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Jaime Vindel (Madrid, 1981) es una de las voces más interesantes del ecologismo político nacional. Sus líneas de investigación, ingeniosas y novedosas en los debates internacionales, tratan de unir la crítica al capitalismo fósil con la creación de imaginarios emancipadores. Doctor europeo en Historia del Arte y máster en Filosofía y Ciencias Sociales, es investigador del Programa de Ayudas Ramón y Cajal del Instituto de Historia del CSIC. Es autor de cinco libros y también ha coordinado volúmenes y números en revistas académicas. Esta entrevista ha sido realizada en el marco de un proyecto sobre populismo climático de derechas del The Center for the Advancement of Infrastructural Imagination (CAII).
¿Puedes definir tu concepto de cultura y estética fósil? Estaría bien conectar tu postura sobre la importancia de los estudios culturales con los debates actuales en el eco-modernismo.
Los dos últimos libros que he escrito (Estética fósil. Imaginarios de la energía y crisis ecosocial y Cultura fósil. Arte, cultura y política entre la Revolución industrial y el calentamiento global ) forman una especie de díptico. Ambos tratan de reflexionar sobre los aspectos estéticos y culturales del capitalismo fósil, estableciendo un diálogo con la obra de autores como Andreas Malm. Y lo hacen jugando con una doble dimensión tanto de la estética como de la cultura.
En un sentido restringido, la estética remite a la teorización y la experiencia del arte en un ámbito determinado de la vida moderna, que por simplificar podríamos relacionar con la institución del museo. En cuanto a la cultura, ese sentido reducido se refiere al campo cultural, con toda su variedad de producciones artísticas, literarias, musicales, etc. Resulta interesante indagar en la interacción con el desarrollo de la modernidad industrial de estos dos sentidos más acotados de la estética y la cultura, pero no deberían agotar la reflexión.
Desde el punto de vista de los proyectos políticos emancipadores, es más relevante analizar cómo esa modernidad industrial ha afectado a una dimensión más amplia de la estética y la cultura. En ella, la estética no remitiría únicamente a la percepción que hacemos de las obras de arte, sino a la relación sensorial (sensible) que mantenemos con el conjunto de la realidad. En relación a la cultura, esta no se limitaría a la esfera cultural, sino que abarcaría toda una serie de discursos e imaginarios que conforman nuestra experiencia social.
¿Cómo encaja la teoría de Andreas Malm en las conclusiones de tu trabajo?
La contribución de Malm resulta reveladora al ofrecer una interpretación sociopolítica del origen de la modernidad fósil y sus repercusiones sobre aspectos de la crisis ecológica como el cambio climático. Malm sugiere que el recurso al carbón en la fase paleotécnica de modernidad industrial no se debió a su menor coste o a su mayor eficiencia energética. En cambio, se relacionó con factores asociados al incremento de la productividad y a la concentración y politización de las masas obreras en las ciudades, un proceso que concilió la explotación intensiva de la fuerza de trabajo con conquistas sociales como la jornada laboral de 10 horas.
Creo que esta lectura se debe complementar con el papel desempeñado por las imágenes y los imaginarios durante la modernidad fósil. Estos han servido para normalizar una percepción del universo en la que se ha naturalizado la relación entre el uso de los combustibles fósiles, el desarrollo tecnológico y los discursos del progreso. Esa percepción configura una suerte de inconsciente cultural fuertemente arraigado en las cosmovisiones colectivas de los últimos dos siglos y del que abreva en la actualidad el eco-modernismo.
El objetivo principal de los dos libros es complementar las narrativas del capitalismo fósil, examinando cómo las imágenes del arte y la cultura visual, así como los discursos culturales, han contribuido a normalizar esas cosmovisiones. Entiendo ese ejercicio como una deconstrucción crítica de los imaginarios, que permita avanzar en su descarbonización.
Podrías ilustrar qué rol juega la tecnología (en tu libro hablas de la “utopía hidráulica”) en la genealogía que realizas desde el siglo XIX. O, por decirlo de otro modo, ¿cómo dialoga la técnica con el pasado y el presente?
