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Las dos culturas

Ricardo Reques abre esta serie epistolar con una carta a la escritora Sara Mesa. El biólogo reflexiona sobre la distancia que separa a la ciencia de las humanidades.
Las dos culturas
Leonard Nimoy interpretando al señor Spock en la serie original de 'Star Trek'. Foto: NETFLIX

Cada viernes, publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Todos los textos se irán recopilando aquí.

9 de diciembre de 2019

Hay un problema de fondo cuando se habla de la grave situación ambiental que padecemos y es que creo que los científicos no hemos sabido transmitir bien las dificultades a las que nos enfrentamos ni las consecuencias que tendrán para las siguientes generaciones. Y es algo que conocemos desde hace varias décadas. En parte, podría deberse a la inseguridad que siempre nos asalta cuando trabajamos con modelos predictivos o cuando nos enfrentamos a algunos vacíos de información, pero quizás también se deba a esa distancia que separa a las ciencias de las humanidades. Tal vez nos ha faltado tender un puente para salvar ese abismo abierto entre ambas disciplinas del que hablaba el físico y novelista C. P. Snow en una conferencia que tituló Las dos culturas.

Para Snow la falta de calidad en la educación a nivel mundial ha conseguido desconectar las humanidades de las ciencias y eso impide dar solución a los problemas mundiales. Si la ciencia aporta el descubrimiento y el análisis de lo que nos rodea, la literatura puede llegar a un conocimiento introspectivo que quizás sea el elemento que falta para que la sociedad empiece a reaccionar.

En el paisaje de tus narraciones suelen aparecer animales muy diferentes. En algunos de tus primeros cuentos algunas arañas, hormigas, una mantis religiosa, peces, galápagos y hasta una conejita transgénica se pasean por sus páginas y en Mala letra, por ejemplo, el libro se abre con un relato que titulas El cárabo y lo cierras con Mustélidos: una rapaz nocturna relacionada popularmente con malos presagios en el primer caso y una familia de mamíferos carnívoros que, en general, suelen despertar simpatías, en el segundo. Incluso en la novela Cara de pan las aves de un parque están tan presentes que las podemos considerar personajes secundarios de la narración; y animales domésticos como el perro aparecen representados en Cicatriz y en Cuatro por cuatro. Son solo ejemplos que me hacen suponer tu sensibilidad por la naturaleza y también tu capacidad para observarla. Además, en algunos reportajes te han fotografiado en compañía de tu perra Alice, de apariencia serena. Pero es cuando leo algunos de los artículos que publicas en prensa cuando veo que, además de interés y cierta fascinación por los animales, tienes una gran preocupación por temas sobre la relación de nuestra especie con el resto de los seres vivos.

Cuando haces pública esa inquietud, Sara, pienso en cómo la ciencia podría beneficiarse de la literatura al menos en algo tan concreto como la concienciación y la divulgación científica, pero no solo en eso.

Al escribir un artículo científico se utiliza un estilo impersonal, donde se diluye el carácter de quien lo escribe —de alguna forma es una renuncia a la individualidad— y se buscan palabras con definiciones unívocas. Todo lo retórico es censurado sistemáticamente por los revisores y las metáforas no tienen cabida. Eso creo que es necesario para evitar interpretaciones erróneas de unos resultados que cuanto más claros y concisos resulten, de alguna forma, son también más bellos.

La belleza en ciencia podría estar en la sencillez de sus teorías: explicar más con la ecuación más breve posible. De eso, si quieres, podemos hablar en otro momento, pero lo que intento decir es que cuando escribimos ciencia estamos obligados a utilizar un lenguaje distinto a cuando narramos y ese puede ser uno de los primeros obstáculos que encontramos los científicos para explicar nuestros resultados a un público general.

En cambio, en literatura todo suele girar alrededor de personajes con vivencias íntimas y la metáfora es esencial. A través de ella se pueden expresar pensamientos abstractos, evocar sentimientos y la transmisión de las ideas es más intuitiva, pero enormemente eficaz. No busca un razonamiento crítico, sino la entrega de una experiencia personal que crea un cierto grado de empatía y despierta emociones. A los lectores de narrativa nos gusta mirarnos en las historias de otros.

Los de mi generación aún tenemos muy presentes a divulgadores científicos como Félix Rodríguez de la Fuente o Jacques Cousteau a bordo del Calypso y muchos reconocemos su influencia en nuestra manera de ver el mundo natural. Ambos eran unos apasionados y contagiaban su entusiasmo narrando de manera seductora. De algún modo transmitían información y, a la vez, sus vivencias personales eran emocionantes. Eran ellos mismos los protagonistas, no se escondían tras la cámara.

No sé si estarás de acuerdo con Nabokov cuando en su Curso de literatura europea, argumentaba que un escritor debe ser considerado desde los puntos de vista de narrador, de maestro y de encantador. Según decía, el narrador nos da entretenimiento y excitación mental; el maestro no solo nos transmite una formación moral, sino también datos y conocimiento directo; pero el encantador tiene el talento de hacer magia delante de nuestros ojos y es lo que, según él, diferencia a los grandes escritores. Lo que sí creo tener claro es que si queremos dar a conocer problemas de índole científica no nos podemos quedar solo en el punto de vista del maestro.

