«El cine se olvida de los colectivos más implicados en la lucha climática: las mujeres y los jóvenes»

Entrevista con David Vicente Torrico, doctor en Comunicación por la Universidad de Valladolid que ha vertebrado su tesis en torno a la relación entre el séptimo arte y la crisis climática.
Foto: Fotograma de la película ‘El día de mañana’.

Cuando David Vicente Torrico vio el célebre documental de Al Gore Una verdad incómoda se propuso estudiar qué había detrás del guion, del mensaje y de la audiencia a la que este tipo de películas se dirigían. Al fin y al cabo, todo largometraje busca implicar al espectador con un mensaje claro y en pos de una empatía. Sin embargo, en el caso de la emergencia climática, ese propósito trasciende la identificación con un mero protagonista o una historia, y persigue, con mayor ambición y desde un relato estudiado, la toma de conciencia, de posición y de llamada a la acción frente a la situación del planeta.

Tras varios años de análisis, estudios y visionados, este doctor en Comunicación por la Universidad de Valladolid cuenta con la tesis El cambio climático en el cine. ¿Representación social o ficción argumental? Presentada en 2019, la investigación, hasta la fecha la única en España que analiza el cambio climático desde la narrativa cinematográfica, pretende arrojar claves en torno a la construcción de relatos a propósito de las crisis climáticas, las herramientas de empatía con situaciones y personajes o los ‘debes’ que han de asumir las películas (documentales y de ficción) a la hora de trasladar adecuadamente una situación de estas características.

Su tesis hoy está embargada, a la espera de convertirse en un libro, pero la divulgación climática de Vicente y la relación de esta emergencia con el cine aún siguen vigentes. El autor planea crear próximamente una serie de “píldoras educativas” para su difusión en formato vídeo a través de redes sociales, y actualmente participa en encuentros que acercan la ciencia a los jóvenes, como Climántica; un campus que acaba de celebrar su cuarta edición en Aveiro (Portugal) y que aborda la educación ambiental mediante la elaboración de cortometrajes o actuaciones musicales, y cuyo objetivo más reciente se centra en la producción de un largo con financiación de la Unesco y de la Unión Europea.

La emergencia climática, ¿mejor en documental o en ficción?

La tesis parte de la premisa de que el cine es espectáculo, y donde más producción hay es en la ficción. Por otra parte, el documental es más analítico, pero el gran público no asiste tanto a verlo. Sin embargo, no se puede discutir que el cambio climático es un fenómeno muy complejo, que lleva mucho tiempo comprenderlo, desarrollarlo, ver sus efectos… Por tanto, es complicado condensarlo en dos horas, y el mensaje final en cualquier ficción suele quedarse en la superficie; apenas se profundiza en la raíz del problema.

¿Cómo se conciencia de la emergencia climática al público desde una película de acción?

Es difícil, como digo, por muchos puntos coherentes que pueda haber si la película apenas se limita a pasar por encima. Existen estudios de audiencia que miden, a través de experimentos, cómo un filme puede afectar a las actitudes, percepciones y comportamientos de los espectadores. En el caso que nos ocupa, un estudio de 2004 firmado por Anthony A. Leiserowitz, de la Universidad de Yale, analizaba el impacto que había generado en la conciencia climática del gran público un blockbuster [taquillazo] como El día de mañana, de Roland Emmerich. Estudiaba la percepción del riesgo, la manera que tenía el espectador de entender cómo funciona el clima, su preocupación a propósito del calentamiento global, su intención de emprender pequeñas acciones después de ver la película, o su confianza en grupos de la esfera pública como la administración Bush, la NASA, la EPA, los ecologistas o el gremio científico.

El filme de Dennis Quaid es una de las obras más citadas, o más recordadas. ¿Cuál fue su relevancia?

A nivel científico se criticó mucho, tuvo mucha contestación. Acaparó toda la atención mediática y contó con numerosos detractores. Hubo hasta campaña en contra de ella. Películas como El día de mañana generan mucho impacto, y aunque esa tuvo aciertos, como el de presentar la figura del científico que avisa de lo que va a suceder y cómo la sociedad reacciona tarde, a las pocas horas de verla se olvida, se pasa la fiebre ecologista.

¿Cuáles son los principales errores de esta clase de películas?