Una aportación importante en mi enfoque proviene de la obra de Alf Hornborg. Hornborg plantea que nuestra concepción de la tecnología invisibiliza su relación con el intercambio desigual de materiales y energía a nivel global. El diseño pulido de nuestros dispositivos tecnológicos (móviles, portátiles, etc.), pero también de las palas eólicas, fomenta esa abstracción respecto a la procedencia de los minerales que los componen y a las condiciones de trabajo que facilitan su extracción en los países del Sur. Si bien esta dinámica extractivista precede a la modernidad industrial, se intensifica con ella. En buena medida, tanto Estética fósil como Cultura fósil tratan de hacer aflorar a la superficie aquello que en la historia de las imágenes y los imaginarios de la modernidad industrial ha tendido a permanecer oculto. Se mueven, por así decirlo, en esa dialéctica entre lo visible y lo invisible. En ambos ensayos también retrotraigo esa dialéctica al contraste entre la diafanidad y la transparencia de los espacios estéticos y culturales para la contemplación (como los museos y los invernaderos de las exposiciones universales) y la suciedad y opacidad de la fábrica fósil, asociada metafóricamente al Infierno del trabajo en los imaginarios del siglo XIX.
La tecnología para descarbonizar imaginarios o para solucionar según qué problemas es bastante problemática si no enfrentamos los discursos digitales solucionistas, aquellos que creen que la tecnología es una solución mágica para ciertos problemas, especialmente en el ámbito de la descarbonización, o aquellos que abogan por la geoingeniería. ¿Cuál es tu postura sobre el papel que debe desempeñar la tecnología?
Considero que hay un peligro en llevar al extremo esa crítica del “fetichismo tecnológico” que plantea Hornborg. Debemos ser precavidos ante la posibilidad de caer en posiciones tecnofóbicas, un riesgo que percibo en algunas opiniones relativas al despliegue actual de las energías renovables. Si bien este proceso de transición energética necesita ser examinado y discutido en diversas escalas y espacios sociales debido a su complejidad y a sus efectos potencialmente negativos, no soy contrario a la implementación de innovaciones tecnológicas que permitan combatir el calentamiento global.
Lo que sostengo es que la tecnología no puede ser el núcleo de los debates y narrativas sobre la necesidad de avanzar hacia una transición ecosocial justa. Muchos discursos, como las visiones exaltadas de la geoingeniería o el eco-modernismo, ponen demasiado énfasis en la tecnología, dejando de lado las estructuras sociales. Discrepo con ese enfoque tecnolátrico, que en Cultura fósil remonto a los imaginarios, tan fascinantes como delirantes, del biocosmismo ruso. Para los biocosmistas, la posibilidad de alterar técnicamente el clima del planeta, así como el proyecto interplanetario de conquista del universo, por el cual la vida humana se debía implantar en el conjunto del cosmos, se presentaban en clara continuidad con la matriz colonial de la modernidad y con las utopías energéticas que en el siglo XIX habían emergido a través de la triada compuesta por la ciencia termodinámica, los combustibles fósiles y los desarrollos tecnológicos asociados a la máquina de vapor. Esa fe ciega en la tecnociencia, que para los biocosmistas entrañaba la promesa de resucitar a todas las generaciones muertas, ha pasado a poner en riesgo, al menos desde la invención de la bomba nuclear, la existencia de todas las generaciones por venir.
En tu libro profundizas en el papel de las ficciones, especialmente en una construcción literaria, basada en el colonialismo, que puede verse en la visión de la tierra de la vanguardia rusa. ¿Podrías hablarnos sobre el papel que desempeña la ciencia ficción en nuestra comprensión de los problemas climáticos actuales? Has mencionado que por cada Ursula K. Le Guin o Kim Stanley Robinson, encontramos cien guionistas de series distópicas como The Walking Dead que nos presentan un futuro donde la crisis ecológica parece haber superado a la humanidad y no tenemos nada que hacer.
