Eco-ansiedad: ¿quién teme al fin del mundo?

La Asociación Psicológica de Estados Unidos definió este concepto como “un miedo crónico a la destrucción medioambiental”.
Cuadro 'El Grito' (1893), de Edvard Munch Foto: grito

Aunque no quede nadie con vida, el planeta nos recordará. Los resultados de la lucha contra el cambio climático quedarán registrados en la Tierra por eones. Lo que hagamos en los próximos diez años es tan importante que los registros geológicos del planeta lo recordarán, quizás, para siempre. Pero, además de su importancia histórica, probablemente sin comparación posible con ninguna otra época de la humanidad, el cambio climático también tiene una importancia personal, íntima. Se avecinan cambios que conllevarán pérdidas para todos y todas. Y conforme esas pérdidas van haciéndose más concretas, empiezan a emerger sentimientos de ansiedad y luto.

La 5ª edición del Manual Estadístico de Diagnóstico de Trastornos Mentales (publicado por la Sociedad Estadounidense de Psiquiatría), la referencia mundial en la clasificación de trastornos y enfermedades mentales, no recoge aún ningún diagnóstico para la eco-ansiedad. Pero eso no significa que no sea real. En un informe publicado en 2017, la Asociación Psicológica de Estados Unidos definió la eco-ansiedad como “un miedo crónico a la destrucción medioambiental”. Aún no hay cifras, pero a juzgar por la conversación en redes sociales, no tardará en haberlas.

“Podemos afirmar que una proporción significativa de personas están sufriendo estrés y preocupación por los posibles impactos del cambio climático, y que los niveles de preocupación están aumentando”, afirmaba la psicóloga Susan Clayton en un artículo publicado en la revista Vogue. “Cómo afectará a la salud mental de las personas a la larga es algo que dependerá de cómo responda la sociedad [al cambio climático]”, concluía Clayton.

Una de las voces más habitualmente citadas en el discurso de la ansiedad climática es la de la psicóloga estadounidense Renee Lertzman. En un artículo que escribió para la revista Pacific Standard, publicado en 2015, Lertzman ya afirmaba lo siguiente: “Entender cómo gestionamos los humanos la pérdida, incluso si es por anticipado, puede también llevarnos a entender por qué no hay más gente que actúe para, de verdad, cambiar el rumbo del barco”.

El día que cambió todo (y no cambió nada)

El pasado 8 de octubre, el histórico informe sobre calentamiento de 1,5ºC del IPCC enviaba un mensaje totalmente claro: un aumento de temperatura de grado y medio sobre niveles preindustriales es a lo que podemos aspirar en el mejor de los casos. Supondrá problemas graves, pero podremos superarlos si colaboramos y nos organizamos. Un calentamiento de dos grados, objetivo inicial del Acuerdo de París, tendría unos efectos devastadores y acabarían con la existencia misma de varios estados insulares del Pacífico y del Índico. Y aun así es un mal menor: el verdadero territorio del desastre sin precedentes está más allá de los dos grados. Pero podemos evitarlo.

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Una imagen de archivo de incendios forestales.

Pese a todo, no lo hacemos. En 2018, las emisiones de gases de efecto invernadero crecieron un 3%. Fue la subida más pronunciada del último lustro, y marcaron un nuevo récord mundial. Al ritmo actual de emisiones, a mediados de la década de 2030 sobrepasaremos el umbral del grado y medio (y sufriremos las consecuencias). Pero ese no es el final del partido: para finales de siglo estaremos, si todo sigue igual, entre tres y cuatro grados de media por encima de niveles preindustriales, sin contar con varios de los ciclos de realimentación que podrían disparar aún más la temperatura. Las consecuencias de dicho calentamiento son realmente terroríficas, y amenazan a la propia supervivencia de la especie.

