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Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.
20 de junio de 2020
Me gustaría explicar una cuestión biológica antes de entrar en el complejo debate ético que planteas. Nuestros ancestros de hace unos tres millones de años eran principalmente vegetarianos. Podemos imaginarlos formando grupos que buscaban frutos, semillas, raíces o tubérculos y parece que también podían aprovechar la carroña que encontraban en sus forrajeos. Sus cerebros no tenían una capacidad mayor que la de los chimpancés actuales.
Posteriormente, una especie ya de nuestro mismo género, Homo habilis, formaba pequeñas agrupaciones en campamentos y se dedicaba a la recolección de vegetales y a la caza de pequeños animales en equipo. Esto hacía que la alimentación fuera más eficiente y contribuyó a desarrollar una inteligencia social que fomentaba la cooperación entre miembros del grupo y el altruismo. El paso de una dieta vegetariana a otra en la que la carne formaba una parte cotidiana de su alimentación fue un requisito provocado por los desajustes metabólicos que se produjeron con el mayor desarrollo cerebral [1].
Hace tan solo medio millón de años, otra especie del mismo género, Homo erectus, ya utilizaba el fuego y fabricaba instrumentos con los que construía chozas y cazaba. Su cerebro tenía una capacidad entre la de los chimpancés actuales y la del hombre moderno, pero sus requerimientos energéticos eran elevados con respecto a sus antepasados. Sus dientes eran pequeños, los músculos de las mandíbulas no muy fuertes y el intestino relativamente corto. Mantener esta combinación de alta demanda energética y escasa capacidad digestiva solo fue posible gracias a que comían carne y podían procesarla mecánicamente con utensilios de piedra y cocinándola, algo que pudo ser determinante en nuestra evolución.
En el Paleolítico Inferior, la dieta con carne de los homínidos representaba un tercio de su ingesta y dependía en gran medida de la caza de grandes mamíferos. Esto explica el éxito de nuestros antepasados junto a otros cambios como la cada vez más prolongada infancia de la descendencia, el crecimiento y expansión de la población, las transformaciones ecológicas debidas a la sobreexplotación de recursos o los cambios en el clima. La selección de una anatomía masticatoria reducida permitió, además, disminuir el tamaño facial y dental para poder desarrollar una función tan característica del ser humano como es el habla [2]. Nos guste o no, negar la dieta carnívora es negar una parte de nuestra naturaleza más esencial. Pero esto, al menos en principio, no tendría que ver con la crueldad con la que a veces tratamos a los animales de los que nos alimentamos. Y, por otro lado, alguien podría argumentar que nuestro pasado paleolítico es solo pasado y que ahora somos diferentes.
Desde aquellos días los seres humanos fueron la causa directa de la extinción de animales de gran tamaño que utilizaban para alimentarse, aunque es muy probable que sintiesen una fuerte sensación de pertenecer a los mismos ciclos vitales: unas veces cazaban y otras eran cazados y el sufrimiento era compartido. Con la aparición de la agricultura y la ganadería comenzó el proceso de domesticación de algunos animales —en realidad de muy pocas especies— y también su sufrimiento. Desde entonces la arrogancia, la indiferencia y la crueldad del hombre hacia los animales que tenía cautivos han sido constantes.
La ecología evolutiva estudia cómo los individuos deben sobrevivir —dentro de una compleja red de relaciones con otras especies— al menos hasta lograr reproducirse y pasar sus genes a la siguiente generación. Si esto es así, podemos pensar que los animales domésticos lo tienen fácil porque los humanos los cuidamos y protegemos y, al menos algunos individuos, tienen un gran éxito reproductor ya que logramos que tengan una amplia descendencia para mantener o aumentar la producción. Pero esto es demasiado simplista porque los mamíferos no podemos vivir solo con alimento. Igual que los humanos no podemos abandonar nuestra herencia paleolítica y seguimos siendo básicamente los mismos que habitaban las cuevas, con los mismos impulsos físicos, sociales y emocionales, los animales domésticos tampoco han tenido tiempo de cambiar y mantienen esas mismas necesidades de sus antepasados. Tanto ellos como nosotros hemos experimentado innovaciones superficiales porque la evolución no se detiene, pero nuestras estructuras sensoriales y emocionales profundas no se han modificado y, a veces, nos juegan malas pasadas en el mundo tan radicalmente diferente que hemos construido con nuestra tecnología.