Ahora también hay buenos divulgadores, aunque quizás no destacan tanto debido al enorme ruido de fondo. Tal y como yo lo veo hay dos problemas que vienen de fuera y de dentro del mundo científico. Algunos grupos defienden posturas conservacionistas con muy buena voluntad, pero a veces parten de errores graves de conceptos y eso crea desconfianza. En el otro extremo nos encontramos a aquellos que estando bien informados exageran los resultados porque, quiero suponer, creen que así les harán más caso y tendrán un mayor apoyo de las administraciones. Hay una falta de honestidad en ambos casos que genera descrédito hacia lo que supuestamente debería surgir de un riguroso conocimiento científico. La pasión está muy bien, es incluso necesaria, pero no viene mal una buena dosis de escepticismo antes de explicar cualquier suceso. Y también de imaginación si queremos conectar con el público.

Pongo solo dos ejemplos para ilustrarlo sin querer entrar en mucha polémica. Del primer supuesto puedo mencionar el caso del conocido ecologista James Lovelock, que defiende en La venganza de la Tierra las bondades de las centrales nucleares como la panacea energética, sin considerar, entre otras cosas, los riesgos tristemente conocidos de Chernóbil y Fukushima o el hecho de que, si bien es cierto que no genera CO2, sí produce una enorme cantidad de residuos radiactivos de media y alta actividad, con vidas medias de centenares de años. Aunque su opinión conviene considerarla —sobre todo teniendo en cuenta sus enormes aportaciones a la filosofía del medio ambiente—, no está fundamentada como solución para paliar el cambio climático por ningún estudio de rigor y, sin embargo, tiene muchísimos seguidores que lo aplauden y defienden. El problema es que crea incertidumbre e inseguridad porque al público, en general, no le llega una información veraz y, sin ella, no puede tener una posición crítica.

El segundo ejemplo me lo da el biólogo David S. Shiffman, cuando alertó del daño que había generado un artículo alarmista. Tras unos incendios ocurridos en Australia en 2019, una noticia que se hizo viral anunciaba que los koalas estaban funcionalmente extinguidos al haberse perdido el 80% de sus hábitats. La realidad fue sensiblemente distinta ya que con los incendios se había perdido poco más del 1% de los hábitats de interés para la especie. Además, se empleaba de forma errónea el concepto de ecología «funcionalmente extinto», que no podía ser aplicado en ese caso.

Todo esto hace que la opinión pública desconfíe de lo que se cuenta en nombre de la ciencia y, en concreto, de la ecología que se sigue confundiendo con el ecologismo. En todo esto hay algo aún más preocupante para mí y es la ausencia de una mirada crítica de nuestra sociedad: disponemos de más información que nunca y, sin embargo, parece que no sabemos utilizarla.

Pero no me gustaría empezar esta conversación con un tono derrotista. Tengo muy claro que muchos de los problemas se resuelven con imaginación y eso afecta a todos los ámbitos de la vida, desde los más cotidianos a los más complejos. Cuando se es creativo se encuentran soluciones. E. O. Wilson decía: «Los científicos más competentes son aquellos que piensan como poetas —de vasto alcance, a veces fantasiosamente— y trabajan como contables».

No sé si tú veías la serie y las películas de Star Trek. Allí Spock, del planeta Vulcano, representaba al científico puro, racional e imperturbable, mientras que su amigo el capitán Kirk, terrestre, era creativo, impulsivo y pasional. Solo confiando el uno en el otro conseguían resolver los problemas más inverosímiles a los que se enfrentaban. Ese símil explica muy bien lo que intento plantearte. Como escritora me gustaría saber si crees que las ciencias y las humanidades están tan alejadas como a veces nos hacen ver y en qué medida podría un escritor contribuir a acercar los mensajes de los científicos a los ciudadanos.

Y, si me lo permites, una cosa más, aún a riesgo de que me consideres un poco friki. Al hablar de Star Trek, estaba pensando que cuando los tripulantes del Enterprise establecían contacto amigable con civilizaciones de otros planetas —aquí veo importante hacer notar que los guionistas concebían un esperanzador futuro en el que la intolerancia a lo diferente ha desaparecido— se daban a conocer a través de la cultura: les ofrecían la música y la literatura de la historia de nuestra especie. Les regalaban las obras de Homero, de Shakespeare o de Cervantes; les regalaban las creaciones de Brahms o de Mozart y no tanto los logros tecnológicos que, por otro lado, eran casi siempre equiparables a los que habían alcanzado esas civilizaciones alienígenas con las que se cruzaban en el espacio. Estoy convencido de que si la humanidad puede identificarse con algo destacable es con las humanidades y no con la ciencia y la tecnología que, además, es una disciplina que, como tal, apenas tiene un recorrido de unos pocos cientos de años.

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