La ciencia ficción a menudo nos presenta horizontes apocalípticos que pueden dejarnos sin herramientas para imaginar futuros alternativos. Lo que me cautivó de El Ministerio del Futuro de Stanley Robinson, más allá de ciertos aspectos discutibles como la importancia que asigna a la geoingeniería o su confianza excesiva en el papel que puedan jugar instituciones supranacionales como la que da título a la novela, es su capacidad para visualizar las complejidades de una transición ecosocial hacia un futuro no necesariamente utópico, pero sí más esperanzador. Su imaginación política integra avances y retrocesos, fricciones y límites, escalas que van desde las instituciones globales hasta el activismo medioambiental, incluyendo acciones terroristas. Todo eso otorga una fuerza vívida al proceso de transformación socioecológica que describe. Y nos devuelve una imaginación estratégica (la capacidad de imaginar cómo llegar desde nuestro presente a un futuro hipotético) que solía tener más presencia en las utopías del siglo XIX. Me recuerda a Noticias de ninguna parte, de William Morris, quien imaginaba la transición al socialismo en Inglaterra destacando los avances, retrocesos, contrariedades y resistencias que se presentan en cualquier proceso revolucionario. En mi opinión, es una perspectiva que no solo está ausente en muchas obras de ciencia ficción inclinadas hacia proyecciones más apocalípticas, sino que también se ha perdido en la práctica política emancipadora. Es fundamental recuperar esa imaginación estratégica, que tendió a diluirse en el contexto posterior a 1989. Como afirmo de manera provocativa en Cultura fósil, la ética ecologista tiene muy buenos motivos para olvidar el siglo XX. La política ecologista, otros tantos para recuperarlo críticamente.
Es curioso que traigas a colación el tema de los movimientos ecologistas y sus estrategias políticas. Al margen de las críticas habituales al Green New Deal, que se presenta como una estrategia de colonialismo y extractivismo del Norte respecto a los países del Sur, ¿qué limitaciones estéticas y culturales crees que tiene colocar el foco en los planes industriales sin acompañarlo de otras imágenes o visiones sobre los escenarios de futuro deseables?
En relación a lo que comentaba antes sobre el desarrollo de la economía fósil y sus imágenes e imaginarios asociados, creo que son dos dimensiones que no se deberían escindir. El origen de los estudios culturales en los años cincuenta y sesenta se situó justamente en esa veta de pensamiento. Autores como Raymond Williams trataron de mostrar cómo la modernidad industrial gestó una serie de imaginarios de resistencia que abarcaban desde el Romanticismo hasta la comprensión del arte y la cultura popular como elementos centrales en la conformación de las organizaciones del movimiento obrero, particularmente de los sindicatos. Por lo tanto, aunque los deseos y los afectos no afloran como una emanación de las transformaciones que se producen en la base económica de una sociedad, tampoco se pueden escindir de ella. Desde los panfletos políticos hasta los folletines populares, pero también en su interacción con la industria cultural, la cultura y la estética emancipadoras implican la producción de valores y afectos que generan vínculos comunitarios y la autopercepción de pertenencia a la clase, eso que Williams denominó “estructuras de sentimiento”.
En Cultura fósil exploro también las tensiones entre diversas narrativas estéticas y culturales de proyectos emancipadores como la Revolución soviética o el New Deal. Por ejemplo, me ha interesado especialmente cómo ambos contextos respondieron a las expectativas generadas por lo que Lewis Mumford denominó “la era neotécnica” de la electricidad, o el modo en que proyectos fotográficos como la Farm Security Administration o el movimiento de la fotografía obrera comprendieron las imágenes como producción de afectos políticos de diverso signo. La apuesta del New Deal por la energía hidroeléctrica como alternativa de gestión pública a los intereses privados de las corporaciones fósiles, adoptó en las películas de Pare Lorentz y Joris Ivens una forma narrativa que puede resultarnos inspiradora a la hora de pensar la hegemonía en clave estética y cultural, cuando debemos implementar una transición energética apremiada por urgencias ecológicas mucho más graves que las que existían en los años treinta. El libro reflexiona sobre el vínculo indisoluble que la modernidad industrial ha tramado entre los proyectos hegemónicos (y contra-hegemónicos) y los imaginarios de la energía. Me atrevería a decir que no es posible pensar por separado ambos.
