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Resulta difícil comprender la inquina a los árboles que parece haberse instalado entre quienes son, precisamente, los responsables de que este mundo cada vez más urbanizado camine hacia «ciudades verdes y habitables», tal y como reclama la ciencia ambiental, como exigen las islas de calor que genera el cambio climático y como recomienda la Organización Mundial de la Salud, que aconseja al menos nueve metros cuadrados de área verde por habitante en zonas urbanas. La tala masiva de árboles en grandes ciudades habla con elocuencia de cómo se toman decisiones políticas alejadas de la lógica y de cómo estas decisiones cubren con una pátina de hormigón (o cemento o granito) el territorio por el que camina la humanidad hacia un futuro incierto.
Como hemos visto estos últimos días, Madrid es un ejemplo emblemático de ese rumbo irracional, a contracorriente, justo en el sentido inverso a esa adaptación necesaria frente a los abrasadores veranos que vendrán y las lluvias torrenciales que nos caerán encima. Las imágenes de cómo se han talado cientos de árboles maduros, con décadas de vida, incluso protegidos por las normativas municipales, en parques que están insertados en barrios céntricos y populosos, son la constatación de una pérdida ya irreparable. Y como tal ha sido denunciada, peleada y, por último, llorada por quienes si saben que con esos parques masacrados se va parte de su bienestar cotidiano.
Me refiero al caso de la ampliación de una línea de Metro que se planificó para dar servicio a esos mismos vecindarios con un proyecto original que utilizaba para las obras espacios de escaso valor ambiental. Sin embargo, sin explicaciones técnicas convincentes, un buen día las autoridades decidieron trasladarlas, casi en su totalidad, al interior de parques urbanos, implicando de golpe y porrazo la tala de más de 600 árboles y el improbable trasplante de otros 200, frente a los 79 inicialmente previstos. El cambio de ubicación de una estación (Madrid Río) desde una calle asfaltada a una arboleda histórica o el traslado de la entrada de una tuneladora, prevista en un solar, al ya destruido parque de Comillas, fueron dos inesperadas sorpresas.
Con el tiempo, sólo la hipótesis de un ahorro económico para las grandes empresas adjudicatarias o la de no enturbiar el flujo del tráfico motorizado parecen estar detrás de unas modificaciones que ha sido imposible cambiar. Son decisiones en las que la importancia de sus sombras, su función para captar contaminantes, el hecho de que enfríen el aire entre 2 y 8 ºC y otros muchos beneficios sociales y para la salud, no sólo no se han tenido en cuenta, sino que se han tratado de empañar usando un barniz ideológico y partidista, desdeñando así reputadas investigaciones científicas.
En realidad, esta tendencia a eliminar árboles urbanos no es exclusiva de Madrid. Cientos de ejemplares maduros han desaparecido estos últimos meses en Alicante, Pamplona, Bilbao o Barcelona al albur de proyectos y autorizaciones que, como en la capital del país, también han sido objeto de sonadas movilizaciones ciudadanas. Y es que cada vez hay más personas que no entienden cómo es posible que mientras batimos récords de altas temperaturas hasta en el mes de diciembre, esa postura retardista frente al cambio climático, cuando no negacionista, que vemos en las grandes cumbres de líderes mundiales tiene su espejo a nivel local en talas que eran evitables y que, en el colmo del cinismo, se venden como parte de proyectos «sostenibles», palabra que a fuerza de mal usarse está perdiendo todo su sentido.
En el caso de Madrid, tras 10 meses de lucha vecinal ha habido momentos de frustración, como cuando en los distritos afectados por el arboricidio ganaron las elecciones municipales quienes ahora perpetran las talas, pero también de satisfacción compartida: primero al lograr que esta batalla tan de barrio, diera la vuelta al mundo; luego, al hacer que la Comunidad que preside Isabel Díaz Ayuso tuviera que rectificar en parte y tratar de minimizar algo los daños, demostrando así que era posible salvar cientos de árboles, y también que no le hubiera importado destruirlos a mansalva si no hubiera habido manifestaciones, decenas de miles de firmas en contra, denuncias en el Parlamento Europeo y una continua presencia mediática que ha requerido no poco esfuerzo de muchas personas que nunca se habían implicado en nada parecido.
Quiero pensar que esa fuerza colectiva del movimiento ciudadano contra la tala urbana, que va tomando impulso en muchas ciudades y que expande sus semillas por las redes sociales, pero también en las tiendas de barrio, en los bares o entre los padres en las zonas de juegos de los niños, es imparable, y que seguirá viva, creciendo y multiplicando adhesiones entre quienes ahora no pueden ver la gran riqueza de los árboles urbanos por culpa del valor del hormigón. Y es que una vida en gris, bajo la sombra de los plásticos, no es deseable para nadie.