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Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.
2 de octubre de 2020
El problema demográfico es algo que teníamos pendiente de hablar, aunque hacerlo supone, inevitablemente, tocar ciertas sensibilidades —y también susceptibilidades— sociales, ideológicas y políticas. Hablar de demografía, de lo que significa nacer y morir, presupone cierta frialdad por parte de quien habla, dado que el análisis demográfico se hace a partir de cifras, no de vidas concretas.
Plantear, por ejemplo, que quizá vivimos demasiado —aunque el incremento de la longevidad se haga a costa de la dignidad humana y para beneficio del negocio de la salud, como denunciaba Barbara Ehrenreich en Causas naturales. Cómo nos matamos por vivir más—, es ya exponerse a recibir la acusación de defender la eugenesia. No es casualidad que la religión siga ocupándose de estos asuntos y que casi siempre lo haga en la misma línea: promoviendo la natalidad a costa de lo que sea —incluso mediante la prohibición de métodos anticonceptivos en países diezmados por el sida— y cuestionando la eutanasia hasta en los casos de enfermedades irreversibles. Es curioso que la religión —y hablo ahora concretamente de la católica—, tan recelosa siempre y tan cauta con los avances científicos, apueste aquí sin matices por todos aquellos logros que suponen la prolongación de la vida, un bien sagrado e intocable al parecer. Y es cierto que vivimos mucho más que antes, pero a menudo pienso que lo que se está prolongando no es la vida, sino la vejez y el dolor, lo que no es precisamente un progreso.
Tú planteas como positivo un escenario de crecimiento cero en el que la renovación de la población dejara de suponer un coste inasumible para el planeta. Imagino que eres consciente de que este planteamiento puede ser considerado como ideológico en sentidos quizá no esperados por ti. Todo lo que suponga hablar de control de la natalidad sigue siendo todavía campo de batalla política y social. Aunque, ¿a quién le interesa que suba la natalidad, dónde puede radicar el interés de que mujeres pobres, en países desarrollados o no, sigan pariendo hijos y más hijos que no pueden mantener? En mi opinión, se trata claramente de un interés económico: todos esos hijos constituirán la masa de mano de obra barata que sostendrá al ínfimo porcentaje de población rica en el mundo, sin importar las consecuencias para el planeta ni, por supuesto, para nosotros mismos.
Lo mismo ocurre con los fenómenos migratorios: hasta ahora, la llamada redistribución de personas ha sido, invariablemente, sinónimo de exclusión y de pobreza. La acogida de migrantes es contemplada por todos los países —unos más, otros menos, pero todos— como un fenómeno conflictivo; sin embargo los migrantes y sus hijos —segundas, terceras generaciones— están ahí, sosteniendo con su trabajo a los mismos países que los reciben con infinita suspicacia. Por eso, si queremos contemplar como solución al problema demográfico la redistribución de personas habrá que cambiar por completo la manera tan hipócrita en que globalmente se afronta la migración: por un lado, ese discurso del rechazo, el proteccionismo y el cierre de fronteras; por otro, la aceptación —con pinza en la nariz o venda en los ojos— de los migrantes para que realicen los empleos más duros, peor pagados y más peligrosos.
Desigualdad climática
Al hablar del daño que hace el peso de la demografía en el planeta no hay que olvidar que la responsabilidad de este daño es también muy poco igualitaria. Desigualdad económica y emergencia climática son dos realidades que no pueden entenderse por separado: según un informe de Intermon Oxfam de diciembre de 2019, en lo que se refiere a emisiones de CO2 el 1% más rico de la población contamina más del doble que la mitad más pobre del planeta. Además, para seguir profundizando en los recovecos de esta rueda perversa, resulta que los efectos del cambio climático repercuten mucho más en la población más pobre: los fenómenos migratorios relacionados con el clima son ya una realidad y, de seguir así, el número de personas que huyan de sus territorios natales será cada vez más y más alto. En definitiva, lo que contaminan (o contaminamos) los más ricos lo pagan los más vulnerables, por lo tanto no es solo un problema de número, de cuántos somos y cuánto crecemos, sino de la anormalidad de un crecimiento enfermizo e injusto.