Historias como El día de mañana, La tormenta perfecta… nos sitúan directamente en el clímax. No sabemos cómo hemos llegado al problema, solo queremos escapar de él. Naturalmente, tampoco se busca a los responsables ni se acusa a ningún culpable. Nos está mostrando cómo reaccionamos ante una crisis climática, pero no cómo llegamos hasta aquí ni cómo se puede intentar evitar el problema. Las soluciones que estas películas nos plantean son para poner tierra de por medio. Si queremos pensar en medidas como la creación de infraestructuras eficientes o la apuesta por la energía renovable, estas son herramientas que apenas se muestran en el cine de ficción: para encontrarlas tenemos que recurrir a los documentales.

¿Tienen más aciertos los documentales?

Representan el cambio climático mucho mejor, y sí, tienen más virtudes. El problema de estas películas es que la gente no las va a ver. Y es una pena porque muchas reflejan mensajes en positivo, empresas implicadas en la lucha contra el cambio climático, autoridades que se toman en serio las amenazas… Son elementos que el uso de estereotipos en la ficción, por desgracia, no permite ver. Pero documentales como Mañana (Melanie Laurent y Cyril Dion, 2018), Recetas para el desastre (John Webster, 2008) o No impact man (Laura Gabbert y Justin Schein, 2009) transmiten mensajes positivos y gestos que nos ayudan en nuestro día a día, cuantifican nuestra huella ecológica, y nos hacen ver que cualquier tontería rutinaria tiene impacto, nos dan herramientas para cambiarlo… A nivel educativo es más eficaz, pero cuesta digerirlo más que si consumimos un producto destinado al ocio.

¿Hay un punto medio entre ambas propuestas donde encontraríamos la virtud?

Trasladar a un producto de ficción esa clase de documentales, como los de Al Gore o Leonardo DiCaprio, que son ponencias grabadas o reportajes televisivos algo más largos, sería la combinación perfecta: el conocimiento y el rigor con el atractivo de la ficción audiovisual. Hoy por hoy, uno se queda corto a la hora de atrapar al espectador medio, mientras que el otro carece de la profundidad necesaria.

Volvamos a la ficción. ¿Es más efectivo el relato si la emergencia climática es tangencial a la trama o si es vertebral?

Pienso que tendría que ser el tema nuclear. Hay muchas películas que parten del Katrina, como Bad Lieutenant: Port of Call New Orleans, y no tienen nada que ver con la emergencia climática. Si no lo sitúas en el eje de la acción, es una circunstancia secundaria que casi siempre pasa desapercibida. Sucede también en el biopic Soul Surfer, cuando la protagonista dedica un momento a colaborar con las víctimas del tsunami de 2004. Si en una película de dos horas, como El día de mañana, el efecto se diluye en dos semanas, imagínate con aquellas en las que la cuestión climática apenas sea una escena.

¿Y hay alguna diferencia entre el cine de taquillazo y el de autor?

Para mí suelen seguir los mismos patrones en el mensaje, aunque en inversión y rentabilidad hay un salto abismal. Prefiero distinguir entre esas películas que mencionábamos al principio, que empiezan directamente con el clímax, y las que llamo “de recorrido completo”. Entre estas últimas destacaría Chloe and Theo, que con unas pinceladas emotivas te hace entrar en el juego y te acercan al fondo de la cuestión climática muy sibilinamente. O Tierra prometida, con Matt Damon, un actor además muy implicado en la crisis climática.

¿Y qué rol desempeña, en la concienciación climática, la cinematografía nacional?

En España también tenemos películas como ¿Para qué sirve un oso?, que pone el foco sobre el problema del deshielo en los polos, cómo ha cambiado el ecosistema del norte de España y su clima, y además toca el reciclaje y el derroche de recursos. Hay una escena en la que Javier Cámara describe el cambio climático a los niños de una forma muy palomitera, en un tono muy gráfico que condensa la iconografía. En dos minutos hace una exposición brillante del tema. Otro largometraje que también me parece muy interesante es Cenizas del cielo, que ambientada en Valle Negrón se construye en torno a la protesta ciudadana para que cierren una central térmica. Es una película que nos pone la tesitura de qué haríamos nosotros en su lugar, pero aquí además hay personas que pasan a la acción.

Tiene que existir una serie de reglas, o rasgos, que nos faciliten como espectadores esa empatía, ¿no?

