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Cuando viví en Estados Unidos, tuve la oportunidad de conocer a gente que, hasta ese momento, había permanecido completamente fuera de mi órbita: los ricos. Algunos eran clase alta acomodada (dos o tres viviendas gigantescas, vacaciones en hoteles de lujo, cochazos) y otros pertenecían directamente a la élite de multimillonarios que habitualmente frecuenta el conjunto de universidades llamadas «Ivy Leagues», en dos de las cuales estudié y trabajé. Para mí, acostumbrada a una vida por tramos más humilde de lo que habría deseado, estas personas representaban casi otra especie –no pocas veces sentía que guardaba más en común con un insecto o un roedor que con ellos–, pero me propuse escuchar y aprender, e incluso mostrar empatía.
A la desconsideración por el destino de los demás –»¿a mí por qué debería importarme la política, si no me pagan por ello? ¡Que se preocupen nuestros congresistas!», me dijeron una vez–, se unía el consumismo desaforado, llamadas al aburguesamiento como si fuese una elección y, a menudo, un malestar oculto que, con una pizca de confianza, afloraba: un estudiante llegó a confesarme que lo perforaba una culpa infinita, pues su padre era un alto ejecutivo de una empresa fabricante de armas, por lo que la riqueza familiar provenía de provocar la muerte; aun así, el tormento lo sobrellevaba gastando más dinero. Existía en todos un orgullo visceral por el trabajo que los conducía a aceptar condiciones de autoexplotación como una suerte de mecanismo compensatorio destinado a lavar el privilegio: «me lo he ganado», aseveraban, también los jóvenes que, recién graduados, conseguían ofertas con sueldos astronómicos en Wall Street. Transcurridos unos meses, las jornadas maratonianas hacían estragos en su salud, pero ahí seguían, al dictamen de las cuentas corrientes y la escalada hacia las cumbres. The sky is the limit (‘el cielo es el límite’) –suena por allí–, así que predominaba el requisito de medrar a toda costa.
Durante años, me he estado preguntando por la catadura ética de los ricos, considerando el aumento acelerado de la desigualdad o el hecho de que el 1% de arriba contamina el doble que el 50% más pobre. Me he preguntado si saben de los favores fiscales que reciben –400 familias de mil-millonarios pagaron un exiguo 8,2% de impuestos federales sobre su renta, mientras que la media del ciudadano estadounidense se sitúa en un 13%–, o que ese 1% más perjudicial para el planeta ha acumulado 2/3 de toda la riqueza creada desde 2020. De qué pasta estarán hechos, cómo son capaces de soportar tal grado de complicidad con las múltiples crisis que vienen asolando a la ciudadanía desde hace varios lustros, les merecerá la pena a título individual, y con qué herramientas contamos los no-millonarios para equilibrar la balanza… han constituido dudas nocturnas frecuentes. El intelectual norteamericano Douglas Rushkoff publicó una pieza hace unos años, traducida por Olga Abasolo, que repartía pistas entre mis interrogantes. Convocado por cinco hombres poderosísimos para que les explicase detalles sobre el futuro de la tecnología y, sobre todo, del probable colapso ecosocial, se dio cuenta de que buscaban transcender la condición humana –eso que el filósofo Jorge Riechmann calificó de «movimiento antropófugo»– mediante fantasías espaciales y tecnoptimistas que, paradójicamente, confluían en un hondo pesimismo para la humanidad. El objetivo (refugiarse en búnkers o en Marte) era la huida, y se presentaba con una carencia de «cualquier implicación moral de sus actividades».
Ricos: infelices destructores de lo común
Conforme proseguía mi indagación sobre estas psicologías destructoras de lo común, encontré testimonios y estudios que ponían el foco en la infelicidad que, por lo visto, caracteriza las biografías de los más acaudalados. Suelo digerir este tipo de análisis con cautela, puesto que son fácilmente manipulables para esgrimir una suerte de «felicidad del pobre» que romantiza lo que, verdaderamente, son vidas llenas de dificultades; no obstante, su lectura me resultó interesante. Depresión, aislamiento social, incapacidad para confiar en los demás ante la sospecha de que cualquier amistad quizá la motive el interés económico, falta de sentido o propósito al haber rozado la cumbre o haberla transformado en hábitat… son algunos de los síntomas que pesarían en este grupo de privilegiados, y en sus hijos, sumados a la extenuación laboral que, obviamente, no responde a la satisfacción de necesidades básicas. Lo que en 1899 el sociólogo y economista Thorstein Veblen denominó «clase ociosa» se fue desprendiendo de ese tiempo libre que le infundía prestigio, pero, sin duda, ha mantenido su «hábito predatorio de vida», uno de los rasgos definitorios de las élites según el autor. Siguiendo con su argumentario, y al hilo de los datos disponibles, cabría referirse a ella como «clase depredadora», consciente y quizá inútilmente, pues ni siquiera gozan de existencias plenas, pobladas de afecto, salud y alegría.
