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Primera parte del análisis de Emilio Santiago, investigador en antropología climática en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), sobre el actual escenario geopolítico y energético.
La todavía incierta salida de la pandemia nos está arrojando a un escenario que se parece poco al de unos nuevos locos y felices años 20 con el que se fantaseaba hace menos de un año. Precios del gas disparados con afecciones dramáticas en la factura de la luz, el carbón y el petróleo siguiendo el mismo camino, cadenas de suministros rotas, desabastecimiento en el Reino Unido, apagones en China… ¿Se trata de un fenómeno coyuntural o estructural? ¿Una suma azarosamente desafortunada de cuellos de botella y desajustes puntuales o el comienzo del colapso de la civilización industrial? Pues un poco de ambas y, al mismo tiempo, ninguna de la dos.
Simplificando, en el debate por interpretar la turbulenta salida de la pandemia se va perfilando un choque entre estas dos posturas: estaríamos ante baches transitorios en la recuperación de la normalidad o bien frente a los síntomas de la muerte inevitable de nuestro sistema socioeconómico, de su colapso. La primera postura es la socialmente mayoritaria en el debate público. La segunda es mucho más minoritaria, pero tiene mucho peso dentro de las minorías ecologistas, que están llamadas a ejercer un liderazgo intelectual y moral decisivo en las próximas décadas.
Propongo aquí una tercera opción, que creo que permite atender mejor a la complejidad del asunto y superar las posiciones erróneas que subyacen a ambos bandos. De nuevo, aquí se pone en juego la encrucijada falaz entre tecnoptimismo y colapsismo que suele atravesar los debates sobre la crisis y la transición ecológica. Dos posturas antagónicas en su diagnóstico pero que comparten, paradójicamente, un punto de llegada: la subestimación de la política. Especialmente en su dimensión institucional como política pública inserta en un juego electoral democrático por el control del Estado. Lo haré atendiendo a los presupuestos teóricos que están operando por debajo de ambas lecturas, en muchos casos de modo implícito y sin reflexión sobre las hipotecas que imponen.
Antes, algunas aclaraciones. Las posiciones tecnoptimistas no exigen demasiada explicación: la normalidad moderna que hemos conocido los últimos 200 años no estaría comprometida ante la crisis ecológica, fundamentalmente, por el papel que jugará la tecnología ampliando los límites del crecimiento. La categoría de colapsismo, sí. Tómese lo siguiente como una simplificación para el debate: el colapsismo consideraría que ante el choque con los límites planetarios en sus distintas formas (crisis climática, pero también energética, de biodiversidad…) el colapso de la civilización industrial es un hecho consumado, una suerte de destino. El margen de acción ante esta trayectoria se habría reducido a colapsar mejor o peor.
El colapsismo no es una ideología cerrada ni una escuela de pensamiento sistemática, no al menos aún, aunque en los últimos años ya cuenta con propuestas académicas elaboradas (la colapsología de Servigne y Stevens) y foros de reflexión y debate colectivos, como en España la Revista 15-15-15. Se trata más bien de una red de discurso que suelen compartir un estilo de argumentación, más o menos matizado en los casos concretos, en el que subyace un esquema teórico común. Más un modo de razonar que una doctrina: un mismo autor puede ser más o menos colapsista en función de sus textos.
La noción de colapso que se maneje es fundamental para el debate, y condicionará todo lo demás. Es común en el colapsismo recurrir a la propuesta del historiador Joseph Tainter, que considera el colapso una pérdida rápida de la complejidad social promovida por una ley histórica que provoca que los incrementos de complejidad sean cada vez más costosos. Hasta un punto de saturación en el que el sistema puede llegar a simplificarse de modo súbito.
Pero esta definición, si bien puede ser útil para interpretar procesos como la caída del Imperio Romano, es muy borrosa. Y puede no servir de mucho a la hora de delimitar si una sociedad ha colapsado, o no, o va en camino de ello de modo irreversible. Y más un momento histórico, como el de la década 2020-2030, en el que resulta claro que vamos hacia grandes transformaciones, y otro mundo es inevitable: ¿qué es complejidad social? ¿Cuánto tiempo es súbito? ¿Basta con el descenso numérico de un indicador clave, como la población o el PIB, para hablar de colapso?
Considero útil definir colapso como la descomposición del poder político: esto, que un Estado se convierta en fallido. Porque es, lógicamente, coherente con el tipo de imaginación política y de relatos que moviliza el grueso del colapsismo (con excepciones): una especie de anarquismo termodinámico, por el cual la crisis ecológica nos obligará a llevar vidas más autosuficientes, comunitarias, con un fuerte componente de ruralidad, y con estructuras de poder mucho más simplificadas, en las que el Estado moderno si no llega a desaparecer del todo perderá muchísimo protagonismo. Y ante todo esto conviene adelantarse fortaleciendo la resiliencia local y preparándose para organizar ‘balsas de emergencia’, u otras metáforas parecidas.
El punto de partida de mi análisis es que la crisis ecológica tiene una dimensión específicamente energética. Un asunto fundamental que el colapsismo se ha tomado en serio y al que ha prestado mucha atención. Es algo empíricamente contrastado que nuestras sociedades llevan décadas instaladas en una suerte de espiral de rendimientos energéticos decrecientes. Geológicamente es cada vez más difícil atender la voracidad de combustibles fósiles de la economía global. Hay que perforar más profundo, más lejos, con mayores costes ambientales, sociales y económicos, obteniendo producciones de peor calidad y menos versátiles.
