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Hay una leyenda de los indígenas americanos que cuenta la historia de un pequeño colibrí inasequible al desaliento. Un día, la selva en la que vive es pasto de un incendio terrible. Todos los animales observan las llamas aterrorizados y sólo el colibrí reacciona: vuela hasta el río, sorbe un poco de agua con su minúsculo pico y vuelve raudo para volcar esas pocas gotas sobre el fuego. Los demás animales lo observan y consideran incomprensible su comportamiento. «¿Pero qué haces, colibrí? ¿Te has vuelto loco? No vas a apagar el incendio con esas gotas», le dicen. «¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! –contesta el colibrí mientras sigue trabajando afanosamente–. Pero estoy haciendo mi parte». La historia de ese aguerrido pajarillo es similar a la de la familia del documentalista Erlend E. Mo cuando decide mudarse a una comuna ecológica: algo encomiable, sin duda, pero también perfectamente inútil.
Mo cuenta en el documental Journey to Utopia su traslado desde Noruega hasta una comunidad llamada Permatopia y situada en Dinamarca. «Puede que sea la última peli que haga antes de que se acabe el mundo», llega a decir. Antes vivían en una preciosa casa unifamiliar en el campo, pero Erlend y su esposa, Ingeborg, debían tomar aviones continuamente para desplazarse a su trabajo. Ese modo de vida poco sostenible los angustiaba. Así que deciden darle un cambio radical y unirse a una cooperativa de agricultura orgánica autosuficiente. Tienen dos hijas y un hijo a los que involucran en un sueño ecologista que pronto se revela como una pesadilla organizativa y financiera: las casas adosadas en las que deben vivir no se construyen a tiempo, y cuando por fin están listas son pequeñas, frías, incómodas, hechas con materiales de mala calidad, defectuosas y más caras que pagar un alquiler normal. ¿Ese es el precio por una vida sostenible? De acuerdo, si de verdad estamos comprometidos con el decrecimiento, aceptémoslo.
Los miembros de la familia más descontentos con la nueva situación son precisamente Erlend, el padre, y Aslaug, la hija adolescente. Esta última por estar en una edad difícil, enfadada con el mundo, refugiada en su música y su teléfono móvil, lejos de otros jóvenes como ella. Y Erlend porque no encaja en el ambiente. Vivir en una comuna significa aceptar unas determinadas reglas de convivencia y renunciar a buena parte de su privacidad. Y ese sí que es un precio que se antoja prohibitivo. Pero, mal que bien, consigue hacer las paces con su justificadísimo anhelo de soledad y se obliga, digámoslo así, a la integración. Por el bien común y por coherencia con sus ideales. Bravo por él. Nada que objetar.
La gran pregunta al ver los sufrimientos y los esfuerzos de esta familia es: ¿todo eso es necesario? ¿No estarán errando el tiro? El propio Erlend, en un momento del documental, realiza un diagnóstico muy preciso de la cuestión: «Nos hemos ido de la realidad para vivir un sueño». Lástima que no profundice más en ese aspecto. Su relato se desliza pronto en las dificultades individuales (o familiares) que tiene para vivir con un grupo de desconocidos con los que comparte un objetivo: reducir su huella ecológica en el planeta. A nosotros ya no nos pueden culpar del calentamiento global, vienen a decir. Nosotros vivimos como debe hacerse en este momento de crisis climática. Cultivamos nuestras propias patatas y comemos los huevos que ponen nuestras propias gallinas. Tenemos hasta nuestro propio molino aerogenerador de energía. Nosotros ya hemos salido de la rueda depredadora del capitalismo. El problema, en resumen, es de otros.
¿En serio?
Qué entendemos realmente por «marcar la diferencia»
«He dicho mil veces que siento una responsabilidad enorme. Es muy agobiante», dice Ingeborg Mo en el documental justo antes de romper a llorar. «Estamos ocupados destruyéndolo todo. El planeta entero. Las cosas están muy mal. Y aun así, decidimos tener hijos. Así que somos nosotros quienes debemos esforzarnos al máximo».
Hay un momento en el cual padres y madres (todos mayores de 40 años a causa de la precariedad laboral) se dan cuenta del daño infligido al planeta y deciden actuar cuando miran aquello que se ha convertido en lo más importante de sus vidas: sus hijos. Un poco tarde, quizás, pero aceptémoslo, también, como un signo de los tiempos. ¿Qué planeta les voy a dejar a mis hijos?, se preguntan afligidos. La respuesta a esa pregunta podría ser otra pregunta, directa, sencilla, provocadora: ¿vosotros creéis que Jeff Bezos está pensando en vuestros hijos cuando se sube a su cohete para hacer turismo espacial? No es que no piense en ellos (que por supuesto no piensa), es que si alguien se acercara a él y le señalara el problema del cambio climático desde ese ángulo, el de las generaciones futuras, su cerebro no sería capaz de procesarlo. Por sus oídos entraría, sí, una serie de palabras que no significaría absolutamente nada para él. No sería como el que oye llover, porque hasta para eso hace falta un cierto nivel de consciencia. Sería menos que esos acúfenos que se apagan a los dos segundos y a los que no se les da mayor importancia. Es que no sería nada. Cero.
