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ALBERTO PAJARES // “Nos están robando el futuro”. “Si no pueden hacerlo por nosotros, háganlo al menos por sus hijos y nietos”. “El tiempo se está acabando”. Si jugásemos a un culo o codo literario, podríamos preguntar si estas frases corresponden a un comentario de texto sobre el mito de Cronos o bien al tratamiento periodístico de este ciclo de manifestaciones contra la crisis climática: la lucha agónica de una juventud por el futuro que le niegan sus mayores. Un enfoque que, por otra parte, tampoco parece raro: la organización Fridays for Future [Juventud por el clima] lidera con acierto la movilización ecologista en España, siendo capaz de congregar en las calles a muchas más personas y colectivos que cualquier otro movimiento, excepto el feminista, en Madrid y en el resto del país.
«Juventud» es un apelativo con el que el movimiento se siente cómodo, pues tal vez aprovechando la condescendencia y el paternalismo de periodistas, delegaciones del gobierno y fuerzas de seguridad del Estado, le permite organizar de manera más que exitosa cada movilización que se propone.
No obstante, no todo es positivo con este enfoque mediático. Al describir un actor estrictamente infantil y adolescente, se tiende a dar la impresión de que es un movimiento naif e idealista, enfrentado al sentido común de la sociedad: coche, trabajo, consumo y ocio rápido y derrochador. En cuanto a sus reivindicaciones, una lucha simplemente generacional y focalizada en un futuro a largo plazo: hoy en día sólo una minoría reaccionaria niega la gravedad de la crisis, pero se sobreentiende que nadie que haya sobrepasado con creces la mayoría de edad sufrirá los peores estragos del cambio climático, por lo que es lógico que sea la juventud el único segmento de la sociedad que se ve implicado. Este relato gatopardista dibuja un nosotros minoritario frente a un ellos robusto, haciendo que la fortaleza del movimiento se convierta en su debilidad; un movimiento de aikido que el resto de agentes sociales que abogan por un cambio de raíz en la estructura económica debería (deberíamos) contrarrestar.
Transformar la realidad es una lucha por la hegemonía, por el sentido común de una sociedad. Las reivindicaciones del movimiento climático no son minoritarias, ni generacionales ni son a largo plazo, son necesidades acuciantes de una mayoría social que sufre en este mismo instante los estragos del cambio climático, del pico de producción de energía y materiales y de la sexta extinción masiva; tres síntomas de la misma enfermedad de un capitalismo global voraz que se resiste a perecer. Porque la crisis ecosocial en la que nos ha tocado vivir no es más que una manifestación material más de la lucha de clases de la economía global. «El del mundo y el fin de mes tienen los mismos culpables y son la misma lucha», dice un famoso eslogan de los chalecos amarillos en Francia.
La mano invisible que regula y organiza el mercado, por supuesto siempre a favor de las grandes corporaciones y en contra de la mayoría trabajadora, extralimita la capacidad de la tierra de crear nuevos recursos y absorber los residuos y desequilibra sus condiciones climáticas.
La lucha por el clima es hoy
Es nuestro pueblo, y no uno futuro, el que sufre pobreza energética (pobreza material vestida de seda) y que sufrió y padeció la borrasca Filomena, una ola de frío causada por la desviación de las corrientes de chorro que genera el cambio climático.
Es nuestro pueblo, y no uno futuro, el que perdió su vivienda, sus recuerdos y sus medios de supervivencia en las DANAS de Murcia, Toledo, Ávila, Sagriá o Isla Cristina, eventos climáticos que agrava el efecto invernadero.
Es nuestro pueblo, y no uno futuro, quien sufre la subida del precio de la luz, debida a la imposibilidad de incrementar la producción de gas natural y, por tanto, a su subida de precio.
Es nuestro pueblo, y no uno futuro, el que paga más por esa energía y el que, además, puede sufrir el paro si hay restricciones de petróleo y gas. En China y el Reino Unido ya se ha visto que el debilitamiento de las cadenas de abastecimiento son el eslabón más débil de la globalización y de las crisis petroleras.
Es nuestro pueblo, y no uno futuro, quien sufre la desertificación, la extinción de polinizadores y de organismos que nutren nuestras huertas, y la desecación de ríos, acuíferos y embalses por el calentamiento global. Los problemas que, seguramente, impidan que la (supuesta) recuperación post-covid llegue a la mayoría de la población no son coyunturales, ministra Calviño, son estructurales.
Si el movimiento ecologista quiere llegar a transformar la penosa inercia que nos lleva al desastre climático, requiere de muchas manos amigas, más aún en este momento de impasse del resto de movimientos, incluido el feminista. Sin olvidar la importancia de un movimiento estructurado a nivel global, no llegaremos a salir del business as usual si se sigue percibiendo al ecologismo como una reivindicación de nicho, que no se preocupa del resto de preocupaciones mayoritarias y que no aterriza en el territorio.
En este momento de malestar social y, sin embargo, quietud en las calles, sería muy positiva la implicación de otros movimientos hermanos (que quizá ya existan: Extinction Rebellion y el resto del ecologismo, la marea blanca, los yayoflautas, los sindicatos no-tan-mayoritarios…) en las estrategias de una de las organizaciones más activas del Estado. Si nos quieren en soledad, hagamos que nos tengan en común hilando problemáticas compartidas que aún se entienden parciales, formando un bloque histórico y además cosiéndolo a nuestro haz de naciones.
La crisis climática, energética y material global va a conseguir tensar todas las contradicciones del capital y bien pueden producir aquella “crisis orgánica” que ayude a reinventar los consensos sociales establecidos. Creo que la chispa de la juventud del clima necesita la mecha del “no les votes” y de “Democracia Real Ya” que acompañó a Juventud sin Futuro, hace una década, para patear el tablero. ¿Por qué no unirse y decir, también, “Aquí está la senectud del clima”?
Alberto Pajares es activista por el clima.