Los artefactos estéticos del New Deal y el productivismo soviético se proyectaban sobre el futuro de una manera que hoy parece cancelada por eso que se denominó el “fin de los grandes relatos”. Pienso que hemos de recuperar esa dimensión temporal de la política emancipadora sin obviar lo que comentas respecto a la reproducción de las relaciones coloniales y extractivistas con el Sur global. Esa contradicción en las relaciones Norte-Sur ya se encontraba presente, por cierto, en las políticas energéticas del New Deal. Pero, aun a riesgo de resultar polémico, creo que históricamente las contradicciones ecosociales han sido parte de cualquier proyecto de transformación política. La labor de la crítica consiste en tratar de aminorarlas. Transformación, contradicción y crítica deberían percibirse como potencias complementarias –no excluyentes– de los procesos políticos emancipadores. De otro modo, me temo que solo podemos alimentar la parálisis de la imaginación y la acción políticas.
Antes de avanzar al siguiente tema, precisamente lo que denominas “la industria cultural fósil” y su relación con las infraestructuras, querría detenerme un segundo en este punto. ¿Realmente piensas que al Green New Deal solo le hace falta añadir nuevas formas estéticas y visiones culturales a sus propuestas? ¿No consideras que el simple acto de hacerlo podría transformar la idea fundamental del Green New Deal? Al igual que las críticas que Óscar Varsavsky y Celso Furtado hicieron al informe del Club de Roma, parece que aún se omite una comprensión profunda de cómo operan las corporaciones tanto en el centro como en la periferia. Eso también determina nuestros imaginarios.
No pienso que al New Deal únicamente le hagan falta nuevas formas estéticas e imaginarios culturales. Lo que planteo más bien es que cualquier proyecto político que se pretenda hegemónico las requiere. Existe, en ese sentido, una disputa por definir los imaginarios y las narrativas que acompañan al Green New Deal. Estas pueden abundar en una ideología productivista, desarrollista y crecentista o incorporar elementos decoloniales y de crítica del extractivismo. Es una partida en juego, donde probablemente ambas cosmovisiones, y no solo en los países del Norte global, entrarán en tensión permanente. Desde luego, mi deseo es que esa dialéctica se incline hacia el postcapitalismo y el postcrecentismo, pero pienso que es necesario considerar seriamente el lugar del que partimos y las dificultades de todo tipo (sociales, culturales, económicas, políticas, tecnológicas, logísticas) con las que se enfrentará la transición en los diferentes contextos y a nivel global.
En ese sentido, a la hora de implementar de modo práctico la transición ecosocial será imprescindible no pasar por alto la dimensión política nacional, que tradicionalmente ha resultado incómoda para el internacionalismo de izquierdas. Pienso que algunos discursos decrecentistas caen en el error político de proyectar una sensación culpable sobre las poblaciones del Norte por su pertenencia a naciones que acumulan una deuda ecológica con el Sur, algo que resulta especialmente torpe cuando en esos países del centro se extienden fenómenos como la pobreza energética. Debemos ser capaces de combatir esa desigualdad en el acceso a los bienes básicos sin caer en el moralismo, ni renunciar a reconstruir los vínculos internacionales de solidaridad. En todo caso, la variable fundamental de una transición ecosocial justa a nivel global reside en que los países de la periferia impulsen proyectos soberanistas que pongan freno a los intercambios desiguales que han acompañado a la historia de la modernidad colonial e industrial.
Por otra parte, hay factores estrictamente materiales y logísticos de la transición ecosocial que no podemos obviar. Por ejemplo, aunque el recurso a las energías renovables se acompañe de una reducción de nuestros consumos energéticos, es probable que en el corto plazo veamos un aumento en las emisiones de CO2 vinculadas, entre otros aspectos, a la construcción de las infraestructuras requeridas, incluso si aceptamos que esa transición ecológica justa enfrente las cuestiones relativas a la dependencia y el colonialismo.
Esto también aplica a lo que comentas sobre el vínculo entre infraestructuras fósiles y mundo cultural. Sin duda que debemos enfocar desde una perspectiva decrecentista y postfosilista la dinámica de las instituciones culturales. En el libro subrayo aspectos como la correlación entre la proliferación de museos y bienales tras la Segunda Guerra Mundial y la extensión del turismo cultural promovida por la popularización relativa de la aviación civil. En la actualidad, un país como España muestra una correspondencia casi directa entre la red de aeropuertos, autopistas y museos de arte contemporáneo. Pero con las infraestructuras culturales sucede lo mismo que con cualquier otra: es mucho más sencillo desplegarlas que desmontarlas sin que ello implique perjuicios sociales, y de modo que se conserven y potencien los elementos más destacables de su función pública. La pasión iconoclasta de la izquierda radical no debe ser refundada por la crítica de la cultura fósil: debemos imaginar qué hacer con las instituciones culturales existentes, desde los museos hasta las universidades, antes que promover su destrucción en base a la relación que han mantenido y mantienen con las infraestructuras fósiles.
