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—Alexa, ¿qué es una distopía?
«Distopía soy yo», podría decir, pero esa no es la definición que Alexa proporciona. “Distopía como sustantivo femenino significa representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causante de la alienación humana”, dice, robusta, la máquina. Las distopías avanzan, imaginan, ¿dictan? y condicionan las realidades del futuro; están por todas partes y resulta difícil-laborioso-casi imposible escapar de ellas.
En un mundo real que últimamente tiene más de distópico que de habitual-normal (si es que esas palabras significan algo), las ficciones distópicas no son un fenómeno nuevo, pero quizás sí sea ahora cuando empiezan a asustar de verdad. La cli-fi (climate fiction) es el género que aborda las distopías relacionadas con el cambio climático: un planeta destruido y sumergido entre aguas en el que resulta imposible encontrar alimento, temperaturas extremas en un mundo sin recursos para la supervivencia o la erradicación de ecosistemas y especies han estado en el punto de mira de escritores, guionistas o directores de cine.
El colapso, Waterworld, Mad Max Fury Road, El mundo sumergido o Rompenieves son algunas de las distopías climáticas más conocidas; pero detrás de esos cinco títulos se esconde un género literario y cinematográfico infinito que se divide en infinitos subgéneros y que tiene infinitas tramas y variaciones. Como si de raíces de una higuera se tratara, la ficción distópica no entiende de límites ni bifurcaciones.
Los futuros distópicos, ¿catalizadores para crear conciencia?
La actual crisis sanitaria nos deja dolor y tristeza, pero también algunos aprendizajes. Uno, concretamente: no somos todopoderosos. El pasado, tal y como lo habíamos conocido hasta ahora, se desvanece, el presente muere entre nuestros dedos, y el futuro, el oxígeno que respiramos segundo tras segundo, es incierto. Las previsiones no son buenas. Ni las pandémicas ni las climáticas. «La pandemia nos ha recordado que los Apocalipsis son a cámara lenta. Tal vez muchas de esas películas han situado demasiado cerca en el tiempo un colapso que tardará mucho en llegar. Por otro lado, el ser humano tiene los recursos, o los encontrará, para evitarlos. Creo menos en la conciencia que en la tecnología», dice el escritor y crítico literario Jordi Carrión.
Se podría pensar que las distopías y las utopías funcionan como catalizadores para cambiar las cosas; entendiendo por cosas todo aquello de la sociedad que va mal. Podríamos pensar que las ficciones distópicas han venido como duendes del futuro para advertirnos de los males que nos acechan: ¡eh, vosotros, humanos, si dejáis erosionar la democracia, mirad qué os va a pasar! ¡Eh, vosotros, terrícolas, si destruís el planeta, ojo que os vais a morir de sed, o de hambre, o de un cataclismo por meteorito! Pero como afirma Carrión, «los caminos de la ficción son abstrusos. Nunca sabes cómo penetra en la conciencia colectiva aquello que consumimos como imaginación. Pero yo quiero creer que sí, que va penetrando. Que nuestro hábito de reciclar tiene que ver con una atmósfera, periodística y ficcional, en que esa es la única opción correcta».
El escritor José Ovejero opina que la distopía «sólo se vuelve reaccionaria cuando da por supuesto ese futuro catastrófico y lo convierte en algo normal. O, más sutilmente, a través del efecto tranquilizador de los finales felices. Al final, el sentimentalismo kitsch, te deja con buen sabor de boca. Eso sucede en numerosas obras de ficción, que nos permiten quedarnos tranquilos en casa porque un puñado de escogidos —los buenos— se salvan: el final no es el final».
