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Elitismo y ‘greenwashing’

“Los nuevos pobres del mundo, además de los estigmas habituales de la pobreza, han de cargar ahora con el de no saber comprar bien, no ser responsables y carecer de conciencia ambiental”, denuncia Sara Mesa en esta nueva entrega de ‘Nuestra placa de Petri’.
Elitismo y ‘greenwashing’
Manzanas 'bio' (uno de los adjetivos favoritos del 'greenwashing') en recipientes de plástico. Foto: MARKUS SPISKE / UNSPLASH

Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.

12 de abril de 2020

Seguimos tan metidos en la crisis sanitaria de la COVID-19, que marca nuestra actualidad por completo con novedades día a día e incluso hora a hora, que es complicado salir de ahí, coger perspectiva y seguir conversando sobre los temas que tratábamos antes, a pesar de que, como dijimos, no son en absoluto lejanos a lo que está ocurriendo. Por eso voy a tratar de hilar todo esto con un asunto que quedó pendiente en una reflexión tuya anterior referida al consumo de alimentos sostenibles o producidos sin crueldad, a raíz de la anécdota de tu estancia universitaria en Milton Keynes y cómo preferías comprar libros a huevos de gallinas no estresadas (te confieso que yo hubiese hecho lo mismo…).

Ahora que la pandemia ha puesto de relieve los peligros y la fragilidad de la globalización, creo que podemos seguir charlando un poco de los problemas relacionados no solo con la industria alimentaria global, sino también con otras industrias como la de la moda. Hoy más que nunca es importante que nos replanteemos estos modelos de producción y distribución global. Precisamente John Gray, del que hablábamos hace nada, a raíz de la crisis actual ha señalado que el apogeo de la globalización ha llegado a su fin y que, a partir de ahora, nuestra vida va a estar mucho más limitada en lo que se refiere a la movilidad incesante de bienes y personas de la que partíamos.

Sin embargo, no deja de ser curioso que durante el confinamiento se haya impuesto a la población como forma dominante para proveerse de alimentos de primera necesidad el modelo que ofrecen las cadenas de supermercados, frente al de la pequeña producción agraria y ganadera. Así, en el actual estado de alarma se permite abrir a los supermercados pero se han cerrado los mercados de proximidad, lo cual está resultando muy perjudicial para los productores locales -además de incrementar el desperdicio alimentario, ya que no pueden dar salida a sus productos-. Las supuestas razones sanitarias que se aducen para defender esta medida han sido puestas en duda por los pequeños agricultores y ganaderos y, desde luego, basta con asomar por cualquier Mercadona de este país para comprobar que un supermercado es un lugar tan susceptible de infectarse como cualquier otro.

5.000 kilómetros

No cabe duda de que el modelo de abastecimiento de los supermercados debería revisarse por completo. Si uno se pone a mirar las etiquetas de los productos, es asombroso comprobar la procedencia de algunos de ellos. En algún lugar leí que la distancia media de recorrido de un alimento antes de llegar a nuestra mesa es de unos 5.000 kilómetros. Precisamente la etiqueta de “alimentos kilométricos” designa como pocas este sistema completamente absurdo, que obvia el hecho de que probablemente podamos alimentarnos sin problema con lo que se produce a cien kilómetros a la redonda.

No sé si el dato de los 5.000 es exacto, pero, sea como sea, cualquiera de nosotros ha visto en el súper alimentos que provienen de lugares remotos de Asia o de América, incluso en el caso de aquellos que cuentan con una producción tradicionalmente local como garbanzos, trigo, naranjas, manzanas, uvas o melones. Soy consciente de que con esto no digo nada nuevo: es lo que llevan denunciando ecologistas, pequeños productores y organizaciones de consumidores desde hace muchos años, denuncias que, en cierto modo, han tenido su efecto porque ahora ya se vende como un valor la proximidad de los productos y el incentivo local, aunque el porcentaje que represente del total siga siendo, todavía, insuficiente.

Lo preocupante es cómo las grandes superficies, siempre pendientes de las tendencias de mercado, asimilan tan rápido los cambios y ponen en marcha técnicas de greenwashing, es decir, estrategias de maquillaje para dar la apariencia de que existe una preocupación medioambiental cuando la realidad es más cuestionable. Hoy día en cualquier supermercado hay ya secciones completas de “ecológicos” y etiquetas como sostenible, vegano, orgánico, cien por cien ingredientes de origen natural, etc., y son las más de las veces excusas para subir los precios sin motivo. A menudo da la sensación de que, en la persecución del consumo ecológico, quienes menos importan son las personas. Por ejemplo, modas que se desarrollan en el ámbito de lo saludable y lo vegano, como la de la quinoa, tienen unos costes humanos añadidos tremendos: el encarecimiento de este producto en los últimos años ha hecho que se convierta en prohibitivo en regiones de Perú y Bolivia, donde era un alimento básico y asequible para la población indígena.

