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El hambre que siempre vuelve

Finlandia, 1862. Un verano frío y heladas que llegan antes de tiempo dañan parte de los cultivos. En 'El año el hambre' (Libros del Asteroide, 2018), Aki Ollikainen describe a través de una ficción cruda y desgarrada aquellos días.
Kallerna/Wikicommons Foto: Nieve en el bosque

El hambre es esa cría de gato que Lauri el Sauce metió en un saco y ahogó en un agujero en el hielo. Araña con sus diminutas uñas y causa un dolor punzante, luego un nuevo arañazo y otro más, hasta que el minino se cansa y desciende al fondo del saco y allí pesa, empuja el saco hacia abajo, retoma fuerzas y comienza un nuevo ataque. Dan ganas de levantarlo, pero araña con ahínco y uno no se atrever a meter la mano en el saco. No queda otra que aguantar los zarpazos o meter el saco en el hielo, ahogar a la cría en el agua helada.

Finlandia, 1862. Un verano frío y heladas que llegan antes de tiempo y que dañan parte de los cultivos. Las cosechas de los años venideros, 1863 y 1864, no escapan de la mala suerte y en 1865 vuelve el frío veraniego, con temperaturas entre 8 y 10 grados más bajas de lo habitual. En los archivos está registrado que el 18 de junio el norte del país aún permanecía helado. Los cereales se agotan y las cosechas no dan más de sí. Las patatas empiezan a parecerse a los arándanos y las carreteras empiezan a llenarse de mendigos. Las caravanas del hambre. El país nórdico se prepara para una de sus peores hambrunas.

Las fuertes lluvias de 1866 no ayudaron y en 1867 se desató el desastre: uno de los más oscuros y sombríos episodios del país nórdico y que aún se recuerda en los libros de texto: una hambruna que se llevaría por delante la vida de unas 200.000 personas, algunas fuentes indican que fue entre un 10 y un 15% de la población, otras, del 15 al 20%. El gobierno, que reaccionó tarde a la tragedia, intentó importar semillas y harina de Rusia, comprar grano al extranjero y organizar centros de ayuda, pero todas esas iniciativas se mostraron yermas.

Una novela para hacer memoria

En los márgenes de los caminos se hallan cadáveres, con el rostro frío e incoloro. Los de aquellos que dejaron sus aldeas para intentar alcanzar algunas “casa de pobres” en la ciudad. El frío, el viento y la nieve hace que Marja y sus dos hijos Mataleena y Juho emprendan un viaje hacia San Petersburgo. “A Marja no le pasa por la cabeza que en la ciudad del zar permitan a alguien pasar hambre. En San Petersburgo hay suficiente pan para todos”.

Este es el hilo argumental de El año del hambre (Libros de Asteroide, 2018), una novela histórica escrita por Aki Ollikainen (Äänekoski, Finlandia, 1973) y que narra con crudeza la hambruna finlandesa, uno de los últimos grandes desastres naturales de Europa.

Escrito – y traducido- con belleza, Ollikainen consigue recrear de manera muy verosímil aquellos días de estómagos vacíos y muerte en los que toda Finlandia temblaba no solo de frío, sino también de cansancio y hambre. Aquellos días en los que, los que no tenían pan, se echaron a los caminos bajo los cielos del color de ojos de serpiente. Los deambulantes, peregrinos de una causa perdida, mendigos mendicantes en busca de un currusco de pan. “Aunque supongo que no hay nada en ningún sitio, da igual en qué dirección vayáis. Perseguís fuegos fatuos, pero qué le vais a hacer”. Es esta una novela de cuerpos apaleados por el hambre y las enfermedades, harapientos en busca de algo, en buscade todo, en busca de nada.

Aparece, a lo largo de la novela, Steinbeck (Estados Unidos, 1902-1968) y aquella maravilla suya Los vagabundos de la cosecha. Entre 1931 y 1939, las tormentas de polvo y la sequía barrieron los estados del medio oeste americano: Texas, Oklahoma, Nebraska y Kansas. Por aquél entonces, los campesinos lidiaban con el crac del 29, sobreviviendo a partir de una economía de subsistencia que pronto se transformó en una economía de la nada. Entre 1935 y 1938, unos 400.000 granjeros emigraron a la soleada California, donde se encontraron con desprecio de la gran mayoría de sus compatriotas. 

Steinbeck, en un alegato social de primera orden, lo recogió en una serie de reportajes para el The San Francisco News, en 1936. Acompañado de las fotografías de Dorothea Lange (1895-1965), Los vagabundos de la cosecha es la narración de los protagonistas de El año del hambre, pero también la narración de todos aquellos deambulantes que actualmente se ven obligados a abandonar sus hogares a causa de la inseguridad alimentaria, como el medio millón de personas en África oriental y central que ha tenido que huir de sus casas a causa de las inundaciones y la plaga de langostas que ha arrasado con todos los cultivos de la región.

También retrotrae esta novela a El hambre (Anagarma, 2015) del maestro Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957), un recorrido por diferentes países en los que el escritor y periodista argentino revisa las causas y las consecuencias que tiene la falta de alimentos.

Nada es, todo es blanco

Entre el gruel flojo que se sólo a veces se transforma en gachas, el color que se escapa de los rostros y las ensoñaciones causadas por el hambre, el lector queda atrapado en un paraje desolador, intentando comprender un misterio de la vida, que en la novela se narra solo a través de la muerte. 

Y blanco, sobre todo el blanco, a pesar del negro de la muerte. “El color de la muerte es el blanco. En los entierros, se viste de negro; los vivos se visten. También el difunto va de negro, pues está ataviado con las mejores ropas que poseyó en vida, pero su rostro siempre es blanco. Cuando el alma abandona a una persona. solo queda el blanco”. El blanco de la nieve. El blanco de la muerte. El blanco de la harina.

Por aquí no ha habido otra cosa que moler que huesos de animales. Ni un grano, solo huesos, roídos hasta dejarlos blancos. A veces pienso que cuando a ese de ahí le llegue la hora de abandonar este mundo, también le moleré los huesos para una harina fina.

Ecos actuales

Si algo tiene la novela son los ecos actuales que genera, más en la situación que se vive en todo el mundo causado por la COVID-19 y gracias a la cual estamos descubriendo que vivimos en un sistema interdependiente en el que no podemos subsistir como individuos. Ni como naciones. “Es su misión ocuparse de que la masa madre se transmita a la siguiente generación, para que no haya que comer siempre pan extranjero”, se lee en algún momento del texto. Nada más lejos de la realidad.

Dos historias se entrelazan, en El año del hambre: la de Marja y sus hijos y la de los hermanos Renqvisst, un médico y un político que se ocupan de cosas mundanas mientras sus compatriotas se mueren de hambre en heniles abarrotados de esqueletos abandonados cuyo destino es una fosa común. Muy parecido a lo que pasa actualmente, condensado en una frase que cobra una vigencia extraordinaria y de la que los que nos dedicamos a esto no podemos dejar escapar: “Ese que sufre hambre mientras nosotros andamos haciendo poemas: que la mitad de harina sea de corteza de pino, pues la helada se llevó el grano del vecino. (…) No somos pueblo, Matías, nunca cruzaremos esa línea que hay entre el pueblo y nosotros”. Demoledor.

Al final del libro, una frase que en estos días viene al dedo: “No podemos situar la felicidad individual por delante del futuro de la nación”.

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