Bueno, es un debate extenso sobre cómo el mero hecho de cambiar la base productiva tecnológica podría resolver algunas contradicciones (el mejor ejemplo son las cookies de Internet, eliminarlas reduciría considerablemente las emisiones, al igual que descentralizar el despliegue de los centros de datos, ahora en manos de cinco empresas). Pero, por la magnitud del tema, prefiero abordar otro aspecto interesante de tu trabajo: el concepto de “climatología del arte”. Me da la impresión de que, muchas veces, la única manera que tiene el ciudadano de visualizar o anticipar escenarios futuros es a través del pronóstico del tiempo en la televisión. Esta forma de visualizar el futuro se encuentra poco politizada. Escribes con tus coautores que “cuando los datos preocupantes y peligrosos de la crisis ecológica pasan por las manos de las mujeres y los hombres políticamente organizados, el fatalismo queda suprimido”. ¿Cómo se construye e institucionaliza esa cultura popular? ¿Cómo crees que podemos poner esos escenarios de futuro y esas máquinas para visualizarlos al servicio de las clases populares?
En tu pregunta hay varios aspectos a considerar. En primer lugar, en Cultura fósil recupero algunas propuestas artísticas que considero relevantes para establecer una nueva relación sensorial con el clima. Por otro lado, está la idea más ambiciosa de promover una cultura popular climática.
En cuanto al primer punto, en el libro destaco a artistas como Hans Haacke, que a través de sus obras de los años sesenta y setenta buscaba sensibilizar al espectador sobre la relación entre el ambiente de los espacios expositivos y el clima político. Haacke fue muy crítico con los intereses económicos detrás de ciertas instituciones artísticas, como los que vinculaban al patronato del museo Guggenheim con la especulación inmobiliaria que expulsaba a los inmigrantes de algunos barrios de Nueva York. Otro ejemplo más reciente es una película del Otolith Group, un colectivo afrofuturista que busca desafiar la objetividad aséptica de los datos y gráficas sobre la evolución climática, introduciendo los cuerpos y las voces negras. Traducen así en imágenes las teorizaciones de las ecologías raciales sobre la articulación que la modernidad colonial-industrial gestó entre la explotación de los combustibles fósiles, la esclavitud en las plantaciones y el calentamiento global. La película busca generar una conexión más sensible con el cambio climático, en contraste con la parálisis que a menudo producen los datos objetivos.
Este tipo de obras son estimulantes, pero de ningún modo resuelven la tarea, mucho más amplia, de promover una cultura popular climática que se integre en nuestras vidas, de implantar esa “estructura de sentimiento” de la que hablábamos antes. Mi sensación, en ese sentido, es que a menudo los discursos catastrofistas sobre la crisis ecológica encubren en realidad una profunda desconfianza respecto a la capacidad de las personas para asumir e impulsar las transformaciones necesarias. Es como si el colapso de la imaginación política (la famosa sentencia de Fredric Jameson aludiendo a que es más difícil imaginar el fin del capitalismo que el fin del mundo) hubiera precedido al colapso ecosocial que se perfila en el horizonte, y no fuera tan solo una fase histórica del desarrollo del capitalismo global. Pareciera que la alienación impulsada por el hiperconsumo y el neoliberalismo cultural hubieran anulado toda posibilidad de politizar los malestares contemporáneos.
Considero que esto es un error. Debemos reevaluar el papel que las imágenes y los imaginarios pueden desempeñar en politizar y organizar esos malestares, tan palpables en la sociedad actual y sobre los que están operando los mensajes de la extrema derecha. En ese sentido, la frase que rescatas del texto que coescribimos con Emilio Santiago y César Rendueles apunta a que la organización política y la producción cultural de afectos comunes son dos aspectos que se retroalimentan mutuamente, gestando la esperanza de los horizontes posibles que la subjetividad neoliberal y los discursos catastrofistas nos hurtan. Del mismo modo que Williams señaló que los sindicatos eran la principal aportación cultural del movimiento obrero a la historia de la modernidad industrial, requerimos pensar qué formas organizativas están hoy en disposición de responder a los desafíos de la crisis climática en tiempos de desfondamiento del paradigma neoliberal.
