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Hacia territorio desconocido

Con independencia de lo que vaya a venir en el futuro, el colectivo Contra el diluvio considera indispensable "organizar a capas amplias de la sociedad en torno a la idea de que mundos mejores son posibles"
Trabajo colectivo de plantación de árboles en las Maldivas. Foto: niOS/Flickr. (Lic: CC BY-NC 2.0) Foto: maldivas

Nos encontramos ante un momento único en la historia, y no sólo en lo que respecta a la especie humana, sino del planeta en su conjunto. Cada vez es más evidente que los numerosos cambios que está experimentando la Tierra no se pueden enmarcar dentro de la variabilidad propia de la era geológica en la que nos hemos encontrado durante casi toda nuestra historia como especie, el Holoceno, sino que se salen del molde y marcan el comienzo de una nueva era. Tal vez la disrupción más conocida sea la del ciclo del carbono, con la concentración de CO2 más alta de los últimos tres millones de años (415 ppm), el principal motor del calentamiento global que promete cambiar radicalmente el clima del planeta. Estamos en la era del Antropoceno.

El activista ecosocialista Ian Angus dedica unas páginas de su libro Facing the Anthropocene (Monthly Review, 2016) a aclarar qué significa esta palabra. Pone especial énfasis en que lo que define a esta nueva era no es que la especie humana esté cambiando los ecosistemas. Esto es algo que ya hacían nuestros antepasados hace más de dos millones de años; tampoco la define el control humano de la naturaleza, puesto que, como es evidente ante la crisis climática que viene, nuestra especie ha cambiado radicalmente el planeta, pero no de forma controlada sino caótica.

Lo que define a esta nueva era, defiende Angus, es que la actividad humana, principalmente mediante la quema de combustibles fósiles coincidente con la expansión del capitalismo a nivel mundial, está trastornando profundamente los sistemas de la Tierra. Esto está llevando al planeta en su conjunto a terra incognita, a situaciones y condiciones que no se han vivido antes. Las consecuencias pueden ser desastrosas para la habitabilidad de gran parte del globo. La trayectoria actual, que podemos corregir si actuamos rápida y decididamente, pero no detener ni revertir, nos lleva hacia un planeta mucho más caliente que el que jamás hemos conocido como especie, con fenómenos naturales más extremos y frecuentes.

Nos ha tocado vivir, pues, un momento crucial en la historia. Tenemos, además, la complicación adicional de que son pocas las certezas del pasado que se mantienen en pie en este terremoto. Entre las pocas que se mantienen, sobre la que hemos de construir todas las demás, es que disponemos de poco tiempo para actuar. Los cambios que debemos llevar a cabo son drásticos y no hay tiempo que perder. Los ciclos terrestres poseen ciertos puntos de inflexión o no retorno, que una vez sobrepasados hacen que el sistema entre durante un tiempo en un bucle de realimentación positiva (popularmente llamado “círculo vicioso”).

Estos ciclos se caracterizan porque un fenómeno realimenta el proceso que lo causó en primer lugar (por ejemplo, la liberación de parte del metano atrapado en el permafrost contribuye al aumento de las temperaturas, que a su vez derrite más permafrost y libera más metano). Es por tanto crucial que actuemos con rapidez. Debemos evitar cuantos más puntos de inflexión mejor para tener un planeta lo más habitable posible.

Esta urgencia obliga a todo el espectro de la izquierda a reevaluar lo que creíamos saber acerca de cómo podemos organizarnos de forma efectiva para cambiar el sistema. La presuposición reformista de que lo único que hace falta es tiempo para poder cambiar gradualmente el sistema ya no sirve: tiempo es justo lo que no tenemos. Por otra parte, los métodos revolucionarios que creíamos probados por el turbulento siglo XX han de volver a examinarse bajo la perspectiva de que, a diferencia de los revolucionarios del pasado, no contamos con el lujo ni de esperar al momento adecuado ni de saber que en caso de fallar la Historia nos absolverá, porque no hay garantías de que dicha Historia exista.

En el primer capítulo del Manifiesto del Partido Comunista, Marx y Engels escriben que la lucha de clases “conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes”. La posibilidad del segundo escenario en caso de que no logremos triunfar es tan real hoy como lo fue en los momentos más tensos de la escalada nuclear del siglo pasado, y no hay otro momento para actuar que ahora mismo.

Por tanto, no podemos permitirnos ni quedarnos quietos ni avanzar en la dirección equivocada. Tampoco sirve elegir la senda correcta pero dar pasitos cortos. Hace falta transformar la sociedad de maneras difícilmente imaginables, y a la vez hay que hacerlo con los recursos que tenemos y en un tiempo limitado.

Experiencias previas nos demuestran que no parece razonable esperar que quienes ostentan el poder vayan a actuar por su propia voluntad para detener el caos climático: a pesar de las buenas palabras, las emisiones de CO2 no han hecho más que aumentar desde la firma de Kyoto en 1997, e incluso si se cumpliese el acuerdo de París no evitaríamos el calentamiento de 1.5º C. La única alternativa que nos queda es una movilización de masas, desde abajo, que fuerce los cambios necesarios y sirva para tejer redes de solidaridad a todos los niveles, tanto local como nacional e incluso internacional, que nos permitan salir del atolladero en el que estamos sin que sea a costa de las más pobres entre las pobres.