El ser humano no solo encierra a los animales, a veces, en lugares demasiado angostos, también separa a las madres de sus crías, los mutila y hace una selección genética creando aberraciones que les impediría vivir en el ambiente original del que los sacaron. Los cerdos, por ejemplo, necesitan explorar el terreno, jugar y relacionarse socialmente, comunicarse con otros cerdos y formar parte de grupos matriarcales. En el mejor de los casos muchos granjeros cuidan a sus animales para intentar que no les falte comida ni agua, evitan enfermedades infecciosas y los protegen de la intemperie, pero eso no puede evitar el sufrimiento que experimentan al no lograr satisfacer sus impulsos.
En la piel del otro (animal)
Cuando era niño soñaba con que hubiese un aparato que nos permitiese entrar en la mente de un animal, por ejemplo un perro, y sentir como él siente y percibir el mundo como él lo percibe. Eso podría ser fascinante, pero también terrorífico. Los mamíferos tenemos un córtex cerebral complejo y hemos desarrollado una nueva capa neuronal, el neocórtex, que se superpone a un paleocórtex compartido con otros vertebrados. Con el neocórtex, que puede estar más o menos desarrollado, los mamíferos controlamos, entre otras cosas, las interacciones entre individuos. En algunas especies ayuda a mejorar la cohesión del grupo, a comunicarse y, en nuestro caso, controla también el lenguaje. Esto hace que los mamíferos tengamos un mundo subjetivo con sensaciones, emociones y necesidades psíquicas que han evolucionado y han sido transcendentes para la supervivencia y la reproducción. Por eso podemos suponer que la sensación de vínculo entre una madre y su cría —la necesidad de proximidad y de calor— es muy similar en todos los mamíferos incluidos los humanos o que no hay mucha diferencia entre el estrés y terror que puede experimentar un perro, un mono o nosotros.
Otras sensaciones son esencialmente humanas, igual que habrá otras esencialmente caninas u otras que solo pueden sentir los chimpancés y eso es algo que no podemos ni siquiera imaginar hasta que no se pueda construir ese aparato que soñaba. Hay en todo esto una diferencia y es que nosotros, a través del lenguaje, podemos conceptualizarlo, describirlo y construir un relato con lo que sentimos. También algunos sentimientos como el miedo a la tortura o al peligro inminente podemos vivirlo con una angustia añadida al poder predecir el resultado de dolor o muerte, pero la activación cerebral en esos momentos de máximo estrés es la misma. No se trata de humanizar a gatos y perros, es solo aceptar su desarrollo como mamíferos.
Se puede asegurar que cualquier mamífero, ya sea una musaraña o un murciélago, un elefante o una ballena, tiene emociones; también, a menor escala, las aves y otros vertebrados porque se producen las mismas respuestas bioquímicas más o menos complejas. Todo esto es algo que se intuía desde hace mucho tiempo y tú pones ejemplos de antiguos filósofos que ya lo defendían, pero, en realidad, lo sabemos desde hace pocos años y esa ignorancia no sé si podría servir para justificar a las generaciones que nos preceden.
Sin embargo, como tú también apuntas, no sé si realmente este conocimiento puede hacernos cambiar nuestra forma de tratar a los animales. No podemos olvidar que en la actualidad algunos seres humanos siguen tratando con extrema crueldad a otros de su misma especie. Si los mayores logros de la humanidad se han conseguido gracias al desarrollo y a la consolidación de principios éticos, su ausencia sigue llenando de páginas oscuras nuestra historia: esclavitud, tortura, vejación, maltrato y ejecución son abominaciones que escuchamos a diario en las noticias a pesar de saber muy bien cómo puede llegar a sufrir una mujer o un hombre.
¿Y qué pasa con el resto de los seres vivos que no son tan parecidos a nosotros? Se suele pensar en la evolución como una cadena de perfeccionamiento creciente o como una línea ascendente de éxitos, pero es una metáfora muy desacertada. Todos los organismos vivos actuales han tenido que superar cada una de las pruebas evolutivas que el azar ha puesto en su camino y lo han logrado con el mismo éxito. Para un mismo periodo de tiempo no podemos decir que haya seres vivos más evolucionados que otros; cada especie representa el grado evolutivo más elevado de su linaje y el resultado de multitud de sutiles y prodigiosas adaptaciones. Por otro lado, ninguna de las especies vivas, ni siquiera las más parecidas a nosotros, son nuestros ancestros; pero si buscamos el rastro evolutivo encontraremos antepasados comunes más o menos próximos en nuestra filogenia. Lo que sí podemos decir es que unos organismos son más complejos que otros. Tal vez el dilema esté en saber si una mayor complejidad les otorga más derechos a la hora de decidir si podemos disponer o no de su vida o de la forma en la que podemos hacerlo.