Me interesa que reflexiones sobre el rol del populismo climático, sea de derechas o de izquierdas, en esta fase neoliberal. ¿Lo atribuyes al fin de la utopía liberal y la reconfiguración política? Sin relativizar, ¿qué rol juega el colapsismo aquí, que se politiza desde la izquierda y se despolitiza desde la derecha?
En relación al populismo climático de derechas, creo que su negacionismo climático abreva antes en nuestra impotencia política que en la desconfianza respecto a las aportaciones de la ciencia. A nivel social es posible observar cómo se extiende la sensación de que, ante la imposibilidad de negar los efectos del calentamiento global sobre nuestras vidas, lo que se cuestiona es nuestra capacidad para atajar las dinámicas estructurales que lo han producido. En mi opinión, es esto lo que provoca que la fe en el progreso, que había encontrado su solucionismo tecnológico en el “ya inventarán algo” para frenar la crisis ecológica, deje paso al fatalismo culpable del “nos hemos pasado de la raya, esto es irreversible y para lo que me queda en el convento…”.
Esta subjetividad proyecta una fuga hacia adelante que los discursos colapsistas están muy poco predispuestos a canalizar en un sentido emancipador. De hecho, a menudo alimentan una disposición del ánimo similar, al no ofrecer ninguna salida alternativa creíble y que aspire a conformar mayorías sociales. No se trata de equiparar el negacionismo de las nuevas derechas con el colapsismo de las izquierdas. Simplemente señalo que este último no siempre encara la tarea de pensar política y culturalmente la transición ecosocial, un déficit sobre el que han alertado, por cierto, diversas voces decrecentistas de la esfera internacional. Afortunadamente, algunos colegas cercanos están comenzando a revertir esa tendencia. Para mí, la discusión sobre la transición ecosocial no debería orbitar en torno a la dicotomía entre el pesimismo colapsista de corte cientificista y el optimismo de las versiones tecnocráticas del Green New Deal, sino en torno a cuestiones como el papel del Estado, la crítica del colonialismo y la constitución de los sujetos políticos.
Por lo demás, una cultura climática popular debería insistir en que, en verdad, el negacionismo climático de la extrema derecha no es el garante de un hedonismo de masas que se despreocupa de sus impactos ecológicos, sino un subterfugio para profundizar en clave ecológica en el sececionismo de las elites ya impulsado por el neoliberalismo. En los discursos ecofascistas del espacio europeo, ese sececionismo climático entremezcla el racismo de frontera, que percibe en las masas migratorias una amenaza neolmathusiana para la estabilidad de las sociedades y la sostenibilidad de los ecosistemas, con imaginarios securitarios que persiguen pertrechar emocionalmente a los sujetos privilegiados ante la incertidumbre por venir.
Con la capacidad que existe para complejizar nuestras identidades, desde las perspectivas decoloniales, hasta las de raza, género o etnia, ¿piensas que el error a la hora de introducirlos en nuestras teorías y modelos puede explicar la politización de la ultraderecha de, por ejemplo, cuestiones como la petromasculinidad? Me refiero especialmente a la agenda de los movimientos que parecen revivir una tradición conservadora y reaccionaria como solución frente al colapso.
En el libro menciono la campaña de la extrema derecha alemana “Ningún SUV es ilegal”, que se posiciona contra las críticas que ese tipo de vehículos han recibido desde el ecologismo por su elevado consumo energético y cantidad de emisiones. El SUV permite que un segmento de la población motorizada y acondicionada se bunquerice en esa especie de tanques turísticos. El SUV supedita el coche como emblema utópico de la sociedad de masas a los signos de una cultura de la distinción que prefigura una eventual guerra climática de clases. El eslógan de AfD planteaba una especie de détournement neofascista de la campaña del movimiento altermundista “Ningún inmigrante es ilegal”. Es como si el secesionismo de las elites releyera los imaginarios fósiles del fascismo en una nueva clave racista, donde la amenaza ya no aparece representada por los judíos, sino por los inmigrantes musulmanes y la teoría del Gran Reemplazo. Pero el SUV es también el símbolo de cómo el preparacionismo climático de las clases medias altas blancas occidentales se ha convertido en un espacio de autoconfinamiento, que a la vez que deja a cada vez más gente fuera del acceso al bienestar, se presenta como un vehículo dudoso para colmar la felicidad humana.
