[AVANCE EDITORIAL]: ‘Naturalmente urbano’

Publicamos un extracto de 'Naturalmente urbano' (Ediciones Destino, 2021), el nuevo libro de Gabi Martínez. Ya a la venta.
Foto: Barcelona. REUTERS/Gustau Nacarino

Extracto del libro ‘Naturalmente urbano’ (Ediciones Destino, 2021), de Gabi Martínez. Ya a la venta.

El sonido

El origen fue el sonido. Después de más de cuarenta años viviendo en Barcelona, creía haber pensado mucho en mi ciudad, en cómo su diseño y su carácter condicionaban mi existencia, pero tuve que empezar a quedarme sordo para ahondar en nuestra relación. También me pregunté si teníamos futuro juntos.

Había acudido al médico por unos molestos acúfenos y las pruebas delataron que estaba perdiendo audición en un oído. Semanas después me implantaban un estribo de platino. Salí del hospital con la oreja blindada con un llamativo colchón de gasas y telas que debía amortiguar el impacto de los sonidos que durante los primeros diez días llegarían con una definición mucho más perfecta, y por eso agresiva, de lo habitual. En la calle, caminé no más de treinta pasos cuando una ambulancia zumbó a cuatro metros, la sirena a volumen máximo. Sentí un trallazo a la altura de la sien, me mareé. Acababa de quedarme sordo del oído recién operado.

Fue menos grave de lo temido. Al cabo de unas semanas recuperé la capacidad de oír, pero la nefasta secuencia detonó preguntas y deducciones que han derivado en otra forma de observar el ecosistema urbano.

Cuando alguien padece un trastorno, suele revisar el pasado para intuir qué ha podido provocarlo. Los acúfenos y la pérdida de audición podrían ser una cuestión genética, aunque en mi familia ningún abuelo ha necesitado audífono, y es cierto que de chaval frecuenté discotecas buscando la cercanía de bafles, y me atiborré de sesiones con auriculares poniendo la música a tope. Eso ocurrió hace años, pero ya me habían advertido de que algunas consecuencias viajan en el tiempo y nos sorprenden tan tarde que, cuando emerge el desperfecto, hasta cuesta entender a qué viene eso ahora.

Por otro lado, algunos estadísticos dicen que vivo en la ciudad más ruidosa del mundo occidental y la séptima más ruidosa del mundo, tras el podio conformado por Cantón, Nueva Delhi y El Cairo. Los datos son muy relativos, a saber qué intereses hay tras ellos, pero la presencia de un desmedido ruido ambiental no parece discutible. Lo llamativo es que se trata de una agresión continua a la que casi nadie presta demasiada atención en las grandes ciudades del mundo. Aunque casi la mitad de los españoles afirma vivir en una ciudad ruidosa, pese a que el 74 por ciento de los madrileños describía en 2017 su ciudad como «muy ruidosa», durante décadas no solo no se han tomado medidas para paliar el problema, sino que más bien se ha fomentado.

La Organización Mundial de la Salud advierte que los jóvenes están perdiendo audición a una velocidad inquietante. Escuchar música por cascos y auriculares a volumen demasiado alto es una clara causa de deterioro entre los jóvenes de 12 a 35 años, muchos de los cuales viven en ciudades como Barcelona, donde el 44 por ciento de las viviendas están expuestas a altos niveles sonoros a causa sobre todo de la concentración de automóviles, que proyectan unos setenta decibelios cada uno, cuando la ordenanza municipal fija en 65 los decibelios permitidos en la calle.

El pronóstico es que uno de cada diez jóvenes actuales sufrirá una pérdida de audición discapacitante hacia el año 2050. El doble de lo que se registra en la actualidad, si bien la edad de presbiacusia se está adelantando, y si hasta hace poco una persona de cualquier ciudad primermundista empezaba a perder oído entre los 60 y los 65 años, pronto lo hará entre los 50 y los 55. Es decir, que el problema ya está aquí, yo soy un ejemplo del dato (un ejemplo de vanguardia, porque el destrozo me ha pillado incluso antes, transitando los cuarenta). Dicen que un habitante de Barcelona oye como si tuviera dieciséis años más de los que en realidad tiene.

Y sin embargo.

Esos mismos estudios aseguran que el ruido es el factor medioambiental que menos importa a la gente. Parece que los urbanitas hemos asimilado el ruido excesivo como un rumor natural. El tráfico rodado es el principal difusor de decibelios dentro de las ciudades, pero al considerarlo un simple sonido de fondo, las quejas vecinales suelen apuntar a los sistemas de ventilación o a los lugares de ocio nocturno. La impunidad de la que el automóvil ha disfrutado hasta ahora quizá tenga que ver con su catalogación como instrumento imprescindible, tan vital para millones de ciudadanos que prefieren quedarse sordos pronto antes que plantearse la vida sin coche. O, como mínimo, antes que usarlo un poco menos. Es la lícita decisión de una sociedad que ha evaluado daños y opta por la sordera.

Aceptar mansamente la pérdida de uno de nuestros sentidos es una opción…, pero parece que el tema del ruido comporta desarreglos que habrá quien considere aún más serios.

El escritor Julio Llamazares dijo que «la conquista del silencio es un objetivo político», y los médicos afirman que «el ruido es la causa de enfermedad más desconocida del siglo xxi», porque ese malestar que provoca su presencia, esa incomodidad, ese disgusto tan difícil de medir, repercute (según los doctores, «sin duda») en alteraciones de orden neurovegetativo, cambios hormonales y estructurales y un aumento de la adrenalina. Las poblaciones sometidas a un exceso de ruido sufren más tensión arterial, enfermedades cardiovasculares y sobreestimulación de los neurotransmisores. Y el conjunto se materializa en diagnósticos populares como el insomnio o el estrés.

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