Tú puedes seguir separando la basura para reciclar (debes hacerlo, de hecho) y evitando viajar en avión. Puedes seguir priorizando la bicicleta en tus desplazamientos por la ciudad y acudiendo a hacer la compra con tu bolsa de rafia reutilizable (por favor, sigue así). Pero eso no evitará que la temperatura de la atmósfera supere los 2 ºC respecto a los niveles preindustriales, que es el umbral de la catástrofe fijado en el Acuerdo de París hace ya seis años. De igual forma, puedes irte al campo a sembrar tus propias hortalizas, como hace la familia Mo en Journey to Utopia, sin que eso marque ninguna diferencia en el planeta. Estás haciendo tu parte, como el colibrí del cuento, y puedes sentirte bien con ello, pero no es suficiente.
Sin caer en el fatalismo (en el «no voy a hacer nada, porque para qué») ni en el libertinaje («aprovecha para comer toda la raya que puedas porque se va a extinguir»), hay que dejar de culparse como individuos y empezar a exigir responsabilidades a los verdaderos culpables de este desaguisado: los gobiernos y los propietarios de los medios de producción. No se trata de que tú plantes el repollo que te vas a comer, lo cual está muy bien, se trata de que los fondos de inversión, que son dueños de la industria y de la tierra cultivable, apuesten por métodos de producción más sostenibles con los que ganen menos dinero durante un tiempo. Ojo, no que pierdan dinero (ellos nunca pierden dinero), sino que ganen un poco menos. Que renuncien a una pequeña parte de su interés económico a cambio de la salud del planeta. ¿Están dispuestos a hacer ese sacrificio? La pregunta, después de asistir al lamentable espectáculo ofrecido en la COP26, obviamente, es retórica.
Hay una forma muy sencilla de entender por qué el planeta se degrada rápidamente y quién es el culpable. (Spoiler: el culpable no eres tú). Vayan a cualquier comparador de viajes y busquen el mejor precio para ir de Barcelona a París. Para este fin de semana, por ejemplo, el vuelo más barato sale por 167 euros, ida y vuelta. ¿Cuánto costaría hacer ese mismo trayecto en tren? Pues saldría por 449 euros (y sin opción a viajar de noche, por supuesto, con lo que las posibilidades de disfrutar de la Ciudad de la Luz se reducen bastante). ¿Podrían los gobiernos español y francés invertir esas tarifas por ley con el propósito de reducir el calentamiento global? Claro que podrían. Pero no lo van a hacer. Prefieren que creas que la culpa es tuya y que, como acto de contrición, cultives tu propia comida. A ser posible en un pueblo remoto en el que no hagas demasiado ruido.
El documental ‘Journey to Utopia’, de Erlend E. Mo, está disponible en Filmin.
Los eventos consumistas como Black Friday parecen especiales, ofertas para disfrutar ahora o nunca; pero realmente hay más de una decena de eventos a lo largo del año que fomentan el consumo excesivo de artículos que no necesitamos y que tienen un gran impacto (que no nos muestran) en el planeta: deforestación, pérdida de biodiversidad, contaminación del aire y del suelo, extracción de materias primas y alteración del suelo, y disminución de la cantidad y calidad del agua. El consumismo es la combinación de factores perfecta para acelerar aún más la crisis climática actual y la pérdida de biodiversidad.
Calendario consumista
Rebajas de invierno (7 enero – finales marzo)
Blue Monday (3º lunes de enero – 17 enero)
San Valentín (14 febrero)
Día del Padre (19 marzo)
Día de la Madre (primer domingo de mayo)
Prime Day (21-22 junio)
Rebajas de verano (1 julio – septiembre)
Vuelta al Cole (1 de septiembre)
Halloween (31 octubre)
Singles Day (11 de noviembre)
Black Friday (4º viernes de noviembre – 27 noviembre)
Cyber Monday (lunes tras BF – 29 noviembre)
Navidad (noviembre – 25 diciembre)
Greenpeace-Noticias)
¿Culpable yo? No. Responsable, si.
Vamos a dejar ya el rollo de si son ell@s o nosotr@s, cada cual que haga su parte, no sólo por «salvar al planeta», sino para vivir mejor la vida que vivimos, o sea, más libres de verdad, más sanas, más alegres, más plenas… con menos viajes, menos velocidad, menos consumismo, menos tonterías…
Por mi experiencia, es mucho más potente exigir a quienes mandan, si yo me creo de verdad lo que estoy diciendo.
Y no hacer las cosas (o dejar de hacerlas) como un sacrificio, sino como una liberación.
¡Nos vemos en los huertos!