Sin embargo, nunca todo es tan sencillo. Lejos de volvernos reactivos, a veces las distopías que nos enseñan que todo puede ir a peor nos traen la inmovilidad, el miedo, una especie de síndrome, llamémosle ansiedad, en la que nosotros, simples terrícolas con una vida finita, mileurista y patética, nos vemos apabullados ante el devenir de los acontecimientos. Tan confusos y sobrepasados que nos quedamos quietos, inmóviles sin saber demasiado qué hacer o hacia dónde ir. Petrificados. Como cuando asistimos a una fiesta en la que apenas conocemos a nadie. «A menudo se dice que la profusión de distopías en la literatura, en el cine y en las series es desmovilizadora, que puede ser reaccionaria incluso, porque puede dar la impresión de que, comparado con ese futuro aterrador, ahora no estamos tan mal. Y también porque la magnitud de la catástrofe es tal y tiene causas tan variadas que no podemos hacer nada contra ella”, confirma Ovejero.
En esa línea, Carrión destaca que, «además del valor estético, a la literatura se le ha atribuido, históricamente diferentes funciones. En el caso de las ficciones climáticas, ya sean distopías o utopías, hay dos preguntas que deberíamos hacernos. En primer lugar, se trata de si las narrativas que manejamos contribuyen o no a movilizar y articular nuestra manera de imaginar el planeta en el futuro. La segunda pregunta que deberíamos hacernos es si esa movilización nos lleva a la acción o a la paralización”.
Ursula K. Leguin, una de las maestras de la ciencia ficción, solía afirmar: «La ficción imaginativa facilita que la gente sea consciente de que hay otras formas de hacer las cosas, otras formas de ser, que no hay una sola civilización que es buena y como tiene que ser». Madre todopoderosa de viajes interplanetarios, creadora de mundos y de alternativas, la escritora estadounidense rechazaba la idea de que las ficciones y las fantasías son una forma de escapismo que nada tiene que ver con el mundo real. «Creo que es justo lo contrario», decía.
En ese sentido, pensar en la fuerza de la naturaleza no es escapismo, sino realidad. La destrucción del planeta como parte fundamental de una historia que actuaba como marco narrativo ha dado paso a algo más siniestro: la destrucción del planeta como hecho protagonista. La lucha por la supervivencia y la continuidad de la(s) especie(s) en un planeta hostil que la misma raza humana se ha encargado de destruir constituye uno de los escenarios postapocalípticos preferidos de los actuales artefactos culturales que nos quieren mostrar los peligros del futuro. Sin embargo, una serie de preguntas sobrevuelan sin obtener respuestas: ¿dónde ha quedado la ficción especulativa utópica? ¿Es que acaso no hay lugar para la esperanza en un futuro mejor? ¿Hemos perdido la fe? ¿Están las distopías pensadas para controlar la idea que tenemos del futuro? ¿Para desmoralizarnos?
«Si todo el mundo es feliz y los problemas se han resuelto ¿qué queda por hacer? Cuando creamos ficciones buscamos poner las cosas complicadas a nuestros personajes, enfrentarlos a situaciones que tengan que resolver. Es la norma básica de la ficción. A los seres humanos, lo que nos gusta de las ficciones es que nos proyectamos en esos protagonistas que se enfrentan a graves dificultades. De esta forma aprendemos a enfrentarnos a nuestros peores temores y a salir adelante», apunta Inés París, escritora, coordinadora del equipo de guion de La valla y productora ejecutiva de la serie. La valla es una serie ambientada en la España de 2045. ¿Los protagonistas? La escasez de recursos, un virus mortal y el autoritarismo de la clase dominante. La guionista considera que las utopías, que constituyen un género filosófico, moral y político en sí mismo, representan mundos deseables pero poco atractivos. Además, apuesta por las distopías con valor moralizante.
¡Necesitamos más utopías!
«La oleada distópica lo ha inundado todo, sin apenas excepciones. Resulta casi imposible encontrar una novela o una serie que imagine un futuro utópico o simplemente mejor que el presente», se puede leer en la introducción de Utopía no es una isla (Episkaia, 2020), de la editora y escritora Layla Martínez. ¿Acaso no podemos imaginar nada distinto?