Como la energía no es una mercancía económica más, sino que es un prerrequisito económico, esto está teniendo impactos múltiples que la doctrina económica oficial tiene a minusvalorar (como minusvalora los impactos climáticos, porque la economía marginalista es metafísica mala). Al menos desde 1973, desde la geopolítica hasta la dinámica económica pasando por la política interior, nada se entendería sin introducir este factor de lenta pero imparable inseguridad energética. Lo que no significa que pueda explicarse la historia solo desde ese único factor.
La famosa curva de Hubbert, que no es una teoría especulativa sino un hecho contrastado en muchos yacimientos fósiles y en numerosos países, permite entender estos procesos: la termodinámica impone que la extracción de un recurso comienza a declinar a partir de cierto punto de modo relativamente irreversible. Este punto lo habríamos sobrepasado para el petróleo convencional de buena calidad antes de la crisis de 2008 y estaría próximo para el gas natural. Lo que explicaría que todo vaya socioeconómicamente a peor desde hace mucho tiempo.
El discurso colapsista también se ha tomado en serio colocar en el debate público la idea, todavía contraintuitiva, de que las renovables no solucionarían esta tendencia mientras la demanda energética como mínimo no se contuviera, y seguramente disminuyera mucho. Esencialmente, porque las renovables solo cambiarían el foco del problema del declive de los yacimientos fósiles al choque con los límites de los minerales que se usan en las infraestructuras renovables.
Además de que cambiar fósiles por renovables presenta puntos ciegos técnicos muy complejos, especialmente en transporte y agricultura, pero también construcción e industria. Por no hablar de sus sombras socioambientales: extractivismo minero, macroproyectos con impactos negativos en territorios… Un mundo 100% renovable sería un mundo muy distinto y no necesariamente más justo o democrático.
Con su diagnóstico macro de la existencia de una crisis energética que las renovables no podrán solucionar sin transformaciones socioeconómicas y políticas de calado, y que esto se retroalimenta con otros factores, como el climático, conformando un examen histórico que compromete el orden socioeconómico capitalista, el colapsismo ayuda a iluminar nuestra encrucijada. Por eso es fundamental leer sus posiciones, pues hay en el mundo colapsista mucha gente que lleva muchos años investigando y divulgando sobre ello con rigor y seriedad.
Pero el colapsismo tiende a presentar algunos puntos ciegos recurrentes, especialmente en el salto que se da de lo físico a lo social. Y que explica lo que hay de problemático en las lecturas del tipo “esto es la señal de un colapso inevitable”, que muchas veces no se enuncia de modo tan claro, pues los análisis colapsistas son más complejos, pero sin duda opera como marco interpretativo que reluce especialmente en detalles que luego tienen implicaciones argumentativas.
Porque el peak oil [pico del petróleo] o el peak gas [pico del gas], pero también la emergencia climática o la sexta gran extinción, no son ‘acontecimientos’ que funcionen activando el botón rojo del colapso. Son procesos largos atravesados, y en última instancia constituidos, por factores sociales y políticos que introducen un enorme campo de variabilidad e indeterminación. Lo que le falta al colapsismo es bajar de la mirada macroscópica hacia una mirada con una resolución socioeconómica y política más detallada. Y hacerlo sin los tics mecanicistas y deterministas en los que suele incidir.
El pico del petróleo convencional de 2006 puede servirnos como laboratorio de viabilidad del discurso colapsista. En 2006, el petróleo convencional de buena calidad llegó a un techo de producción en el que se ha mantenido más o menos estancado desde entonces (alrededor de los 75 millones de barriles diarios), lo que se tradujo en un shock energético a cámara lenta que tuvo un fuerte impacto económico y social.
En aquellos años, yo participaba en los círculos colapsistas y realmente considerábamos que el inicio del colapso era inminente. Creo que es honesto reconocer que hemos llegado a 2021 en unas condiciones de continuidad esencial en la vida moderna, a pesar de todo lo sufrido desde entonces, que están muy por encima de nuestras proyecciones de entonces. Hubo desgarros y turbulencias, pero el colapso que proyectábamos no llegó.
Todo resultó más complejo: la crisis económica se gestionó de modos muy diferentes porque, además, no solo era provocada por la energía. Hubo revueltas, pero con desenlaces dispares. Se recurrió al fracking, que ofreció un balón de oxígeno energético al problema de los combustibles líquidos. La política y la geopolítica lo moduló todo. Y algunas regiones del mundo, y a algunos sectores sociales, les fue mucho peor que a otras.
El 2008 no ha sido nuestro único laboratorio social para pensar estos procesos. Se atribuye a Mark Twain la frase “la historia no se repite, pero rima”. El paralelismo entre el colapsismo ecologista y el colapsismo marxista de la época de la II Internacional es impresionante. Durante muchos años, en el seno del marxismo se fue generando una teoría del colapso, con diferentes variantes (Rosa Luxemburgo, Grossmann) que, estudiando las contradicciones dramáticas del capitalismo, venían a decretar su colapso como un destino asegurado del que surgiría la gran oportunidad del socialismo. Las contradicciones existían, pero no llevaron al colapso en un sentido fuerte. Llevaron a la Gran Guerra, después al periodo de entreguerras, al fascismo pero también a la Revolución Rusa, a la crisis del 29 y la II Guerra Mundial, al New Deal y al pacto social de posguerra. El capitalismo sobrevivió porque la política lo hizo mutar.