Peter Singer argumenta que los animales —igual que nosotros— tienen un interés en no sufrir y, por tanto, debemos evitar ese suplicio. De entrada, el planteamiento de Singer me parece válido. La capacidad de sufrir implica tener un interés en no padecerlo, aunque no sea consciente. De forma objetiva no hay ninguna razón para pensar que un orangután tiene más derecho a la vida que una mosca, ni que el dolor que podamos infringirles dependa de su tamaño o de su aspecto. No podemos saber el grado de sufrimiento de un insecto porque aún no sabemos qué arquitectura neuronal es necesaria para sentir dolor, pero podemos asegurar que la experiencia no es comparable a la de un vertebrado. Sabemos, eso sí, que la mayoría de los animales ante situaciones traumáticas producen respuestas bioquímicas y cambios fisiológicos que funcionan de forma análoga a las nuestras, aunque no sepamos lo que significa en especies tan diferentes a nosotros. Esto, llevado al extremo, sería extensible incluso a las plantas que, aunque no puedan procesar los estímulos ni sentir como nosotros, reaccionan cuando son taladas o quemadas respondiendo químicamente [3]. El algoritmo sería muy similar en la mayoría de los organismos, pero con esto llegaríamos al absurdo porque si evitamos cualquier agresión a un ser vivo estamos negando la posibilidad de pertenecer al entramado vital de interacciones más o menos complejas con todas las especies de las que no podemos prescindir.
El derecho a la vida
Estoy de acuerdo contigo en que tenemos que reconocer que intuitivamente no sentimos lo mismo si vemos a alguien aplastar a una cucaracha que si lo vemos apaleando a un perro y eso creo que no se debe necesariamente a que pensemos que el derecho a la vida es diferente para una que para otro, sino porque nos identificamos y empatizamos más fácilmente con lo que siente el perro. Admito que es una perspectiva demasiado subjetiva y antropocéntrica, pero, por ahora, es la única que tenemos.
La visión que comentas de Descartes era aceptada en su época y podemos leer trabajos en los que diseccionaban a perros en vivo. Para ellos debía ser algo similar a lo que ahora, para nosotros, es abrir un ordenador cuando queremos ver el efecto que tiene, por ejemplo, cambiar la tarjeta de sonido. Afortunadamente eso parece superado al menos en la investigación oficial: se necesitan permisos para trabajar con animales en laboratorio siguiendo unas normas éticas y no se puede publicar ningún trabajo en revistas científicas si las vulnera. Sin embargo, el sufrimiento que seguimos causando a los animales de los que nos alimentamos parece suscribir el mismo principio del filósofo cartesiano. El contrapunto que comentas de Henry More cuando dice que quien es cruel con los animales acaba siéndolo también con las personas me ha recordado lo que decía el poeta ensayista Heinrich Heine al afirmar que «allí donde se queman libros, se terminan quemando también personas» [4], porque al final, todo es un problema de sensibilidad y conocimiento o, lo que es lo mismo, de educación.
Mirando hacia atrás vemos que hemos avanzado mucho tanto en el plano científico como en el ético, pero aún estamos lejos de tener soluciones. Después de dar tantas vueltas llegamos al punto de partida porque la realidad es que el conocimiento, por sí solo, tampoco resuelve el dilema que con perspicacia has explicado desde el punto de vista filosófico. La alternativa del vegetarianismo, como dices, no nos libra de la cuota de responsabilidad por seguir matando fauna, quizás no tan visible, aunque fundamental para que los ecosistemas funcionen. Pero, al margen de las fundamentaciones personales que tengamos a la hora de decidir nuestro tipo de alimentación lo cierto es que necesitamos comer y que la comida tiene que ser suficientemente accesible y, por tanto, económica para alimentar a toda la población y eso es hoy viable gracias, en parte, a la producción intensiva.