Pero hay otro daño que me perturba más todavía: sus modos de vida, ausencia de valores morales, incluso rechazo de toda ética –a pesar de un sufrimiento que no desdeño– han conformado patrones de emulación entre las clases medias y bajas, contaminado nuestras instituciones, de manera que enunciar lo obvio –que estamos expuestos a dolores, precariedades, sacudidas climáticas insoportables derivados de esta injusticia estructural– puede conllevar serias represalias sociales. La depredación, como comportamiento supremo, engendra adeptos por todas partes que, cual cancerberos, impiden la implantación de sistemas más igualitarios.
Cómo vamos a solucionar este problema, será posible aliarse con los pocos miembros de esas cimas que exigen políticas redistributivas, qué mecanismos democráticos, colectivos, emplear en reorientar los engranajes socioeconómicos para que no acabemos siendo pasto de sus efluvios megalómanos quizá debiera formar parte de nuestros debates.
SALVARA EL CAPITALISMO A LA HUMANIDAD? Frei Betto.
El año comenzó con una noticia estremecedora. En 2021, en pleno auge de la pandemia, la fortuna de las 500 personas más ricas del mundo creció en más de un billón de dólares.
Para tener una idea de lo que esto significa, basta saber que, en 2020, el PIB de Brasil –la suma de todos los bienes y servicios de una población de 212 millones de personas– fue de 1,445 billones (7,5 billones de reales).
Si sumamos el patrimonio líquido de ese selecto club de 500 supermillonarios, el resultado es de 8,4 billones de dólares, superior al PIB de cualquier país del mundo, salvo Estados Unidos y China.
De los 500, diez son casi 4,520,145 millones de dólares más ricos. Ellos son:……
La mayoría de los supermillonarios controla los medios de comunicación, en especial los electrónicos. O sea, fabrican las ideas que pueblan las mentes de mucha gente. Esos diez hombres tienen también poder para detectar cada uno de nuestros pasos y registrar nuestras preferencias. Poseen más poder que casi todos los jefes de Estado.
De los diez supermillonarios nueve viven en EEUU. Vale subrayar que esos nueve estadounidenses tienen un inconmensurable poder electoral, ya que en Estados Unidos se permite el financiamiento privado de las campañas políticas.
¿Y por qué esas diez personas poseen fortunas tan fantásticas?
Porque vivimos en el sistema capitalista, que instauró la naturalización de la desigualdad social, la convicción de que la naturaleza existe para ser explotada, la creencia en que todos son libres para ascender de la pobreza a la riqueza (la meritocracia), el poder de dictar leyes y monitorear gobernantes y, como explica Max Weber, el precepto de que poseer una fortuna es señal de la bendición de Dios…
De los 7,9 mil millones de personas que habitan este planeta devastado por el capital, 857 millones padecen hambre (de la cual 24,000 mueren cada día); 780 millones sobreviven en la miseria; 785 millones no tienen acceso a agua potable; y más de 3,000 millones viven en la pobreza.
Nuestra era puede definirse como el capitaloceno. Hoy día, el poder del capital habla más alto que el derecho a la vida de los seres humanos y la naturaleza. La apropiación privada de la riqueza se considera un mérito y un derecho, protegidos por las leyes y la policía.
Los más ricos son envidiados, cortejados, adulados y admirados, mientras que los más pobres son menospreciados, rechazados y excluidos.
Un detalle: el 84 % de la población mundial (6,63 mil millones de personas) cree en Dios… No en vano los dólares llevan impreso In God we trust (confiamos en Dios). En realidad, deberían corregir la frase para que dijera In Gold we trust (confiamos en el Oro).
Estoy convencido de que ni la humanidad ni la naturaleza tienen salvación bajo el capitalismo. Y tengo la esperanza de que, un día, la humanidad considerará que es un sistema inhumanamente abominable.