Como ya te comenté, no es solo el elitismo de estas propuestas lo que me molesta, sino que, a menudo, ni siquiera son verdaderas. Algo parecido sucede con la industria de la moda, en la que la llamada fast fashion es, sin duda, responsable de buena parte del cambio climático. De hecho, se afirma que la industria de la moda es responsable del 10% de las emisiones de dióxido de carbono, lo que, sumado a la gran cantidad de agua que consume su producción, la convierte en la segunda industria más contaminante. Estos datos, que se repiten aquí y allá incluso en las mismas revistas donde se promueve el consumo masivo de ropa, han llevado en los últimos tiempos a poner de moda, valga la redundancia, el concepto de moda sostenible, que ya han abrazado grandes marcas como Zara, Asos y H&M. Pero, por supuesto, todo esto no es más que greenwashing: ¿de qué me vale saber que una prenda es de algodón orgánico si se ha fabricado en un taller sin seguridad laboral de Bangladesh por mujeres que no cobran el salario mínimo? ¿Qué es eso de vender una prenda como ecológica solo porque el cinco por ciento del poliéster de su composición es reciclado? Hay que tener mucho cuidado y ser muy desconfiados con la asimilación de ciertas ideas cuando se pretende hacer negocio con ellas.

En mi opinión, lo más pernicioso del greenwashing es el juego tan perverso que lo sostiene, el medido equilibrio entre la información que se da y la que se oculta. A menudo, se destaca una característica del producto –que muchas veces ni siquiera es relevante– para ensombrecer los verdaderos problemas que esconde detrás. Por ejemplo, se promociona un electrodoméstico destacando su bajo consumo energético pero obviando que en su fabricación se han usado materiales contaminantes, se venden kakis ecológicos envueltos y colocados muy coquetamente en bandejas de plástico o se empaqueta una prenda realizada con fibras naturales con un embalaje excesivo y nada ecológico para enviarlo a la otra punta del mundo. Otras veces, directamente, se miente, como cuando Nestlé asegura que el cacao de sus productos es de origen sostenible, estando más que documentado que, con sus prácticas, Nestlé contribuye a la deforestación en África occidental.

Pero hay algo perturbador en todo esto, un mecanismo psicológico que funciona, y mucho, que es el guiño al consumidor responsable –o que se cree, o alardea, de ser responsable–, esa manera rápida de obtener satisfacción adquiriendo un producto que a menudo ni siquiera se necesita (un electrodoméstico nuevo, unos vaqueros más) diciéndole al mismo tiempo: “eres una buena persona”. Y eso se llama distinción. A veces, también, se llama clasismo.

Como verás, siempre termino llevando todo al terreno de lo humano, pero ¿cómo evitarlo? Las contradicciones a las que nos someten, las que promovemos y aquellas a las que contribuimos son una fuente inagotable de observación. Estoy muy de acuerdo contigo cuando dices que no puede responsabilizarse al consumidor en exclusiva para que extreme su celo al comprar en aras del cuidado y respeto a la naturaleza, la pequeña agricultura y ganadería, los derechos de los animales, etc. Es agotador e imposible tener que estar fiscalizando tantos factores de los que, muchas veces, ni siquiera tenemos datos fiables. Por eso también pienso que los gobiernos tienen que involucrarse y, directamente, prohibir prácticas que son nocivas para el planeta y las futuras generaciones.

Dinero y conocimientos

Últimamente se ha puesto de moda un lema que dice algo así como que cada euro gastado decide más que un voto, en el sentido de que según donde consumimos estamos apoyando un modelo de consumo más o menos justo, más o menos responsable. Puede que haya algo de verdad en esto, pero insisto en que es un posicionamiento elitista, pues para empezar el consumidor consciente –como también se llama– cuenta con más dinero, tiempo e información que la media de consumidores, es decir, siguiendo con el símil de la votación, tiene derecho a votar más veces. Me explico con un ejemplo bastante claro: imaginemos una mujer que trabaja limpiando oficinas y que mantiene, en exclusiva con su sueldo, a tres hijos. Esta mujer no solo no dispondrá de dinero suficiente para permitirse pagar carne o huevos ecológicos, como ya apunté la otra vez, sino tampoco de recursos ni energía para buscarlos. Acabada su jornada laboral, agotada y sin tiempo apenas para estar con sus hijos, se meterá en el súper más cercano, comprará allí todo lo que necesite –también los productos frescos– para acabar cuanto antes y, desde luego, no se parará a mirar las etiquetas a ver de dónde procede cada cosa o cómo se ha fabricado.

Cuando lees en las revistas de tendencias los consejos para ser un consumidor responsable, tan poco realistas en general, parecen escritos por un alma inocente o perversa, según se mire. El elogio indiscriminado, por ejemplo, de los mercados de abastos –que están siendo gentrificados del mismo modo que lo son los barrios céntricos de las ciudades– a mí personalmente me pone enferma, sobre todo cuando veo que también se dejan llevar por prácticas como vender la fruta ya cortada y metida en innecesarios envases de plástico, simplemente porque queda más mona.