El futuro es incierto: no sabemos en qué mundo vamos a vivir dentro de 20, 30 o 50 años. Lo radicalmente esperanzador de esto es que no lo sabemos porque no está determinado: en nuestras manos está construir, al menos parcialmente, lo que está por venir.

Independientemente de lo que creamos que va a pasar, parece claro que todo lo que consigamos ahora tendrá una relevancia aún mayor en las décadas que están por venir. Al aventurarnos en terra incognita parece más importante que nunca el cuidarnos mutuamente y no tener que adentrarnos solas en lo desconocido.

Con esto claro, la pregunta es evidente, ¿qué hacemos ahora? En nuestra opinión, el primer paso para poder construir redes de solidaridad verdaderamente efectivas es tener claro a quién queremos sostener y quién queremos que nos sostenga. Saber qué esperamos conseguir mediante esta ayuda mutua y quiénes son los responsables de que estas redes sean tan necesarias en primer lugar. Una vez que sepamos quiénes son nuestros amigos, quiénes nuestros enemigos y a qué aspiramos podemos ponernos en marcha.

Este es un trabajo que es necesario hacer entre todas y sin que importe qué tengamos en mente para el futuro, una tarea tan grande que las diferencias que pueda haber entre nosotras son minúsculas en comparación. Además, la crisis climática nos ofrece una oportunidad única de imaginar el mundo que queremos. Es imposible separar una respuesta a la misma del resto de nuestras vidas: cómo nos enfrentemos a ella tendrá impactos serios en todas las esferas de la vida, desde el trabajo y el tiempo de ocio, a la vivienda y la movilidad, pasando por la educación y la salud.

Podemos, como mínimo, establecer el objetivo común en un mundo en el que el lucro privado deje de ser el fin último de la producción, en el que podamos disfrutar de una relación no destructiva con la naturaleza y que esté centrado en la satisfacción de las necesidades reales de la sociedad. Un mundo en el que el trabajo sea más llevadero y esté mejor repartido, en el que consumamos menos recursos pero los compartamos más, y en el que el lujo público sustituya al despilfarro y el exceso privado. En el que vivamos con y no contra el resto de los seres vivos del planeta.

Las alianzas parecen claras: todas las personas que tienen mucho que ganar y poco que perder en la sociedad actual, y que perderían incluso ese poco si no conseguimos triunfar. Los enemigos también se encuentran a simple vista:  los capitalistas, en especial ahora mismo los de la industria fósil, que han dedicado miles de millones de euros a lo largo de los últimos años en intentar asegurar nuestro fracaso, aunque eso suponga el empeoramiento radical de las condiciones de vida en todo el planeta, para no ver peligrar sus beneficios millonarios.

En un escenario en el que cada minuto cuenta, cada victoria que le arrebatemos al capital (una jornada de trabajo más corta, una red energética menos dependiente de los fósiles, una mejora de los servicios públicos, un sistema de transporte público rápido y eficiente) juega un papel triple: por una parte, nos permite ganar tiempo, algo que necesitamos desesperadamente; en segundo lugar, nos facilita la construcción de estas redes de solidaridad que necesitamos, al liberarnos individualmente de ciertas cargas; y finalmente, contribuye a crear nuestros sistemas de realimentación positiva particulares, unos en los que cada victoria conseguida nos anima y da el aire que necesitamos para conseguir la siguiente.

Con todo, no todo el mundo es tan optimista. No es que falten motivos para abandonar el moderado optimismo que hayamos podido mostrar: la creciente alarma de los informes científicos, unida a la dependencia total de nuestra economía de las energías fósiles y la inacción casi absoluta de los últimos años entre quienes más facilidad tenían para conseguir una transición energética y social suave son, desde luego, motivos para un desánimo rayano en la desesperación. En parte del movimiento ecologista (y también fuera) esta constatación ha llevado a una especie de realismo (a lo there is no alternative de Thatcher) según el cual el colapso de la civilización es inevitable a medio plazo, una vez que empiecen a escasear los combustibles fósiles sobre los que se ha construido el crecimiento económico de los últimos doscientos años.

Aunque esta es una visión que no compartimos, parece razonable creer que incluso si esto fuera verdad (o especialmente si lo es), es urgente organizarse mientras las condiciones lo permiten: toda red de apoyo que tejamos ahora será crucial ante un desmoronamiento de la sociedad compleja. Todo el poder popular que podamos construir ayudará a controlar el derrumbe del edificio civilizatorio. Cada tonelada métrica de CO2 que hayamos conseguido no emitir será una tonelada métrica que no estará calentando el planeta durante nuestro Mad Max particular.

En definitiva, independientemente de qué es lo que vaya a venir en el futuro, ya sea el paraíso ecosocialista, el desplome de la civilización industrial, el capitalismo del Antropoceno (era que tal vez sería más adecuado llamar Capitaloceno) o, lo que es bastante más probable, una mezcla de todo lo anterior, no parece que haya demasiado conflicto en qué tareas hemos de abordar en la actualidad: tenemos que organizar a capas amplias de la sociedad en torno a la idea de que mundos mejores son posibles, y de que, literalmente, se nos va la vida en conseguirlos.

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