Ciclones, incendios incontrolables, huracanes y tsunamis, brutales sequías… ¿Quiénes suelen sufrir estos desastres que todavía algunos pretenden vender como simples accidentes climáticos de los que nadie es responsable? Basta encender el televisor y ver las noticias para comprobar cómo son las personas que se quedan sin casas, sin tierra y sin medios de sustento: gente sin recursos, sometida a la discriminación económica y racial, como ocurrió con el huracán Katrina en Nueva Orleans o con el Matthew en Haití. El término refugiado climático, aunque todavía no aceptado plenamente por los organismos internacionales, nos sirve aquí para describir este fenómeno que define cada vez más los movimientos de personas en el mundo. Somalia o Yemen, por ejemplo, son países devastados por la desertificación cuya población está migrando masivamente a otros países, pero no deberíamos pensar en que esto solo les ocurre a «ellos», a «los otros» y que nosotros estaremos eternamente a salvo. Según WWF el 75% del territorio en España está en peligro de sufrir desertificación y el 20% ya lo sufre. Si no cambiamos las políticas de gestión del agua —con el abuso del regadío, de las aguas subterráneas y de los pozos ilegales—, esta realidad seguirá pasando factura.
Exceso de optimismo
Recuerdo ahora cómo hace unos meses, cuando comenzamos a ver en toda su crudeza lo que suponía la extensión de la COVID-19 en nuestras vidas, hablamos sobre el posible cambio de mentalidad que podría ocasionar. Hoy día, más allá de las disparatadas posturas negacionistas, ya nadie pone en duda que la pandemia es una consecuencia de la destrucción de ecosistemas salvajes y de la alteración de la biodiversidad, un aviso en toda regla. Claro que ha habido antes otras muchas advertencias bien visibles —el notorio incremento de temperaturas, los desastres naturales que mencionaba antes, el derretimiento de glaciares en la Antártida y Groenlandia, etc.—, pero el coronavirus ha sido la alerta más contundente, la más experimentable, por así decirlo, que podíamos tener a escala planetaria. Sin embargo, ¿qué hemos aprendido de todo esto? ¿Qué lección hemos sacado?
Durante el confinamiento se hicieron lecturas muy optimistas sobre la necesidad de parar la velocidad de nuestra forma vida, se cuestionó el consumismo, el turismo masivo, el afán de producir sin límites, y la gente se puso a plantar tomates y a hacer bizcochos, pero lo cierto es que el primer día que reabrieron los centros comerciales todos pudimos ver imágenes de montones de personas formando cola en las puertas de Zara o de H&M, deseando comprar —¿para qué más?— prendas de poliéster que, según los datos de media de uso de la ropa en el mundo occidental, serán enviadas a la basura tras ser lucidas solo siete veces. De hecho, a día de hoy, aunque las cifras de contagiados y muertos siguen subiendo a diario, hay ofertas de vuelos baratos, las tiendas low cost están llenas y las compras por Internet —¿dónde quedó el elogio de la tienda de barrio?— siguen en aumento.
Repito: ¿qué hemos aprendido? Como me cuesta mucho mantener una mirada global, trato de responder a esta pregunta fijándome en mi entorno más cercano. Por lo que veo alrededor, los hábitos de consumo son exactamente iguales que antes. Para colmo, debido a los imperativos de la higiene y la asepsia, derrochamos plástico a unos niveles muy superiores. Como hay sectores económicos que están siendo más duramente golpeados que otros —véase turismo—, se intenta impulsarlos con medidas urbanísticas que ya parecían superadas. En Andalucía, por ejemplo, días antes del confinamiento el gobierno autonómico aprobó una batería de normas de desregulación ambiental y urbanística con el fin de apoyar tanto a la construcción como el turismo, precisamente en una tierra, el sur de España, que es de las más castigadas por los efectos del cambio climático. ¿De verdad podemos permitirnos que se levanten más hoteles a pie de playa bajo el pretexto de la productividad y el crecimiento económico? ¿Se van a seguir construyendo a mansalva centros comerciales, complejos turísticos, campos de golf, núcleos residenciales, etc., bajo la premisa de que todo es urbanizable? Hasta el entorno de Doñana, tan único, tan valioso —y por mí tan amado—, se está viendo amenazado por estas actuaciones: marismas, pinares y playas peligran, y los riesgos a largo plazo no están aún calibrados. Pero estamos tan imbuidos ahora mismo de otras preocupaciones —metidos de lleno en esa actualidad mediática tan bien definida y acotada— que este tipo de acciones están pasando prácticamente desapercibidas y, de hecho, corremos el riesgo de que sigan aumentando al calor de estas aguas revueltas.