Para muestra, un botón. Hace poco más de dos semanas, con un calentamiento de poco más de un grado sobre niveles preindustriales, el ciclón Idai alcanzaba las costas de Mozambique y se convertía en el peor desastre de la historia del hemisferio sur. En cuestión de horas, la cuarta mayor ciudad del país, Beira, era destruida casi por completo (un 90% según la Cruz Roja). Cientos de muertes ya engrosan las listas oficiales, pero se espera que las cifras se disparen una vez las inundaciones bajen y dejen al descubierto miles de cadáveres. Ya se han detectado más de 1.000 casos de cólera.

Y el cambio climático no es algo que pase solo en lugares lejanos. Unos días después de la devastación de Idai, en España, la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET), presentaba unos preocupantes datos. Las temperaturas medias han subido en todo el país, y ya hay cinco semanas más de verano. La superficie semiárida del país ya es un 6% mayor que en el periodo 1961-1990.

No hay soluciones fáciles

Si hay alguien en este país que haya apelado siempre a las emociones para comunicar el cambio climático, ese es el ambientólogo valenciano Andreu Escrivà. El autor de Aún no es tarde habló con La Marea de su propia experiencia con la eco-ansiedad: “Llega un día que tienes la suficiente información como para entender la magnitud del problema. Entiendes que puedes reducir tu huella, pero eso apenas importa si el resto de la gente no lo hace. Ves los tejemanejes reales de las petroleras. Comprendes las inercias del sistema climático, y lo difícil que es que nos quedemos por debajo de 2ºC. Ahí es cuando te entra una ansiedad que parte del conocimiento de que las soluciones son muy complejas, que no hay ninguna solución fácil”.

El ambientólogo Andreu Escrivá.
El ambientólogo Andreu Escrivá.

“Yo hago todo lo que puedo, pero todo lo que puedo hacer no es suficiente”, continúa Escrivà, para quien, precisamente, esa es la base de la que hay que partir para gestionar la eco-ansiedad: “Hay que entender que nadie es perfecto. Nadie puede hacerlo todo, y nunca lo que haga una sola persona va a ser suficiente. Tienes que coger parcelas, aceptar mejoras graduales”. “La gran tragedia del cambio climático es que si lo hacemos muy bien, no se va a notar que lo hemos hecho, porque el futuro va a ser peor de lo que es ahora. Y si lo hacemos mal, cuando nos demos cuenta ya no habrá vuelta atrás. Eso, y el tiempo. Es que tenemos diez años para no liarla del todo”, explica Escrivá.

Esa frustración se ve exacerbada por el inmovilismo que ve a su alrededor: “El balance es muy complicado. Si transmites un mensaje positivo, la gente se queda con la idea de que no pasa nada, y si transmites un mensaje demasiado duro, piensan que ya no hay nada que hacer. Al final entran en una apatía que es más peligrosa que el negacionismo. Ambas paralizan la acción igual, pero al negacionismo le quedan dos telediarios”.

Además de los trastornos mentales que causa el miedo a un desastre inminente, o a la pérdida de paisajes, la ansiedad también nace de la pérdida de la vida que habíamos imaginado y las comodidades a las que nos habituamos. Como niños ante una vacuna, la gente tiene más miedo a las soluciones que a las consecuencias del problema: “Causa ansiedad saber que debemos renunciar a volar, a comer carne o a coger el coche. La reacción de mucha gente es, ante dos escenarios de pérdidas, maximizar el beneficio presente sin tener en cuenta lo que ello significa para el futuro”, afirma el ambientólogo.

Y sin embargo, Escrivà es optimista: “No nos engañemos, la gente no sabe mucho sobre cambio climático, pero cuando se les explica, lo entienden bien. A veces me pregunto si todo esto sirve para algo, pero cuando te llega alguien con ganas de hacer cosas por algo que has dicho o escrito, entiendes que sí”.

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COMENTARIOS

  1. Lo que me exaspera es la inacción de los gobiernos, el negacionismo de algunos politicos y el incumplimiento de todos los acuerdos internacionales sobre el cambio climático. Y todo ello porque el PIB es más importante que el futuro de la humanidad.

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