Normalidad o colapso: un falso dilema (2)

"Tan cierto es que la vieja normalidad es imposible como que el colapso ecosocial no está ni mucho menos asegurado", explica el antropólogo Emilio Santiago en la segunda y última parte de su análisis.
Foto: escena del segundo capítulo de la serie ‘El Colapso’.

Segunda y última parte del análisis de Emilio Santiago, investigador en antropología climática en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), sobre el actual escenario geopolítico y energético.
Puedes leer la primera parte aquí.

Por más que las imágenes que nos llegan de peleas en las gasolineras inglesas nos recuerden al segundo capítulo de la serie El Colapso, en las próximas décadas puede pasar de todo: los Estados fallidos pueden proliferar, sin duda. O hacerlo regímenes autoritarios políticamente viables que mantengan un control draconiano sobre la población. Pueden construirse mayorías sociales ecologistas que impongan un giro democrático esperanzador a los acontecimientos, o lo contrario. Puede que unas regiones del mundo prosperen a costa de hacer colapsar otras en un esquema depredador-presa que refuerce las dinámicas coloniales que ya existen. Ni la termodinámica ni las curvas de Hubbert pueden decir mucho sobre esto.

Es más: estas tendencias en curso solo adquirirán su forma definitiva a través de toda esa serie de coyunturas abiertas y en juego que, desde posiciones colapsistas, muchas veces se sobreentienden como expresiones superficiales de una realidad infraestructural tan dura como determinante. Conectamos aquí con otro punto ciego de las posiciones colapsistas: minusvalorar la importancia tanto de los accidentes, las coyunturas y los sujetos como de los factores estructurales puramente económicos, sociales y políticos, que siguen sus propias lógicas con cierta autonomía.

Porque en las turbulencias posCOVID tan cierto es que influyen las tendencias de fondo del choque con los límites del crecimiento como desajustes puramente económicos y otros derivados del toma y daca de los procesos políticos en juego. Tras un parón tan súbito como el de la pandemia, con caídas del PIB del 20%, es imposible que una economía arranque con velocidad sin provocar cuellos de botella, y más con un nivel de integración global de las cadenas de suministros tan delirante.

Cuando el Reino Unido, por razones estrictamente políticas, decide aplicar unas leyes migratorias que, de facto, suponen el experimento social sin precedentes de prescindir de golpe de un segmento esencial del proletariado del país, pues lo normal es que nos lleguen las imágenes premadmaxianas de estos días. Todo ello pasaría de un modo parecido aunque nuestras reservas de combustibles fósiles estuvieran mucho menos esquilmadas de lo que están.

Aplicando una especie de dialéctica de andar por casa, es fácil consensuar que las dos partes del debate tienen parte de razón. ¿Cómo determinar el grado de peso de cada una? Pues es y será absolutamente imposible determinarlo de antemano. Y ahí está el meollo teórico del asunto. El discurso mainstream, empapado de sentido común economicista, presenta dos falacias teóricas. Una es que fragmenta en exceso hechos, abusa de acentuar su desconexión. La segunda es que esto lo hace, además, sobre un  presupuesto que en sociología ambiental se llama exencionalismo humano. En pocas palabras: las realidades sociales son fundamentalmente de una naturaleza diferente del resto de realidades materiales, lo que hace que no se vean afectadas por las leyes naturales. Esto que puede parecer un disparate es el axioma cero de toda la economía convencional, y no solo.

Pero el discurso colapsista es como un juego de espejo teórico atravesado por las dos falacias contrarias: con su visión holística interconecta demasiado los hechos. Y reduce el fenómeno humano a su dimensión puramente termodinámica sin atender a su singularidad específica. Y es que lo complicado de los debates socioecológico viene del hecho de que las cosas humanas conocen, simultáneamente, procesos de conexión y de desconexión, de continuidad y de discontinuidad, que no se pueden prefijar porque están en juego.