Si lo enfocamos desde esa perspectiva nos percatamos inmediatamente de que el terreno subjetivo para habilitar otro tipo de imaginarios de la vida buena es en verdad inmenso. Pero nos equivocaríamos gravemente si presupusiéramos que esa activación ha de responder a una operación estrictamente cultural. En mi opinión, la posibilidad de alumbrar una cultura popular climática pasa más bien por combinar la emergencia de formas auto-organizativas de las clases más desfavorecidas, en la línea de lo que apuntaba a propósito de la “estructura de sentimiento” de Williams, con el impulso de políticas públicas que permitan cubrir desde una perspectiva ecológicamente integrada las necesidades de las que depende la reproducción social. La cultura ecosocialista debe vincularse antes a las necesidades que a los deseos, entendiendo que ambos ámbitos (no solo el segundo) conforman nuestros afectos sociales. Una necesidad no solo consiste en atajar la pobreza energética. También es poder acceder libremente a la cultura. La diferencia entre necesidades y deseos es que no responder a las primeras genera un daño; no hacerlo a los segundos, frustración.
Mark Fisher planteaba que no hay política cultural más valiosa que una buena ley de vivienda o una reducción de la jornada laboral que liberen preocupaciones y tiempos de vida para dedicarlos a otra cosa que no sea solucionar aspectos básicos de la existencia. Yo diría que una cultura popular climática ha de reivindicar también ese tipo de medidas como elementos que frenen la especulación inmobiliaria con el suelo (de modo que éste se pueda dedicar a otros usos, como la ubicación en terrenos periurbanos de instalaciones de energía renovable o de una red de huertos de gestión pública) o contribuyan a mitigar las emisiones de GEI (en la línea de los estudios que apuntan a cómo la reducción de la jornada laboral puede facilitar ese objetivo).
En mi opinión, las propuestas más ambiciosas del Green New Deal, con todas las contradicciones que podamos señalar en ellas, han avanzado más en esta línea que perspectivas más seductoras para la teoría cultural ecologista como la hipótesis Gaia o los nuevos materialismos. La crítica que se puede hacer al populismo climático de izquierdas se sitúa en las dificultades que encuentra para permear a diversas capas de la población más desfavorecida, en la medida en que habitualmente se trata de una agencia política construida desde arriba en torno a coyunturas más o menos eventuales como las convocatorias electorales (aunque no desmerezco su importancia). Este último aspecto es el que me resulta más urgente poder compensar a partir del impulso de una cultura popular climática más porosa, dilatada en el tiempo y con una base social más amplia, que contribuya a la formación de hábitos y organizaciones más consistentes. Una tarea complicada, pero en mi opinión ineludible.
¿Qué papel crees que puede tener la cultura, en su sentido más interdisciplinar, que incluye ingeniería, artes, historia y arquitectura, en los procesos de cambio, especialmente en el marco del auge de la derecha populista climática? ¿Puede ser un puente para poner a dialogar los procesos sociales y políticos presentes en la transición energética?
En mis dos últimos libros el enfoque ha sido precisamente ese. No se trata de menospreciar la especificidad de las diferentes aproximaciones, como las de la física o la ingeniería, al abordar la historia de la energía durante los últimos siglos. En lugar de eso, busco complementarlas. Planteo que la energía, además de ser una magnitud física, tiene en gran medida, e incluso primordialmente, una dimensión cultural. Nuestra percepción y comprensión sobre cómo la energía se inserta en nuestras vidas está influenciada por discursos e imágenes que han moldeado su significado social.