Así es, y muchas de ellas son afines a los principios de periodismo climático listados por Covering Climate Now y dirigidos a los medios de comunicación: ver a semejantes en entornos reconocibles y con historias que nos puedan afectar a nosotros. Es conveniente que sean escenarios que conecten de verdad con el público: ¿cuántas veces y de cuántas maneras hemos visto caerse la Estatua de la Libertad? Sin embargo, a alguien de fuera de Estados Unidos no le conmueve igual esa imagen. De una forma similar, los países sin tecnología para defenderse, aquellos que más sufren los efectos de las crisis climáticas, apenas salen representados.

Son importantes los escenarios, pero también las situaciones.

Es que la preocupación por el entorno no suele estar presente en las películas, y otra de las claves de la tesis es que el cine debe enseñarnos gestos cotidianos para llevar a cabo como espectador. Si la única solución es irnos volando a otro planeta, como en Wall-E, pues de poco nos sirve. El cine haría una comunicación más efectiva si transmitiese cómo pequeñas acciones pueden mitigar el problema, pero es importante sentir que nos toca a nosotros, porque seguimos percibiendo el cambio climático como algo lejano, en el tiempo o en el espacio. Esa iconografía popular de la Estatua de la Libertad nos ha hecho mucho daño; cuando las sequías en España, los incendios o incluso el precio de la luz son circunstancias vinculadas al clima y están relacionadas con el relato.

¿Qué relevancia pueden tener los diferentes personajes de una película para empatizar con ellos?

Uf, los personajes… Una de las cosas que detecté en mis análisis era que el 80% de los protagonistas son varones caucásicos de mediana edad. El cine se ha olvidado de los colectivos más implicados en la lucha climática: las mujeres y los jóvenes. Que no haya papeles protagonistas femeninos es un fallo bastante grande. También falta, claro, la representación de otras etnias: siempre es occidental el protagonista, y hay una parte significativa del planeta que mira a los rasgos de quien se encuentra en la pantalla y ve que son opuestos a los suyos. Yo apostaría por la diversidad y la inclusión: el cine es un juego de identificaciones, y poder experimentar a través de la pantalla cómo reaccionaríamos a aquello que se nos muestra tiene que trascender al prototipo del héroe estadounidense. En cualquier caso, lo más efectivo es mostrar a personas, sobre todo en relatos de animación: tener animales con rasgos humanos no funciona, y los ositos o perritos chocan enseguida contra esa barrera psicológica. Es más efectivo si se enseña el impacto sobre las personas: cuanto más identificados nos sintamos, más nos va a implicar.

¿También en las películas para niños y niñas?

Distingo entre películas dirigidas a un público infantil y las que son para todos los públicos. Entre las primeras destaco Ice Age 2, que tiene un mensaje muy edulcorado y suave; incluso con tintes de comedia, pero que no baja al fango, se queda en la superficie. Entre las segundas hay relatos más elaborados como Lorax: en busca de la trúfula perdida, o Animals United. Pero, por lo general, en el cine de animación también se pasa muy por encima del mensaje, con personajes estereotipados, mensajes machacones, la música… Al final no hay mayor profundidad, los niños suelen ser el público más esponja.

¿Ha habido alguna evolución visible a lo largo de las décadas con respecto a la postura de los relatos cinematográficos frente a la crisis climática?

Al principio de la historia del séptimo arte hay una fascinación por la naturaleza, con documentales como Nanuk, el esquimal, que inmortalizaban paisajes. En los años cincuenta surge una visión más crítica, sobre todo a propósito de la energía nuclear y los riesgos que conlleva: ahí aparecen las mutaciones, los residuos, Godzilla, las ranas gigantes… Esas alteraciones tienen mucho que ver con los miedos de la gente en cada momento. Más adelante, en los años setenta, tienen lugar tanto la deforestación como la superpoblación: la generación del baby boom se llevó al cine en una de las películas más características de su época; Soylent Green: cuando el destino nos alcance, que muestra un mundo que agoniza donde la población se ha multiplicado y los recursos escasean… Ya por último, a partir del nuevo milenio, el enfoque cambia, se asume que es inevitable que el planeta colapse, y el cine se centra en los desastres, la evacuación, la búsqueda de exoplanetas…

¿Un relato apocalíptico desmoviliza o moviliza?

