Escribir sobre, de y como animales

"No creo que por ponernos en el lugar de otras especies, por tratar torpemente de reproducir su manera de estar en el mundo y percibirlo, aprendamos a respetarlas", escribe Sara Mesa.
"Durrell fue un zoólogo de tomo y lomo de gran rigor científico, pero si nos fijamos en sus libros y en su manera de describir a los animales, vemos que la visión antropocéntrica es la dominante", escribe Sara Mesa. Foto: Theen Moy/FLICKR

Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.

7 de julio de 2020

Es muy interesante y vuelve a llenarme de contradicciones (¡cómo no!) todo lo que comentas acerca de la perspectiva antropocéntrica, y como bien apuntas, subjetiva, con la que abordamos nuestra relación con los animales. Me ha hecho gracia ese deseo infantil tuyo de que existiera un aparato para entrar en su mente y percibir el mundo tal como ellos lo perciben. De niños solemos tener ambiciones de este tipo –una máquina para dar marcha atrás al tiempo y poder hacer travesuras sin consecuencias, otra para volvernos invisibles y observar sin ser vistos, etc.–, pero lo de “convertirse” en animal fue también un deseo mío: no tanto ser un pájaro para volar como ser un pájaro para saber cómo se siente un pájaro, o un gato, o un ratón. A veces me tiraba a ras de suelo y reptaba para investigar cómo vería un gusano el mundo, y la experiencia, aunque tosca, no dejaba de ofrecer una enseñanza: que hay cosas que no vemos, que no percibimos, que ni siquiera intuimos, y otras especies sí; que los intereses, obstáculos y amenazas pueden ser completamente diferentes para cada especie y, por supuesto, para cada individuo. 

Aquel juego infantil tan básico buscaba un objetivo que otros, al parecer, se han tomado muy en serio, como el escritor y expedicionista británico Charles Foster, que trató de reproducir en sus propias carnes las condiciones de vida de varios animales salvajes para comprender mejor cómo es su existencia. Para ello, y con el bagaje de sus conocimientos de fisiología animal y neurociencia, se “transformó” en tejón, nutria, zorro, ciervo y vencejo, y recogió esta experiencia en Ser animal, un ensayo sin duda extravagante pero también curioso. No hay que negar que en este trabajo de investigación tan radical, Foster puso mucho de su parte, pues vivió en madrigueras, se alimentó de lombrices, trató –sin éxito– de pescar con los dientes, rebuscó en contenedores de basura –lo que, por desgracia, emparenta al zorro con los seres humanos– y se ató en el arnés de un paracaídas para simular las condiciones del vuelo de un vencejo. Sin embargo, en mi opinión, el mero hecho de escribir todo esto en un libro, a través de palabras que articulan conceptos, comparaciones, metáforas, y que describen minuciosamente sensaciones, recurriendo a la ironía y el humor, revela el fracaso de la experiencia. Es decir, si llegamos a aproximarnos a cierto grado de comprensión es solo a través del lenguaje verbal articulado, característico de los humanos e imprescindible en nuestra aprehensión de la realidad, como apuntaba la famosa frase de Wittgenstein sobre los límites del mundo.

Es obvio que Foster no aspiraba a una identificación plena con ninguna especie y que su objetivo era más bien provocar reflexiones sobre nuestra manera de entender el mundo animal, de contemplarlo y juzgarlo, en especial en lo referido a la cuestionable noción de fronteras que delimitan la división entre especies, fronteras que en realidad no son claras, sino más bien porosas, como bien sabe la biología evolutiva y hasta la religión –así, por ejemplo, el chamanismo–. La distinción entre nosotros y ellos, que sirve para establecer una jerarquía de superioridad y justificar de este modo cualquier forma de dominación, es lo que se pone aquí en entredicho. Y, a nivel más concreto, el tratar de imaginar cómo es la vida de los animales, el hecho de poner en marcha los mecanismos de la empatía, nos haría sopesar bastante más las consecuencias de nuestros actos. Digamos que, con este modo de pensar, el vertido de desechos industriales en un río se afrontaría no desde el lugar de la empresa que vierte, no desde sus razones –económicas, racionales o cualesquiera que fuesen–, sino de las de quien recibe y padece el vertido, peces, pájaros, insectos, etc. O, para conectar con lo que veníamos hablando antes, el hecho de comer animales no se justificaría por nuestras razones evolutivas o de supervivencia, dado que en primer lugar, antes que ninguna otra consideración, está el ser vivo que va a ser sacrificado para convertirse en alimento de otro.

