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[NOVEDAD EDITORIAL] ‘Palacios del pueblo’, de Eric Klinenberg

La editorial Capitán Swing acaba de publicar 'Palacios del pueblo', de Eric Klinenberg, con traducción de Paula Zumalacárregui.
[NOVEDAD EDITORIAL] ‘Palacios del pueblo’, de Eric Klinenberg
Portada del libro. Foto: CAPITÁN SWING

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La editorial Capitán Swing acaba de publicar Palacios del pueblo, del sociólogo estadounidense e investigador de estudios urbanos, cultura y medios de comunicación Eric Klinenberg. A continuación puedes leer un fragmento del libro, traducido por Paula Zumalacárregui.


El 12 de julio de 1995, una masa de aire tropical de un calor abrasador y un elevado nivel de humedad se asentó sobre Chicago e hizo que la ciudad pareciera Yakarta o Kuala Lumpur. El 13 de julio se alcanzaron los 41 °C, mientras que la temperatura de bochorno –el índice que mide la sensación térmica– llegó a los cincuenta y dos. Los periódicos y las cadenas de televisión locales advirtieron de que la ola de calor podía ser peligrosa, pero no supieron identificar su gravedad. Además de las advertencias sanitarias básicas y los informes meteorológicos publicaron artículos humorísticos sobre  cómo “evitar que se te aje el traje y se te marchite el maquillaje” y sobre la compra de sistemas de aire acondicionado. “Nosotros con estas condiciones meteorológicas hacemos el agosto”, admitió el portavoz de cierto proveedor regional. The Chicago Tribune aconsejó a sus lectores “aflojar el ritmo” y “no calentarse la cabeza”.1

Aquel día, Chicago batió su propio récord de consumo energético; el brusco aumento de la demanda sobrecargó la red eléctrica y provocó apagones en más de doscientos mil hogares que en algunos casos duraron días. Las bombas de agua se estropearon y dejaron sin suministro a las viviendas de las plantas superiores. Los edificios de toda la ciudad se cocieron como hornos, las carreteras y autopistas se agrietaron y miles de coches y autobuses se sobrecalentaron. Los niños que iban de campamento en los autobuses escolares se quedaron atascados en el tráfico y, para evitar que sufrieran un golpe de calor, los equipos de salud pública tuvieron que remojarlos a manguerazos. Pese a que los problemas iban en aumento, el Gobierno municipal de Chicago tuvo la irresponsabilidad de no declarar el estado de emergencia. El alcalde –al igual que los líderes de varios de los principales organismos municipales– se encontraba fuera de la ciudad, pasando las vacaciones en un sitio más fresco. Sin embargo, había millones de residentes que no podían escapar del calor. 

Como todas las ciudades, Chicago es una isla de calor cuyas carreteras asfaltadas y edificios metálicos atraen el calor del sol, que queda retenido por la densa contaminación. Mientras que las arboladas urbanizaciones residenciales de las afueras de Chicago se enfriaban durante la noche, los barrios del centro seguían achicharrándose. Hubo tantas llamadas al 911 que los técnicos en emergencias sanitarias tuvieron que dejar algunas en espera. Miles de personas abarrotaron los servicios de urgencias por enfermedades causadas por el calor y casi la mitad de los hospitales de la ciudad se negaron a recibir más pacientes por falta de sitio. En el exterior de la morgue del condado de Cook se formó una cola de camiones cargados de cadáveres. Había doscientas veintidós áreas de descarga en el depósito y estaban todas llenas. El dueño de una empresa de envasados cárnicos se brindó a llevar un camión refrigerado de catorce metros de largo. Cuando este se llenó, el hombre llevó otro y después otro más, hasta que nueve camiones con cientos de cadáveres atestaron el aparcamiento. “En la vida he visto cosa igual –aseguró el forense–. Estamos sobrepasados”.

Antes de que se diera sepultura a todos los cadáveres, los científicos empezaron a buscar patrones en las muertes. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos (Centers for Disease Control and Prevention o CDC) mandaron desde Atlanta a un equipo de investigadores y reclutaron a muchos más en Chicago para que hicieran averiguaciones. Los investigadores entrevistaron puerta a puerta a más de setecientas personas, crearon “pares coincidentes” de víctimas y de vecinos supervivientes y recabaron información demográfica que usaron para establecer comparaciones. Algunos resultados eran de esperar: tener un sistema de aire acondicionado operativo reducía el riesgo de muerte en el 80 por ciento; el aislamiento social incrementaba el riesgo; vivir solo resultaba especialmente peligroso porque muchas veces la gente no reconoce ni los síntomas ni la gravedad de las enfermedades causadas por el calor; tener una relación estrecha con otra persona o incluso con una mascota aumentaba mucho las probabilidades de supervivencia de la gente.