El pensador y activista italiano Franco Berardi apuesta por el concepto «cancelación del futuro», que es la dispersión de la idea de progreso y la regresión al pasado. Es la creencia de que el futuro es imposible, tal y como lo concebimos hoy en día. La desigualdad, la precariedad, el deterioro de los sistemas políticos o la destrucción del planeta a causa de la sobreexplotación de los recursos nos hacen pensar que el fin anda cerca. Con la entrada del neoliberalismo feroz en los años setenta, la idea de un futuro mejor se empezó a desgastar: el porvenir no tenía por qué ser necesariamente mejor.
Quizás uno de los motivos por los que nos cuesta imaginar un futuro mejor sea porque el propio concepto utopía presenta algunas dificultades de definición. ¿Qué es o qué se considera una utopía? Para los ricos una utopía será tener clases de hípica gratis en las escuelas; para el pobre de la Cañada Real lo será tener un tendido eléctrico en condiciones. Para Vox la utopía será vernos a las mujeres en casa, sin derecho a abortar, y al movimiento LGTBIQ entre rejas, por ejemplo. ¿Es eso un futuro mejor? Las utopías son diferentes para los diferentes grupos sociales y los diferentes individuos, y, se antoja complicado conseguir un consenso amplio en la definición del concepto. Además, la utopía en sí misma es una idea en movimiento: cuando las mujeres no podían votar o tener un trabajo fuera de casa, la utopía era que sí pudiesen hacerlo; ahora que ya lo hemos conseguido, esa utopía ha quedado desfasada.
Ovejero considera que resulta difícil conseguir una distopía climática luminosa que no peque de banalización. «Yo no conozco ninguna, lo que no significa que no las haya. Lo que sí hay es la narración de un mundo distópico que pertenece al pasado —superado—, como en Las torres del olvido, de George Turner, o una mirada al presente como lugar distópico —eso existe en utopías clásicas como las de Bellamy— y la comparación pedagógica con una utopía situada en el futuro».
Si bien se ha alcanzado una capacidad importante para predecir el futuro, lo cierto es que el porvenir no está escrito y las reglas del juego pueden cambiar en 24 horas. Ovejero se fija en Zizek y en su «renormalización de la catástrofe», una noción habitualmente difundida por la política y reproducida en los medios de comunicación «cuando lo terrible se considera un precio que hay que pagar y que, además, trae ventajas. El propio Zizek recuerda, en Viviendo en el fin de los tiempos (Akal, 2010), que el deshielo del Ártico puede facilitar la explotación de sus riquezas minerales y petrolíferas».
Sea como sea, parece que lo terrible a lo que hace referencia Zizek ya está aquí. En lo climático, la cli-fi ya se ha encargado de advertirnos sobre el futuro que llega: desertización, fenómenos meteorológicos extremos, extinción de especies y ecosistemas, aparición de nuevos organismos (como virus y bacterias), etc. En lo político, solo hace falta echarle un ojo a El cuento de la criada, Fahrenheit 459, 1984 o La isla: tecnocracias, deterioro de los derechos fundamentales (sobre todos los de las mujeres y los colectivos minorizados), sociedades dictatoriales y más divididas (aún si cabe) en clases, militarización y penumbra. Cartillas de racionamiento y máscaras antigás.
En el corto E-life, una frase de uno de los protagonistas es capaz de resumirlo todo: «Esto es lo que hay; es una puta mierda, pero es la realidad». Entonces, ¿abrazamos un hedonismo en el que el presente sea la única opción posible o, por el contrario, nos organizamos para combatir la tendencia y apostar por un futuro mejor?
Decidan ustedes mismos.
Necesitamos a lxs filósofxs más que nunca.
La mayoría de la gente no se embarca en un viaje serio de autoexploración porque descubres muchas cosas que no te gustan sobre tí mismx; pero ahora la tecnología nos está obligando a hacer esta búsqueda espiritual pues estamos inmersos en una carrera por hackear a la humanidad en general y a tí en particular y debes conocerte a tí mismo mejor que corporaciones y gobiernos te conocen a tí.
Tenemos al espía en la mano: el móvil. Ni tu madre te conoce mejor que el algoritmo. La tecnología devalúa al ser humano. Lo domestica.
La verdad es dolorosa y complicada y preferimos ignorarla.
Yuval Harari, filósofo.