Con todo, no soy nada optimista. Del mismo modo que no me convencía la reflexión de Porfirio de que el maltrato a los animales cesaría si ellos pudiesen hablar como nosotros y con nosotros (pues, ¿no nos muestran de otra forma, a través de otros lenguajes, que sufren?), no creo que por ponernos en el lugar de otras especies, por tratar torpemente de reproducir su manera de estar en el mundo y percibirlo, aprendamos a respetarlas. No hay que olvidar que tenemos mucho más fácil sentir empatía con otros seres humanos que sufren y, en la gran mayoría de los casos, nos da igual. Por otro lado, el recurso de la empatía no es democrático, yo misma he reconocido que la siento con un perro o un caballo pero no con una mosca o una cucaracha. Sin embargo, la metáfora de la cadena de perfeccionamiento creciente entre especies que consideras, y con razón, desacertada, es la que sustenta los relatos míticos de la creación. Por irnos al más cercano, en el Génesis es el hombre –y no, por cierto, la mujer– quien da nombre –esto es, posee– a plantas y animales, que van surgiendo en el mundo en un orden jerárquico concreto: las especies marinas antes que las terrestres, los peces y reptiles antes que los mamíferos, etc.

Aquí es donde radica la contradicción que mencionaba al principio. Es posible que la perspectiva antropocéntrica no sea la más adecuada para abordar nuestra relación con los animales, dado que nos coloca en el centro del universo y por encima de los demás seres vivos, pero esta perspectiva es difícil de evitar, no solo porque ha sustentado tradicionalmente nuestros relatos culturales sino, sobre todo, porque no podemos desprendernos de nuestra mirada, la mirada del observador que se cree, además, superior, más desarrollado y evolucionado como especie. Por esto me pregunto: ¿es posible sacar algún provecho de esta mirada? Quizá cierto grado de antropocentrismo, la asimilación poética –en el sentido hondo de poético– entre animales humanos y no humanos, podría sernos útil, del mismo modo que nos son útiles otro tipo de metáforas. Creo sinceramente que, desde este punto de vista, algunas ideas sencillas pero todavía no comúnmente aceptadas, como que los animales tienen sentimientos y sensaciones, sufren, se comunican, poseen vida social y estructuras familiares y, en última instancia, tienen derechos, podrían transmitirse con más facilidad. Es evidente que me refiero a la divulgación de estas ideas desde el lugar a donde no llega la ciencia, más allá de lo estrictamente lógico y racional. Me refiero al territorio más resbaladizo y emocional del arte, del cine, de la literatura. Cuando se echa mano de la perspectiva antropocéntrica y se hace bien, es decir, sin vulgarizar ni trivializar, sino ocupando con humildad el terreno que la ciencia deja libre o no puede alcanzar, su poder e influencia pueden ser enormes.

Hemos hablado de Gerald Durrell, de todo lo que nos influyó cuando éramos niños en forjar nuestro interés y amor por los animales. Estoy convencida de que esto ocurrió con otros muchos niños de nuestra generación y, de hecho, seguramente fue la misión que se propuso al escribir libros como Un zoo en la isla o Atrápame ese mono. Durrell fue un zoólogo de tomo y lomo de gran rigor científico, pero si nos fijamos en sus libros y en su manera de describir a los animales, vemos que la visión antropocéntrica es la dominante. Para empezar, pone nombres a los animales de los que escribe, personaliza la especie a través del retrato de un solo individuo y los convierte en personajes a los que les ocurren cosas. Además, los presenta graciosamente, mediante el uso deliberado del lenguaje literario. Así, la ardilla Millicent “opinaba que la naturaleza le había proporcionado un par de dientes de vivo color naranja y muy prominentes con el único propósito de destrozar cualquier caja en la que estuviera encerrada” o el dragón Jorge, “muy simpático y agradable”, se negaba a bajar del tronco en el que estaba instalado “muy dignamente”, hasta que le dieron de comer caracoles y se quedó “meditabundo, relamiéndose el hocico con su negra lengua”. Esta forma de presentar los animales no significa que Durrell buscara personalizarlos más allá del nivel textual; es más, claramente se muestra contrario a la personalización fuera de los límites del texto (así, vemos cómo se indigna con el trato que dieron sus antiguos dueños al mono Fred, al que vestían con un jersey y ponían a ver la televisión). El nivel textual suspende la rigidez científica, entra en otro terreno, no se contradice con lo que queda fuera del texto. Ocurre aquí, como ya dije anteriormente, que el Durrell escritor crece sobre el Durrell zoólogo, o bien lo completa y lo engrandece.