Es un error obviar que los altos precios del gas no producen retroalimentaciones sistémicas, como escasez de fertilizantes y, en consecuencia, problemas en la agricultura industrial. Típica desconexión abusiva del economista convencional que solo ve fragmentos sin relaciones. Como es un error decretar que de los altos precios del gas que estamos conociendo pueda derivarse el colapso de las sociedades europeas. Típico error del ecologismo colapsista, que solo ve totalidades sistémicas perfectamente integradas bajo una lógica que lo abarca y lo explica todo.

Al mismo tiempo, a la vez que el ser humano forma parte de la naturaleza, y no puede escapar a sus leyes, la dinámica social humana se desarrolla siempre en un plano que presenta autonomía respecto a los abordajes de las ciencias naturales: el significado, y con él la política. Las leyes naturales ponen los límites, pero no permiten adelantarnos a lo que pasará, porque lo que pasará dependerá del significado y la interpretación social, y este plano del significado es radicalmente polisémico y en disputa: depende de una batalla cultural y moral. “Son los nombres, y no los datos, los que dan la realidad ontológica última a las cosas humanas”. Se lo leí una vez a Santiago Alba Rico y me parece que es un aforismo perfecto para encontrar ese punto que permite superar la trampa de la dicotomía normalidad-colapso.  

La crisis ecológica puede ser la consecuencia de seguir manteniendo un sistema expansivo y depredador como el capitalismo. Yo comparto esta idea. Pero esta idea no está inscrita en la termodinámica. Porque la termodinámica, o el caos climático, también puede dar la razón a una interpretación tan terrible como la que sigue:  la crisis ecológica puede ser consecuencia de que nuestros reparos éticos igualitaristas, nuestro buenismo naif, nos impida apostar en serio por exterminar o al menos someter aún más a una parte de la humanidad sobrante. Que la crisis ecológica acabe entendiéndose de un modo o de otro, lo que organizará la potencia colectiva humana para dar una u otra salida a sus presiones, depende íntegramente del arte de lo político.

Aquí es donde el meollo teórico se revela a su vez como un meollo político, que suele ir de la mano. Antonio Turiel y Juan Bordera, cierran con las siguientes palabras un texto reciente publicado en CTXT, muy bueno, en el que hacen una aproximación rica y compleja a la situación actual en el que hay tics de las hipotecas colapsistas cuando se da el paso del análisis a la acción: “tememos que con la verdad no se conquistan mayorías o que la población no está preparada. ¿Y si lo está y está esperando que se le diga, para variar, la verdad?”.

La misma lógica profunda que nos llevaría al colapso (aunque ellos matizan que no será inminente) tendrá efectos políticos por sí sola cuando logre salir de las sombras y sea conocida por las masas. Pero para remediar la insostenibilidad no basta con revelar científicamente su verdad. Se trata de poner nombres a las cosas que construyan un horizonte de vida sostenible que sea deseable. Lo que no quiere decir que no haga falta la verdad, el conocimiento o la ciencia. Nos hace falta la mejor ciencia y el máximo respeto a la verdad. Pero esto solo permite conocer el mundo, no transformarlo. Transformarlo pasa por asumir que el arte de la política no va de decir la verdad, lo que no significa que vaya de decir mentiras: va de afectos, pasiones, identidades compartidas, mitos comunes, de alianzas, de intereses.

La política va de poder y va de significado. Y la disputa por los significados es siempre profundamente situada y circunscrita. Tiene que hacerse cargo del sentido común dado, y también de las inercias fuertes que presenta todo hecho social. De lo que se trata es de asumir que ese sentido común dado nunca está cerrado, siempre es ambiguo, ambivalente, contradictorio, puede traducirse en unos efectos políticos y en sus contrarios. Ese terreno, que es el espacio puramente político, no lo puede atajar la tecnología ni puentear las leyes de la termodinámica.

En definitiva, tan cierto es que la vieja normalidad es imposible como que el colapso ecosocial no está ni mucho menos asegurado. El espacio entre ambos es el espacio de la política, que en el siglo XXI está obligada a reconocer que este es su terreno de juego. Asumido esto, el debate y la lucha sobre casi todo lo que importa, la lucha del para qué y el debate sobre el cómo, no habrán hecho más que empezar.

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