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En el futuro no habrá desperdicios, solo materiales que vuelven una y otra vez a la vida en un ciclo infinito. Seguiremos consumiendo tanto como queramos, porque seremos tan eficientes en el reciclaje de recursos que no tendremos que seguir sacándolos de la Tierra. Podríamos seguir enumerando las promesas de la economía circular durante varios párrafos, con el riesgo de entrar en bucle. Lo cierto es que esta visión económica tiene mucho de grandes promesas y buenos eslóganes, pero a la hora de aterrizar en el mundo real sus éxitos son más bien escasos.
Las definiciones de la economía circular se multiplican en la red. Repsol, BBVA, Iberdrola, Ecoembes y un largo listado de grandes empresas, fundaciones privadas y agencias gubernamentales han hecho suyo el término con un único objetivo: que todo cambie para que, en el fondo, nada cambie. Y es que cuando se buscan datos concretos de los avances de la circularidad, las promesas se diluyen. No es que el reciclaje no funcione ni que no se haya mejorado en el uso eficiente de materiales, pero los avances están muy lejos de alcanzar lo que se pretende.
Un análisis del World Resources Institute señala que la industria prefiere, en general, utilizar materiales vírgenes y no reciclados, que es imposible reducir a cero los residuos y ser totalmente circulares (porque en el proceso de reciclaje siempre hay que añadir nuevos recursos, como agua o energía fósil) y que el impacto del consumo seguirá aumentando mientras este siga creciendo. Es decir, si continuamos produciendo moda o tecnología de usar y tirar, el impacto ambiental y social del consumo seguirá siendo altísimo, por muy circulares que seamos.
Pero esto no es lo que nos trae aquí, porque la economía circular sí que existe. Solo que no la hemos inventado los humanos: lleva millones de años cambiando y evolucionando a nuestro alrededor. En la naturaleza, nada se desperdicia y los recursos se mueven a través de una cadena optimizada y eficiente de verdad. Quizá sea hora de asumir que el planeta nos lleva demasiada ventaja a la hora de hacer un uso sostenible de los recursos.
Donde todo empieza (y acaba)
La sabana africana es una protagonista habitual de los documentales. Las llanuras de Kenia y Tanzania siguen siendo ese lugar relativamente inalterado donde sobreviven los últimos ejemplares de la megafauna que una vez dominó el planeta. Allí, como nos enseñó El rey león, la vida sigue un ciclo sin fin que se reinicia, una y otra vez, con cada temporada de lluvias, con cada gran migración y con cada cacería.
Cuando las leonas atrapan un antílope, por ejemplo, los primeros en comer son los miembros de su manada. Después, poco a poco, empiezan a llegar otros comensales. Los carroñeros como las hienas o los buitres compiten por los restos de carne, pero hay un ejército de seres que también se pone las botas. Las bacterias van descomponiendo los tejidos y los insectos invaden el cadáver en busca de un lugar donde depositar sus huevos y en el que sus larvas puedan alimentarse.
Cada especie está especializada en una fase de la descomposición. Algunos, como los escarabajos derméstidos, son capaces de alimentarse de cualquier resto de piel o pelo, dejando solamente el esqueleto. Los huesos se descomponen más lentamente, con la ayuda de hongos y bacterias, y los componentes que no sirven de alimento a nadie acaban reaccionando con los ácidos del ambiente y pasan a formar parte del suelo. Allí, vuelven a ser consumidos por los seres que viven en él, incluyendo las plantas de las que volverá a alimentarse en algún momento otro antílope.
Pero este no es el único camino por el que podemos seguir el ciclo de nutrientes. El antílope se alimenta de gran cantidad de materia vegetal, pero no la aprovecha toda. Su organismo desecha una parte importante en forma de heces, y en la naturaleza nada se desperdicia. «Los escarabajos peloteros son uno de los mejores ejemplos de recicladores de nutrientes. El estiércol de los animales más grandes tiene un valor nutricional relativamente pequeño para la mayoría de las criaturas, pero no para ellos», explica Paul Manning, profesor del departamento de plantas, alimentación y medioambiente de la Universidad de Dalhousie, en Canadá.
«Estos escarabajos coprófagos usan su aparato bucal para alimentarse del componente líquido rico en microbios del estiércol. Y sus larvas se alimentan del material vegetal no digerido en las heces, que es principalmente celulosa. Juntas, la actividad de alimentación de las larvas y los escarabajos adultos eliminan los desechos animales del medio ambiente, al mismo tiempo que convierten un alimento de baja calidad, los desechos, en un alimento de alta calidad, biomasa en forma de nuevos insectos que está llena de proteínas, energía y grasas para otros animales», añade el investigador.
La circularidad real de los nutrientes
La descomposición es la pieza central del ciclo de nutrientes, pero no es la única. En él intervienen también los ciclos biogeoquímicos, a través de los que la parte inerte y la parte viva del planeta se relacionan para intercambiar compuestos de carbono, nitrógeno o fósforo. Algunos seres vivos, como las plantas y las bacterias, son capaces de fijar esos nutrientes inorgánicos del entorno. Otros se encargan de descomponer los compuestos orgánicos en piezas diminutas que puedan ser aprovechadas por los demás. Y otros están en el medio, alimentándose y manteniendo el ciclo infinito en marcha.
Esta red compleja de interacciones circulares ha ido extendiéndose a través del planeta con el objetivo de optimizar el uso de los recursos finitos gracias al aporte de energía del único recurso «infinito» que hay en la Tierra: la luz solar. Millones de años de evolución han producido un sistema en equilibrio en el que nada se pierde. O nada se perdía hasta que los seres humanos empezamos a aumentar las tensiones del sistema y convertimos la circunferencia en línea recta.
«Los humanos modificamos el ciclo natural de los nutrientes de muchas formas, pero la más importante es mediante los procesos químicos que introducen grandes cantidades de nutrientes reactivos en el medioambiente», señala Paul Manning. «El mejor ejemplo es probablemente la conversión de gas de nitrógeno no reactivo de la atmósfera en fertilizantes a base de amoníaco. El mal uso de los fertilizantes nitrogenados puede causar problemas muy serios en los ecosistemas acuáticos al generar floraciones de algas que en última instancia causan zonas muertas pobres en oxígeno, mientras que en otros casos genera emisiones de óxido nitroso, un potente gas de efecto invernadero».
El aumento de la erosión en algunas zonas agrícolas (que arrastra los nutrientes lejos de los campos hacia ríos y océanos), la eliminación de los procesos mediante los que los herbívoros abonan el mismo terreno en el que se alimentan o el uso intensivo de pesticidas y la contaminación que acaba con muchas de las especies de recicladores naturales interrumpen también el ciclo de los nutrientes. Todo esto, a su vez, afecta a nuestras propias actividades, mucho más conectadas con los ciclos naturales de lo que a veces creemos.
«Estamos en medio de una crisis de biodiversidad. A medida que las actividades humanas impactan de forma negativa en la biosfera, algunas especies pagan el precio. Dado que la abundancia y la diversidad de los organismos que sostienen el ciclo de nutrientes se está viendo afectada, es probable que se reduzca la capacidad de los sistemas naturales de proporcionar las funciones esenciales de las que todos dependemos», concluye el investigador canadiense. Mientras buscamos reinventar la circularidad, seguimos abriendo una brecha en los ciclos que sostienen la vida en el planeta.