En cuanto a la cacareada defensa de la salud pública, no puedo evitar ser también muy desconfiada. Si la salud pública importara tanto, pienso, ya hace tiempo que se estarían debatiendo en serio otras muchas realidades nocivas para la salud que se niegan, como por ejemplo la presencia de agrotóxicos en aguas dulces, producto de fumigaciones intensivas. A mí me cuesta muchísimo opinar sobre lo que no sé —y soy consciente de que lo estoy haciendo ahora—, pero me fío de organizaciones como Greenpeace, que asegura que en muchos sitios en este país la gente está bebiendo agua con índices de glifosato muy por encima de lo permitido —el glifosato es un herbicida que, según reconoce la propia OMS, es probablemente cancerígeno para los seres humanos—.
Hay algo en todo esto que me parece profundamente incongruente: por un lado, nos piden —nos exigen— que nos pongamos las mascarillas para preservar nuestra salud; por otro, si mencionas los peligros de los glifosatos estás exagerando o cayendo en el alarmismo, quizá la misma acusación que habías recibido si hubieses hablado del la COVID-19 en enero de 2020. De todos modos, si he nombrado el problema de los agrotóxicos es solo como ejemplo, no pretendo comparar riesgos —no soy quién para hacerlo—. A lo que me refiero es a toda la cantidad de acciones diarias que tomamos consciente o inconscientemente, que afectan a nuestra salud y de las que no nos informan, ese conjunto de señales que anticipan el desastre y que se niegan sistemáticamente.
Las temperaturas globales en el mundo han aumentado en 1,1º centígrados desde el periodo preindustrial —en España alcanzamos los 1,7º—, pero esto no se plantea como un asunto de emergencia para nuestra salud. Y aunque suena a ciencia ficción, hay quien dice que el deshielo del permafrost puede liberar virus de hace miles de años ante los que no somos inmunes. ¿Exageración? Yo no lo sé, pero es cierto que en 2016, debido a una ola de calor inaudita en Siberia, hubo un brote de ántrax tras descongelarse el cadáver de un reno que había muerto de esa enfermedad 75 años atrás. Con el calor, la bacteria se liberó infectando el suelo, el agua y los alimentos, un niño de 12 años murió y decenas de personas enfermaron. ¿Por qué pensar que es un caso anecdótico? Todas las voces expertas aseguran que, si seguimos centrando nuestro modo de vida en la agricultura industrial y el uso de combustibles fósiles, la catástrofe nos llegará más temprano que tarde. Para esto no existen mascarillas ni vacunas.
Como ya he dicho otras veces, me siento muy, muy pequeña a la hora de abordar todas estas cuestiones. En este sentido, voy a volver de nuevo la mirada hacia lo pequeño y, en este caso, a un suceso un poquito más luminoso: me refiero al descubrimiento hace unos días en unas aguas termales del desierto de Atacama de la rana de Hall. A esta especie se la daba por extinguida hace 80 años y, sin embargo, ahí está, aguantando, aunque sea al borde de la extinción. Supongo que te enteraste de la noticia, así que te pregunto: ¿cómo vive este tipo de acontecimientos un experto en anfibios como tú?
#RENOVABLESRESPONSABLES.
Descartar el macro parque eólico de Aguayo (Cantabria).
El macroproyecto eólico de Aguayo -formado por los parques eólicos Aguayo 1, Aguayo 2, Aguayo 3, Aguayo 4, Aguayo 5, Aguayo 6 y Aguayo 7- afecta de forma directa a cerca del 20% de los municipios de Cantabria (17 municipios: Las Rozas de Valdearroyo, Valdeprado del Río, Valderredible, Campoo de Enmedio, Hermandad de Campoo de Suso, Santiurde de Reinosa, Pesquera, San Miguel de Aguayo, Bárcena de Pie de Concha, Arenas de Iguña, Corvera de Toranzo, Santiurde de Toranzo, Molledo, Villacarriedo, Vega de Pas, Villafufre y Luena), y sería uno de los mayores proyectos eólicos de España.