Muchos escritores amantes de los animales han utilizado estas técnicas u otras similares. Tú mismo, sin ir más lejos, las usas a veces en La rana de Shakespeare, por ejemplo cuando describes un ejemplar de Leptodactylus fuscus: “Te parece que tiene manitas de hada, ojos hinchados de no dormir lo suficiente y su cuerpo, de piel resbaladiza, palpita en tu mano”. En las crónicas de Animales, la argentina Hebe Uhart, al hablar de la suricata, dice: “Mira siempre a la derecha y a la izquierda, rota la cabeza en un movimiento que recomendaría la profesora de gimnasia para desentumecer el cuello (…) están en constante vigilia y cuando hay un peligro se alinean y parecen los ídolos de la isla de Pascua. No exhiben dudas ni vacilaciones (es posible que sean dogmáticas)”. El propósito de Uhart –al igual que el tuyo, creo– no es tanto divulgativo como literario; sin embargo, divulga de manera eficaz y profunda y ofrece perspectivas reflexivas, como cuando, al observar una escolopendra gigante en Venezuela, afirma: “Esta escolopendra no cambió en trescientos millones de años. Este dato me impresiona. Reduce a polvo la existencia de las ciudades, de los sembrados, de las preocupaciones personales y las que correspondan a la contaminación ambiental”. Uhart también insiste en repetidas ocasiones en la existencia de sistemas de comunicación entre los animales, en algunos casos muy complejos y sofisticados, como por ejemplo los que se dan entre ciertas aves, y los describe sin ser experta ni pretender serlo. Su exposición no es científica, sino subjetiva, irónica y punzante, en cierto modo “humanizada”, y, quizá por ello, resulta más eficaz

Lo que ocurre cuando algunos escritores hablan de los animales es que hablan también de ellos mismos, o de nosotros mismos como especie. J.R. Ackerley, por ejemplo, en Mi perra Tulip hace el completo retrato de un misántropo a través de la humanización de su perra, pero tras esto hay algo más que un juego literario, sus reflexiones no caen en saco roto. Es muy interesante lo que explica respecto a este libro Elizabeth Marshall Thomas, una escritora volcada en la observación del mundo natural y el comportamiento animal: “Nuestra pasión ha provocado una avalancha de libros sobre animales, casi todos malísimos. Los de enfoque ecológico los tratan como características del paisaje: la fauna. Los de perspectiva biológica tienden a presentar los animales según su conducta generalizada, como si cada uno fuera simplemente el arquetipo de su especie. En las raras ocasiones en que se habla de un animal en concreto, es porque ha prestado algún servicio a una o más personas, como el famoso Baldy of Nome, que lideró un equipo de perros para llevar medicinas hasta una aislada población de Alaska. Por culpa de la impresión equivocada de que los animales están en la tierra para nuestro uso, el servicio y no el animal es el centro de atención. (…) Pero lo bueno de Mi perra Tulip es que, al presentar a Tulip en toda su sencillez, preserva su misterio (…) Así que seguimos observando, fascinados, mientras ella avanza, con inocencia y determinación, por el laberinto de necesidades y prohibiciones que nuestra especie proyecta sobre la suya.”

El tratamiento literario de los animales ubicándolos en una zona de misterio –como hace Marta Sanz cuando habla de sus gatas en La lección de anatomía, o Sigrid Nunez de su perro en El amigo–, ese reconocimiento tácito de nuestra ignorancia y nuestra incapacidad última de juzgarlos, los acerca a una forma de poesía, a un lugar subjetivo, sensible y, por qué no, humano. Quizá por eso, como me contabas, Steiner se sintió incapaz de escribir sobre ellos. Y esto es válido no solo en la descripción de mascotas, sino en un ámbito mucho mayor. Por ejemplo, ante el asunto que nos ocupa y preocupa de la crueldad contra los animales –la forma extrema de falta de empatía– han sido muchos los escritores que han mostrado su sensibilidad. En el cuento “La tortuga de agua”, de Patricia Highsmith, asistimos a la cocción en vivo de una tortuga como forma de retrato simbólico de la crueldad de una madre. No se trata de que al personaje se lo caracterice como cruel por comer tortuga, sino por arrebatar el animal a un niño y echarlo al fuego ante él, sin más contemplaciones. Por su parte, Iris Murdoch, al describir una cacería de perdices en El príncipe negro, plasma literariamente, más allá de argumentaciones científicas, la relación que existe entre la crueldad contra los animales y contra los seres humanos: “Cazaban pichones. Qué imagen de nuestra condición, la potente detonación, la desdichada masa aleteando en tierra, tratando vanamente, desesperadamente, de remontar el vuelo. A través de las lágrimas vi a las heridas aves desplomándose sobre los oblicuos tejados de las bodegas. Vi y oí su repentino peso, su penosa rendición a la gravedad. Qué duro para el corazón hacer semejante cosa: transformar a un ser volador e inocente en un montón de guiñapos y dolor”.