Hasta donde yo veo en Sevilla, los mercados de abastos ya no son los que eran: muchos clientes, en general con cierto poder adquisitivo, lo son solo del fin de semana, cuando aparecen el sábado a comprar o el domingo a tapear. Si antes el mercado era el lugar popular por excelencia para comprar, con buen producto y a precio barato pero sin especiales presentaciones, eso ahora ha cambiado en gran medida, y la gente trabajadora, el currante mal pagado que está cansado y es pobre, compra en supermercados y, si tiene que almorzar en la calle por trabajo, lo hace en un McDonald’s porque a lo de preparar el tupper sano y creativo ya no les da el cuerpo la noche antes. No quiero decir que, en la medida en que uno pueda no haya posibilidad de luchar contra la inercia dominante –esto de la “pequeña escala” que ya hemos hablado–, ni que haya que caer en el derrotismo indiscriminado, pero es importante que no olvidemos que si no hay una estructura social justa es imposible que ciertas cosas cambien.

Alimentando la rueda de la miseria

El libro Por cuatro duros de Barbara Ehrenreich, que habla del sistema laboral de los empleados no cualificados en Estados Unidos –con muchas similitudes, por desgracia, con lo que estamos viendo ya en Europa–, me hizo reflexionar mucho sobre este asunto. Ehrenreich, que además de una impecable periodista es bióloga como tú, se infiltró en distintos puestos de trabajos basura para comprobar de primera mano cómo subsisten las personas explotadas y su experiencia –terrible, por cierto– demuestra que capas y capas de la población no solo no tienen la capacidad de elegir qué consumen, sino que además alimentan la rueda de la miseria siendo clientes de las mismas empresas que los esclavizan, bien porque les dan bonos descuento que no se pueden permitir desaprovechar, porque no les da tiempo a buscar otras opciones o por otras muchas razones de las que desde luego no se les puede culpar. Así que eso de “un euro, un voto” es injusto básicamente porque parte de la ceguera del privilegiado frente al pobre.

Sin embargo, qué contradicción que estos nuevos modelos de pobreza –el de las personas que tienen uno o incluso varios empleos, subsisten hacinados en las grandes ciudades y forman parte del engranaje invisible de las grandes corporaciones– sean tan diferentes, en términos de coste ecológico, de la pobreza tal como la entendíamos hace décadas. Entonces, las personas con pocos recursos consumían solo lo imprescindible, compraban en su entorno y en función de la temporada en ocasiones practicaban el trueque, llevaban una bolsa de tela para el pan y el carrito de la compra, jamás cogían un avión y casi nunca el coche u apenas tenían ropa (qué contraste con los challenges de las instagramers de moda sostenible, que retan a repetir o compartir ropa, como si eso no se hubiese hecho ya toda la vida). Resulta que, bien pensado, el consumo más sostenible era el que hacían nuestros abuelos y que los nuevos pobres del mundo, además de los estigmas habituales de la pobreza, han de cargar ahora con el de no saber comprar bien, no ser responsables y carecer de conciencia ambiental.

Todo esto, bien pensado, es un camino inagotable de inspiración literaria. Y, en mi opinión, mucho más acertado, sugerente y actual que la literatura apocalíptica y distópica que ahora, por razones obvias, está tan de moda.

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COMENTARIOS

  1. La gente como posesa al Mercadona… segunda fortuna del país.
    Como ese individuo es del Opus y esa secta, lo sé muy bien, sabe tanto de prácticas esotéricas y ciencias ocultas, no me extrañaría nada que tenga que ver el éxito de la afluencia con las prácticas que llevan a cabo; no me extrañaría nada.
    Y que decir de Zara, explotadora de esclavos, con escrúpulos y honestidad nadie se hace el más rico del país.
    Gran verdad de que tenemos lo que por nuestra inconsciencia nos merecemos.
    ———————————————————-
    Ni siquiera limitando en 2 grados el aumento de la temperaturas globales, se podrá evitar que 80 millones de personas pasen hambre de aquí a 2050, mientras que 130 millones podrían sucumbir a la pobreza extrema en un plazo de tan sólo una década.
    Cientos de científicos de la ONU coinciden en señalar un escenario apocalíptico. Están de acuerdo en que dicha aceleración de impactos devastadores por el cambio climático va a producirse sea cual sea el ritmo de reducción de gases de efecto invernadero.
    EL “APOCALIPSIS” PODRÍA SER UNA REALIDAD PARA LA HUMANIDAD ANTES DE 2050 (VÍDEO)
    Un informe de la ONU (que se hará público en febrero del próximo año) sobre las condiciones para la vida en el planeta revela que no sobreviviremos.
    Los expertos en clima de la ONU constatan una evidencia fundamental: los desajustes provocados por el cambio climático se van a acelerar y van a ser palpables mucho antes de 2050.
    En resumen, el informe describe un panorama relacionado con varias factores imprescindibles para la vida. Entre otros, la falta de agua, la desnutrición y el éxodo poblacional. Todo lo cual, vaticinan, hará que la vida en la Tierra sufra modificaciones nunca antes conocidas y prácticamente insoportables para los seres humanos.
    https://canarias-semanal.org/art/30853/el-apocalipsis-podria-ser-una-realidad-para-la-humanidad-antes-de-2050-video

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