Pienso que asumir un punto de vista catastrofista desmoviliza. Yo abogaría por mostrar que aún estamos a tiempo y enseñar lo que se debe hacer. Está cuantificado en prensa: el mensaje debe ser positivo, evitando catastrofismos, mostrando a las personas realizando acciones para enfrentar problemas, no como simple víctimas… Ahí es donde estaban las mujeres y la juventud de la que el cine se había olvidado como protagonistas de las historias sobre emergencia climática: como víctimas. Y, como espectadores, nosotros mismos ya asumimos ese rol: se cierra el relato básicamente diciendo que no hay nada que hacer para cambiar el futuro.

Y dado que nos escamotean cómo hemos llegado hasta aquí, no se señala a los culpables…

No se suele acusar a nadie, queda desierto quién nos ha traído hasta esta situación. Hay alguna excepción. En Lorax vemos un fabricante de bufandas que tala un bosque entero para conseguir las semillas y se ve cómo destruye el ecosistema. También hay otro empresario, el mandamás del pueblo, que explota la contaminación vendiendo aire embotellado. No es fácil encontrar en el cine de ficción ejemplos que apelen a las empresas, salvo en los setenta, cuando la tala de árboles de la Amazonia o el nacimiento del movimiento sindicalista frente a la protección de especies y bosques. Sí, si sale algún empresario es antagonista, pero no aparecen con frecuencia. Como no vemos quién nos trae hasta aquí, no hace falta culpable. También opino, aunque esto es un juicio muy personal, que una industria como el cine difícilmente criticará a quien tiene el dinero. No es sencillo morder la mano que te da de comer. Es una dinámica parecida al papel de ciertos medios de comunicación y su publicidad.

Unos villanos en los que no escatima el cine son los medioambientales.

Los ejemplos son incontables: el falso protector de la naturaleza que intentaba controlar el agua comprando reservas de la naturaleza en Quantum of Solace, la superpoblación a la que quería erradicar Thanos en Infinity War, el villano de Inferno o el friki de Kingsman: servicio secreto. Te hacen desconfiar de la gente que se implica, desvirtúan su papel… Podríamos pensar que quizá el fondo no es del todo malo, sino sus formas; que el inconveniente es que sean ellos quienes, además, decidan quién vive o quién muere… En cualquier caso, el mensaje acaba flotando.

La tesis también sostiene que a la conciencia climática se puede llegar a través de la literatura o de los videojuegos.

La educación ambiental puede alcanzarnos desde los libros de texto y los informes científicos, pero puede llegar también a través del cine, de cómics como Rompenieves, de las redes sociales… del ocio en general. El primero de los ámbitos en los que se manifiesta este nuevo género es la literatura, ya que en el año 1977 aparece la primera novela con referencias al cambio climático: Heat, de Arthur Herzog, una obra en la que contrapone los intereses electorales con la urgencia de actuar frente a la amenaza que representa la liberación del CO2 almacenado en los océanos, un fenómeno climático que desembocaría en una catástrofe global.

¿Y qué sucede con los videojuegos?

A diferencia de los medios de comunicación tradicionales o el cine, en los que la audiencia desempeña el rol de consumidor pasivo, en los videojuegos el individuo se sumerge en el relato de la mano de sus personajes y experimenta por sí mismo las situaciones que se le plantean, unos retos que serían difíciles de afrontar en su vida real. A través de la gamificación, de la superación de pruebas y la consecución de recompensas, los simuladores medioambientales permiten ampliar el conocimiento sobre el cambio climático, concienciar sobre sus causas y consecuencias, estimular la adopción de soluciones, despertar emociones y reflexiones críticas y, en última instancia, fomentar el cambio de actitudes y comportamientos. La importancia que están alcanzando este tipo de experiencias se manifiesta en el interés que han despertado a nivel académico, con la creación del grupo de investigación Gaming the future of climate communications; o a nivel institucional, con el proyecto Climate Reality, promovido por el ex vicepresidente norteamericano Al Gore.

Por lo tanto, ¿hay que mirar al ocio, más allá de las comunicaciones oficiales?

La clave es explorar otro tipo de mensajes que lleguen al margen de círculos políticos, científicos y mediáticos: estos tienen sus temporalidades y sus agendas, que no coinciden con la del planeta. Pero las fuentes de ocio son útiles también, se pueden aprovechar bien porque llegan más a la gente, les pilla con las defensas bajas.

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