Aquí, además del elemento emocional, sentimental si se quiere, está el sustrato filosófico de Murdoch, siempre latente. Pero no es el único modo de abordaje. Otros escritores describen nuestras contradicciones mediante el uso del humor, como por ejemplo E.B. White en su artículo “La muerte de un cerdo”, donde explica cómo se dedicó a cuidar a un cerdo enfermo a pesar de que su destino era ser sacrificado meses después. La experiencia se convirtió para él en un episodio tan doloroso que llegó a afectarle un modo personal: “De pronto me vi desempeñando el papel del amigo y médico del cerdo (…). Ya en la primera tarde tuve el presentimiento de que la obra nunca recobraría el equilibrio y de que mi compasión se volcaría por completo hacia el cerdo”. Que un animal criado para el consumo humano muera no es dramático, no genera compasión, porque es, para White, ley de vida, pero que el animal enferme, sufra y muera sin haber llegado a su fin previsto sí es dramático. En este punto, el animal y el humano se hermanan, saltándose la lógica de la utilidad: “La pérdida que sentía no era la pérdida de un jamón, sino la pérdida de un cerdo”. El relato de White destila humor absurdo –por ejemplo, cuando se ve forzado a ponerle enemas al cerdo–. Noches sin dormir, llamadas intempestivas al veterinario y un sufrimiento compartido: la descripción de la muerte del cerdo es emotiva, humanizada y, ante su rostro ya sin vida, White se mete en la cama y llora “para sus adentros: profundas lágrimas interiores hemorrágicas”. El relato del entierro es lírico, incluso simbólico y refleja la profunda transformación que ha supuesto para el narrador esta experiencia. Pero no es él solamente quien percibe lo anormal de esta muerte. También recibe solemnes condolencias de amigos y vecinos, porque hasta la comunidad rural comprende que la muerte de un cerdo más allá del calendario de matanzas equivale a una pequeña tragedia, no por la carne que se pierde, sino por el sufrimiento del animal en cuestión.

También Mario Levrero en Diario de un canalla, además de la observación detenida de Pajarito de la que ya hablé, describe su profundo arrepentimiento ante el envenenamiento de un rata, que califica de “crimen repugnante” y que, de alguna manera, preludia la caída existencial del narrador: “Fue una larga agonía (…) Para mayor oprobio, recuerdo la información impresa en el envase del veneno: este actúa por algo así como la rotura de pequeños vasos sanguíneos… Basta. El animal se fue quedando quieto, mirándonos con tristeza desde su nido en la maceta volcada; ya no trataba de huir cuando uno se acercaba, ni parecía preocuparse por ninguna de las cosas de este mundo. La mirada, sin embargo, siguió siendo inteligente y lúcida, aunque muy triste, hasta los últimos momentos”.

De sufrimiento animal habla también Michel Houellebecq en su última novela, Serotonina, al describir la ganadería industrial. La granja de gallinas aparece como representación del horror y se describe en términos implacables: gallinas hacinadas en hangares bajo potentes focos halógenos, desplumadas, enfermas e infestadas de piojos, rodeadas de cadáveres en descomposición, pollos echados a puñados con vida a las trituradoras y, sobre todo, un cacareo de horror incesante, “aquella mirada de pánico permanente que te lanzaban las gallinas, la mirada de pánico y de incomprensión, no pedían piedad, no eran capaces, pero no entendían, no entendían las condiciones en las que estaban obligadas a vivir”. ¿Por qué el fragmento impresiona más que un artículo periodístico sobre el mismo asunto? Porque, si lo leemos con detenimiento, vemos que Houellebecq está yendo más allá y no se limita a hablar del sufrimiento de gallinas, sino del que padecen muchas personas, y muchos seres vivos, bajo la organización social deshumanizada propia de la contemporaneidad.

Podría poner más ejemplos de otros escritores, pero en algún momento hay que parar. Lo que pretendo subrayar es el modo en que ciertas preocupaciones o inquietudes –por el sufrimiento animal, por la crueldad, por la devastación de la naturaleza, por el absoluto desprecio del ser humano hacia su entorno– se plasman literariamente desde la subjetividad, y cómo, por ello, prefiero al Coetzee de Desgracia –una sólida novela cuyo protagonista, en su bajada a los infiernos, alcanza el último escalón de la degradación al verse obligado a sacrificar el cachorro de perro del que se ha encariñado– que al Coetzee de Elizabeth Costello, donde se exponen con formato de conferencia argumentos vegetarianos, efectuando una provocativa comparación entre las granjas industriales y los campos de exterminio nazi. Y si mi identificación es mayor en el primer caso no es por lo extremo de los razonamientos de Costello –que no comparto, aunque tampoco desprecio–, sino por la diferencia de tonos –emocional uno, racional el otro–, y la mayor destreza, en mi opinión, del escritor en el primero que en el segundo.

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