La Dirección General de Industria, Comercio y Consumo del Gobierno de Cantabria abrió a mediados de junio la consulta pública de tres parques de este conjunto (Aguayo 1, Aguayo 4 y Aguayo 5). Todo ello a pesar de que estos parques se solapan con otros en tramitación y que el complejo energético forma una unidad de siete parques conectados. Esta fragmentación de un gran proyecto en siete supone un incumplimiento del Plan de Sostenibilidad Energética de Cantabria 2014-2020 (PSEC), que hubiera justificado su inadmisión a trámite por parte del Ejecutivo cántabro.
Los proyectos presentan afecciones incompatibles con la protección de la biodiversidad y el cumplimiento de buena parte de la legislación autonómica, estatal y europea en materia de protección de la naturaleza. En conjunto, los tres parques a los que acaba de alegar SEO/BirdLife, y sus infraestructuras, impactan directamente sobre:
– Espacios naturales protegidos y de la Red Natura 2000 (ZEC Río y Embalse del Ebro, ZEC Río Pas, ZEC Valles altos del Nansa y Saja y Alto Campoo, ZEC Sierra de El Escudo, Parque Natural de Saja-Besaya o el Parque Natural Monte Hijedo).
– Hábitats protegidos de interés comunitario, Áreas Importantes para la Conservación de las Aves y la Biodiversidad (IBA Sierras De Peña Labra y Del Cordel y IBA Embalse del Ebro).
– Zonas Importantes para los Mamíferos (ZIM Embalse del Ebro y río Rudrón y ZIM Picos de Europa orientales, Liébana y Sierra de Peña Sagra, del Cordel y Peña Labra).
– Zonas de protección de avifauna contra la colisión y electrocución.
– Áreas críticas para la recuperación y conservación de especies de aves amenazadas catalogadas como vulnerables y que no cuentan con planes de conservación como el aguilucho cenizo, el águila real, el alimoche común o la perdiz pardilla; y otras aves de interés, como el halcón peregrino, la culebrera europea o el buitre leonado, y otras especies protegidas, como los murciélagos. Es especialmente significativa la afección que supondrá para la población reproductora del aguilucho pálido, en situación “vulnerable” en Cantabria.
https://seo.org/2021/08/11/el-gobierno-de-cantabria-debe-descartar-el-macroparque-eolico-de-aguayo/?utm_source=mailpoet&utm_medium=email&utm_campaign=plantilla-boletin-mensual_21
No se yo si vivimos más que antes. Será los que llegan a viejos.
De infartos cada día muere más gente y joven, lo que no pasaba antes. Dicen que es de la vida acelerada que vivimos; pero no lo veo tan claro. Y siguen aumentando las muertes por cáncer, una de las mayores amenazas de vida.
La religión católica es sádica de veras. Evangelizan los países más deprimidos económicamente, condenan los anticonceptivos, el aborto; pero ya concebido el ser se desentienden de su suerte, así muera de hambre, es la voluntad de dios, dicen.
Además, «dejad que los niños vengan a mí» para desahogar la libido.
En cuanto a la emigración: no huyas, lucha. Haz tu país mejor.
También es verdad que a muchos el consumismo y el sistema capitalista les deslumbra. Que no todos emigran por verdadera necesidad.
También es verdad que algunos colectivos de inmigrantes votan a las derechas y exigen religión en las escuelas españolas. Justo lo que se necesita para un mundo más justo.
Algunos españoles dicen que no hay trabajo, que no encuentran trabajo, los veo pidiendo en la calle; pero también oyes decir que según que trabajos no los quieren hacer.
La mejor solución sería en mi opinión, como primera medida salirnos de la OTAN, y ya luego cooperar con los países más desfavorecidos en proyectos del desarrollo bien entendido según lo que sea propio de cada país y sus necesidades.
Somos el pueblo quienes tenemos el poder, y quienes debemos dar órdenes a nuestros gobiernos; pero estamos dormidos, como encantados, en el espejismo capitalista y es el capital que nos arrastra y doblega a pueblos y a gobiernos.
Lo definía muy bien Eduardo Galeano: Vamos directos al desastre, pero ¡joder, en que coches!