En ese sentido, he sugerido una posible simetría entre la energía y la ideología. La energía se vuelve aún más crucial en la medida en que, igual que ocurre con los dispositivos ideológicos, pasa desapercibida en el día a día. Asumimos que la energía siempre estará a nuestra disposición, que es constante y omnipresente. Sin embargo, esta percepción es el resultado de los procesos históricos que han promovido ese imaginario. La asunción de la superabundancia energética está vinculada a una ideología productivista del progreso que deberíamos cuestionar, ya que se basa en la falsa premisa de una disponibilidad infinita de los recursos.
“LA IA: UNA AVASALLADORA REVOLUCIÓN TECNO-CIENTÍFICA QUE AMENAZA CON LIQUIDAR MILLONES DE EMPLEOS”, Manuel Medina.
La experiencia china con Inteligencia Artificial nos adelanta que es lo que sucederá con los diferentes ámbitos del aparato del Estado en los paises capitalistas desarrollados.
La irrupción de la Inteligencia Artificial en nuestra sociedad recuerda los temores que generó la Revolución Industrial en el siglo XIX. ¿Nos encontramos al borde de un cambio social de gran envergadura que carece de precedentes en cuanto a su magnitud? ¿Cómo reaccionarán las masas ante la posible pérdida masiva de puestos de trabajo? Y aún más intrigante, ¿por qué los titanes de la tecnología, que fueron pioneros en la promoción de la IA, ahora alertan sobre sus posibles peligros, mientras los grandes sindicatos de los países capitalistas, callan? ¿En qué consiste el enigma? ¿Cuál es la razón de esta increíble paradoja?
Algunos expertos han calculado que, como efecto inicial, la IA provocará que se pierdan alrededor de 500 millones de puestos de trabajo en todo el mundo. El interés fundamental de la empresa capitalista ha consistido, y naturalmente sigue consistiendo, en la reducción de los costes laborales para de esa manera, lograr multiplicar sus dividendos. Todo indica que en una sociedad de mercado como la que hoy rige la mayor parte del planeta, ese tipo de cálculo continuará siendo el dominante, tal y como ha venido sucediendo a lo largo de los dos últimos siglos en las sociedades capitalistas avanzadas.
En una situación perfectamente previsible como la que se aproxima, resulta clamoroso el silencio de las grandes organizaciones sindicales europeas y estadounidenses en relacion con este fenómeno. Ni un informe, ni sesiones ni Conferencias internacionales dedicadas al tema, ni tampoco, por supuesto, Asambleas en las que los trabajadores puedan comenzar a debatir qué cambios se producirán en nuestras sociedades en el curso de los próximos años, y cómo afectará a las presentes y futuras generaciones, la irrupción de la IA en el mundo laboral.
Pero si estos silencios llaman escandalosamente la atención, no menos lo suscitan la “preocupación” mostrada por multimillonarios como Bill Gates, Mark Zuckerberg y Elon Musk que en una recientísima reunión celebrada en el Capitolio de los Estados Unidos, proclamaron su enfática preocupación por “los efectos devastadores” que podría tener la Inteligencia Artificial, de la que, por otra parte, ellos mismos fueron sus iniciales promotores. Aún más sorprendente resulta la conclusión de esa reunión en la que el trio alerta sobre la posibilidad de que se produzca un “escenario de caos”.
Los tres personajes mostraron su predisposicion a estar “dispuestos a colaborar” en la elaboración de medidas legislativas “precisas y efectivas” que permitan regular y afrontar lo que denominaron como “gigantescos desafíos y riesgos asociados a la inteligencia artificial”.
Conviene recordar al lector que tanto Gates como Musk, han invertido cifras multimillonarias en el desarrollo e investigación en Inteligencia Artificial, habiendo manifestado en un recientisímo pasado su optimismo acerca de los “beneficios redentores” que podía proporcionar la IA aplicada a los procesos productivos.
Las contradicciones están a la vista. Quienes en su día invirtieron miles de millones en una nueva tecnología capaz de reducir al mínimo los puestos de trabajo, ahora no dudan expresar “su temor” ante la catástrofe que su aplicación podría generar.
Sin embargo, en el lado que se supone contrario a los intereses del gran capital, -los sindicatos-, domina el sosiego, la tranquilidad… y quizás ¿la ignorancia sobre un tema tan crucial?
https://canarias-semanal.org/art/35035/la-ia-una-avasalladora-revolucion-tecno-cientifica-que-amenaza-con-liquidar-millones-de-empleos/