El desarrollo biotecnológico ha hecho posible algo impensable hace poco más de cien años porque podemos controlar enfermedades infecciosas que inevitablemente surgen cuando hacinamos a miles de animales en granjas. Está claro que la cría extensiva no causa un sufrimiento tan intenso a los animales, pero para alimentar a toda la población, además del mayor coste económico, no sería factible medioambientalmente. El problema vuelve a estar en el enorme crecimiento de la población humana y su consumo de recursos, que ha llegado a ser insostenible para el planeta. Tal y como has argumentado, sumado a las cuestiones de bienestar animal, el consumo de carne es uno de los principales inductores del cambio climático y de la alteración de ecosistemas a gran escala y a esto hay que sumar la propia salud física y mental humana derivada de un mal aprovechamiento de este recurso.
Viendo nuestra histórica relación con el medio natural no sé si podemos esperar mucho del ser humano: cada día demostramos que seguimos teniendo el mismo cerebro que nos sirvió en los ambientes paleolíticos y estamos atados a esa naturaleza que subyace en nuestra manera de decidir y reaccionar. Sin embargo, lo que sí ha cambiado es nuestro ambiente; nuestro nuevo nicho es ahora tecnológico y mientras no podamos reconfigurar nuestro cerebro tenemos que intentar compensar ese desequilibrio. Hemos desarrollado una tecnología y el desafío para nuestra especie es controlarla de forma inteligente para seguir nuestra aventura, aunque sepamos que no hay ninguna meta que alcanzar.
Precisamente, en la tecnología hay algunas alternativas que quizás cambien nuestra forma de alimentarnos en un futuro muy cercano sin modificar nuestros hábitos alimenticios; y se basan en la producción de carne cultivada en laboratorio. Básicamente consiste en tomar una muestra del tejido del animal, aislar las células madre para cultivarlas y producir tejido muscular de forma masiva. Para esto ya existe la tecnología y funciona bien en el laboratorio [5]. El reto está en llevarlo a una escala industrial y eso no es muy complicado. No sé si será una solución que se acepte bien por parte de la gente; posiblemente los mayores obstáculos los pongan las grandes empresas que quieren seguir viviendo de la explotación de los animales —igual que lo que hemos hablado otras veces sobre las multinacionales dedicadas al aprovechamiento de combustibles fósiles que obstaculizan el desarrollo de energías renovables—. Por otro lado, como una dieta carnívora es más eficiente que una vegetariana, se podría alimentar a una mayor población sin tener que depender tanto de las cada vez más extensas zonas agrícolas y, además, de una forma más sana porque sería una carne sin patógenos. Esto repercutiría en la posibilidad de seguir conservando espacios naturales, reforestar áreas con vocación agrícola a gran escala, etc. Si esto se consigue con condiciones energéticas eficientes, con bajos impactos ecológicos y de forma económica para el mercado, muchos vegetarianos tendrán que replantearse volver a comer carne porque será sensiblemente más respetuoso con el medio ambiente.
Me interesan mucho esos autores que comentas que abrieron las puertas para que reflexionases sobre este tema. Ya hemos hablado de cómo influyeron en nosotros algunas lecturas de naturalistas como Gerald Durrell y estoy pensando ahora en autores que tratan la relación del hombre con el animal como Jack London, Virginia Woolf o Paul Auster. Hay un libro de George Steiner titulado Los libros que nunca he escrito en el que, en uno de los capítulos, narra la vinculación del hombre con la bestia y hay un pasaje emocionante en el que cuenta su relación con los cuatro perros que sucesivamente han vivido con él y su familia. Steiner es consciente de lo confuso e irracional que puede ser posicionarnos ante el trato que damos a otros seres vivos. Confiesa, igual que yo, que a pesar de su respeto por la vida animal, come carne y se vale del progreso médico derivado de ensayos con diferentes especies. Al final, reconoce que el no haber escrito un libro sobre animales se debe a que le hubiera exigido una introspección profunda que no tuvo el valor de afrontar.
Bibliografía
[1] Carbonell, E. (coor.). 2005. Homínidos: las primeras ocupaciones de los continentes. Editorial Ariel. 782 pp.
[2] Ver, por ejemplo, Bermúdez de Castro, J.M. 2002. El chico de la Gran Dolina. En los orígenes de lo humano. Editorial Crítica. 296 pp.
[3] Marder, M. 2012. The Life of Plants and the Limits of Empathy. Dialogue. 51 (02): 259 273.
[4] «HASSAN: Eso fue solo un preludio; allí donde se queman libros, se terminan quemando también personas». Henrich Heine, Almansor (1823).
[5] Pandurangan, M., Kim, D.H. A novel approach for in vitro meat production. Appl Microbiol Biotechnol 99, 5391–5395 (2015).