado: desde la ignorancia, pensábamos que 2 ºC seguía siendo un margen de calentamiento relativamente «seguro»; la mala noticia que el mundo no acaba de asimilar es que ahora sabemos que, por encima de 2 ºC de calentamiento, la adaptación a los impactos es sencillamente inviable (de nuevo, grupo de trabajo 2). Y, por último, las herramientas y vías para detener la crisis climática se han esbozado, cuantificado y examinado de manera inequívoca (grupo de trabajo 3 del IPCC).
Se diría que los científicos que estudian el cambio climático son instructores de artes marciales que tratan de advertir a la humanidad y sus gobiernos de lo que se les viene encima: «Este es el monstruo al que deberéis enfrentaros. Así respira y se mueve, mirad sus garras y colmillos: podréis defenderos de algunos de sus ataques, pero, pase lo que pase, tenéis que detenerlo antes de que se vuelva demasiado grande, pues de lo contrario será demasiado fuerte para derrotarlo y os hará un daño irreparable. Así es cómo deberéis entrenaros y luchar para vencerlo».
Pero, ¿y si los científicos nos hemos equivocado de monstruo? Porque parece que el principal peligro al que nos enfrentamos no es ya sólo el agravamiento de la crisis climática, sino la eficacia de la industria de los combustibles fósiles a la hora de frenar las acciones dirigidas a atajar esa crisis. De manera que, mientras volcábamos todos nuestros esfuerzos en las ciencias de la Tierra y la posibilidad de llevar a cabo una transición energética, nos hemos visto claramente superados y desbancados por una industria centrada con todas sus fuerzas en seguir siendo la mayor fuente de energía del mundo.
De hecho, la situación es tan grave que hubo que esperar hasta 2023 para que la comunidad científica se diera cuenta de que la investigación sobre el cambio climático encargada por Exxon (ahora ExxonMobil) era más precisa en sus predicciones sobre el calentamiento global que los estudios universitarios financiados con fondos públicos. Durante los años setenta y ochenta, la industria de los combustibles fósiles invirtió en la investigación sobre cambio climático a nivel interno, pero abandonó estos programas científicos en cuanto se convenció de la trayectoria irreversible del calentamiento global. Buena parte de los científicos que participaron en esos programas creían que las pruebas que sacaban a la luz servirían para persuadir a las empresas de que abandonaran los combustibles fósiles e invirtieran de manera decidida en fuentes de energía alternativas, algo que sólo cabe achacar a un error de base en la comprensión de la cultura empresarial.
Conviene dejarlo muy claro: las empresas de combustibles fósiles no son empresas energéticas, sino empresas de combustibles fósiles. Por su historia, aplicaciones y cultura, están indisociablemente unidas a los combustibles fósiles. El grueso de su personal se compone, desde hace mucho, de geoingenieros del petróleo, economistas del petróleo y comerciantes. Se han desarrollado en entornos y sistemas completamente supeditados a los combustibles fósiles, y todo su capital social, identidad corporativa y sentido existencial proviene de un rol heredado: el de proveer al mundo de combustibles fósiles.
En esencia, volviendo a una de las ideas centrales de Marx sobre el capitalismo, no es posible separar a las empresas de sus materias primas. Las empresas de combustibles fósiles no son empresas energéticas. Se hallan estrechamente vinculadas a los combustibles fósiles a través de sus activos físicos, conocimientos técnicos y cultura laboral. Para cortar esos lazos haría falta mucho, pero que mucho más, que el conocimiento y convencimiento de la ciencia climática. Que nadie se llame a engaño: a principios de los años ochenta los directores generales de las empresas de combustibles fósiles no se hacían ilusiones ni tenían dudas respecto al cambio climático. Sabían perfectamente, porque así se lo habían asegurado sus propios científicos, que los productos de su industria contribuían a la destrucción del planeta.
Pero la dependencia de las materias primas no es el único aspecto en el que se equivocaron los científicos que estudian el cambio climático. Una y otra vez, hemos subestimado la capacidad y determinación de la industria de los combustibles fósiles para controlar a la opinión pública mediante campañas de negación, demora en la aplicación de soluciones y desinformación, desoyendo a sus propios científicos, comprando espacio en los diarios o coaccionando a periodistas y directores de medios informativos para que cubran ‘la cara y la cruz’ del hecho científico del cambio climático.
La triste realidad es que la rapidez y el ansia de innovación que caracterizan el retardismo practicado por la industria de los combustibles fósiles supera con creces la capacidad —o quizá la curiosidad— de los científicos para fiscalizar las acciones de la industria, no digamos ya predecir y contrarrestar sus siguientes pasos.
Un puñado de científicos —entre los que destaca la historiadora de la ciencia Naomi Oreskes, así como Geoffrey Supran, Ben Franta, Robert Brulle y la periodista de investigación Amy Westervelt— encabezan esa lucha. Mientras tanto, el resto de la comunidad científica permanece aletargada, dando por sentado que los hechos, modelos, gráficos e informes saldrán victoriosos en una guerra sin cuartel por conquistar a la opinión pública. La analogía de intentar apagar un incendio forestal con una pistola de agua es insuficiente, porque el mero hecho de empuñar una pistola de agua revela una mayor voluntad colectiva de afrontar el problema real que la demostrada hasta la fecha por la comunidad científica.
La influencia de la industria de los combustibles fósiles trasciende con mucho la negación de la evidencia científica y se hace sentir cada vez con más fuerza. Fue esa misma industria la que determinó la interpretación en clave económica de los esfuerzos por mitigar la crisis climática, consistente en documentar sólo los costes –y no las consecuencias–, una práctica que sigue enraizada en los modelos de evaluación integrados (IAM, en inglés) utilizados por el IPCC. Por otra parte, ha habido un trasvase de empleados de la industria de los combustibles fósiles al IPCC, donde trabajan redactando y revisando informes. Los grupos de presión de la industria de los combustibles fósiles acuden en masa a las negociaciones internacionales sobre el cambio climático, a menudo integrados en delegaciones nacionales (el tristemente célebre caso del consejero delegado de BritishPetroleum que asistió a la COP27 como parte de la delegación nacional de Mauritania puso de manifiesto las prácticas corruptas de la industria de los combustibles fósiles que se están afianzando en África tras haberse vuelto ligeramente menos aceptables en Europa).
Y ahora, en 2023, las empresas fósiles se han apuntado el que es quizá su mayor tanto hasta la fecha: uno de los suyos preside las negociaciones internacionales en torno al cambio climático, pues el sultán Al Jaber, director ejecutivo de la Abu Dhabi National Oil Company, es también el actual presidente de la COP28, que se celebrará a finales de año. Pese a las protestas internacionales, la UEA se niega a destituirlo mientras periodistas y diplomáticos se rinden ante su «experiencia», cuando tiene de experto en cambio climático lo mismo que un carnicero puede tener de experto en conservación animal. Visto lo visto, a nadie puede sorprender que haya puesto al frente de las negociaciones de la COP28 a profesionales de los combustibles fósiles. En mi propio país, Suiza, un negacionista del cambio climático y eminente lobista de los combustibles fósiles ocupa ahora el cargo de ministro de Clima, Energía y Medio Ambiente.
Así que, pese al sólido aval de los datos científicos que explican y predicen la crisis climática, además de aportar soluciones para atajarla, pese al activismo de millones de estudiantes y los múltiples movimientos y campañas en contra del cambio climático, los discursos de los políticos y las convincentes declaraciones del secretario general de la ONU, António Guterres, mi conclusión es que seguimos asistiendo al ascenso y triunfo de la industria de los combustibles fósiles sobre nuestras sociedades. El primer paso para resolver un problema es reconocer que existe. Tenemos que centrarnos con todas nuestras fuerzas en desenmascarar a la industria de los combustibles fósiles (y a sus aliados, como la automoción y la aviación, entre otros), y extirpar la influencia que ejerce sobre nuestro entorno. Porque no va a parar hasta que espabilemos y nos plantemos de una vez. ¡Adelante!
Traducción de Rita da Costa.
El texto también se puede leer en inglés aquí.
Julia K. Steinberger es Catedrática de Economía Ecológica en la Universidad de Lausana (Suiza) y autora principal del grupo de trabajo 3 del Sexto Informe de Evaluación del IPCC.
Este texto ha sido traducido por Rita da Costa.
En el extremo suroeste de la isla de Zelanda (Dinamarca) se encuentra Stigsnæs.
Aquí, rodeado de una hermosa naturaleza digna de preservación, se encuentra una zona industrial que en los últimos 25 años se ha convertido en un gran problema para Agersø Sound. Según las personas que han vivido allí durante décadas, la vida marina casi ha desaparecido debido a las emisiones de PFOS, mercurio, alquitrán y bario, entre otras cosas.
Es un escándalo sin precedentes que una empresa en Stignæs, RGS Nordic, haya importado durante décadas miles de toneladas de aguas residuales de petróleo tóxico, especialmente de la industria petrolera noruega. Los residuos de la producción de petróleo que solo se limpian parcialmente se descargan en un área marina que ya se encuentra en condiciones ambientales críticas.
La muerte en Agersø Sound no es «sólo» un desastre ambiental local. El gran escándalo de este asunto es que hemos permitido que la industria petrolera haga lo que quiera durante tanto tiempo y que todavía no se está asumiendo la responsabilidad política de regular a los mayores contaminadores del mundo.
El año pasado, Equinor triplicó sus ingresos de mil millones de dólares, aumentó los dividendos a sus accionistas en un 50 por ciento y envió miles de millones directamente al tesoro noruego. ¿Por qué aquellos que ganan miles de millones extrayendo petróleo del subsuelo y, por lo tanto, exacerbando la crisis climática a la que nos enfrentamos no tienen que lidiar también con las sustancias peligrosas para el medio ambiente que acompañan a la perforación?
¿Qué debemos proteger: el medio ambiente marino y nuestra salud o la industria petrolera?
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