Con todo, afloraron algunos patrones fascinantes. Las mujeres, al tener vínculos más sólidos con sus amigos y familiares, habían salido mejor paradas que los hombres. Pese a los elevados índices de pobreza, la población latina había sobrellevado la situación mejor que otros grupos étnicos de Chicago por el simple hecho de que suelen vivir en apartamentos abarrotados y en barrios con alta densidad de población, sitios donde resulta casi imposible morirse en soledad. En gran medida, la mortalidad de la ola de calor guardaba una estrecha relación con la segregación y la desigualdad: de entre las diez áreas comunitarias con los índices de mortalidad más altos, en ocho vivían casi exclusivamente personas afroamericanas y, además, había focos donde se concentraban la pobreza y los delitos con violencia. En esos lugares, las personas mayores o enfermas corrían el riesgo de encerrarse en casa y morir en soledad durante la ola de calor. Al mismo tiempo, tres de los diez barrios donde se registró el menor índice de mortalidad por la ola de calor estaban también caracterizados por la pobreza, la violencia y una población predominantemente afroamericana, mientras que en otro de ellos había pobreza, violencia y la población era mayoritariamente latina. Lo lógico habría sido que esos barrios hubieran salido mal parados de la ola de calor, pero lo cierto es que resistieron mucho mejor que las zonas más prósperas de Chicago. ¿Por qué?

Yo crecí en la ciudad, pero cuando se produjo la ola de calor estaba a punto de trasladarme a California para empezar mis estudios de posgrado. No tenía ninguna intención de volver a mi ciudad natal. Apenas me había parado a pensar en barrios, catástrofes naturales o el clima, pero mi mente volvía una y otra vez a la ola de calor y al misterio de por qué algunas personas y algunos sitios que parecían abocados a la catástrofe habían conseguido esquivarla. Aunque, en efecto, me marché a California, deseché el plan de investigar el negocio de las drogas y me puse a indagar en la catástrofe. Siempre que podía, volvía a Chicago, hasta que al final terminé instalándome otra vez en la ciudad para poder desarrollar allí el trabajo de campo: transformé el sótano de la casa de mis padres en un centro de operaciones e hice la tesis sobre la ola de calor.

Al igual que los CDC, yo también comparé “pares coincidentes”, con la diferencia de que yo estudié las consecuencias de la ola de calor no solo en las personas, sino en barrios enteros. Para orientarme, encontré un mapa de muertes por calor y lo superpuse a diversos mapas de pobreza, violencia, segregación y envejecimiento en los barrios de Chicago. Identifiqué vecindarios colindantes con perfiles demográficos similares que, sin embargo, habían registrado unos índices de mortalidad por la ola de calor radicalmente diferentes. Procesé las cifras y analicé todos los datos sobre barrios a los que suelen recurrir los científicos sociales, pero ninguna de las variables habituales terminaba de explicar la discrepancia de los resultados, así que apagué el ordenador y me lancé a la calle.

Sobre el terreno, pude observar ciertas condiciones de los barrios que no son visibles en términos cuantitativos. Las estadísticas no reflejan las diferencias entre los barrios pobres y minoritarios plagados de solares vacíos, aceras rotas, casas abandonadas y escaparates con las persianas bajadas y los barrios que gozan de una alta densidad de población y mucho tráfico peatonal, llenos de vida gracias a la actividad comercial y a los parques bien cuidados y que cuentan con el apoyo de sólidas asociaciones locales. A medida que fui familiarizándome con el ritmo de vida de los distintos barrios de Chicago, comprendí la tremenda importancia de esas condiciones locales tanto en la vida diaria como durante la catástrofe.

Pensemos en Englewood y Auburn Gresham, dos barrios colindantes del hipersegregado South Side de Chicago. En 1995, el 99 por ciento de la población de ambos barrios era afroamericana y la proporción de residentes de edad avanzada era similar en los dos. Ambos tenían altas tasas de pobreza, desempleo y delitos violentos. En Englewood –uno de los sitios más peligrosos durante la catástrofe–, se registraron 33 muertes por cada 100.000 residentes. Sin embargo, en Auburn Gresham, la tasa de mortalidad fue de 3 muertes por cada 100.000 residentes, es decir, que fue uno de los sitios que mejor parados salieron de toda la ciudad; el riesgo fue menor incluso que en el elegante Lincoln Park y que en el Near North Side.

Para cuando concluí mi investigación, había descubierto que la diferencia fundamental entre barrios como Auburn Gresham y otros similares en términos demográficos era lo que yo llamo “infraestructura social”: los espacios físicos y las organizaciones que configuran las relaciones personales. Infraestructura social no equivale a “capital social” –un concepto que suele emplearse para medir las relaciones y las redes interpersonales–, sino que se refiere a las condiciones físicas que  determinan el desarrollo del capital social. Cuando la infraestructura social es sólida, fomenta que amigos y vecinos traben relación, se apoyen y colaboren entre sí; cuando está deteriorada, inhibe la actividad social y obliga a que tanto las familias como las personas que viven solas tengan que buscarse la vida. La infraestructura social tiene una importancia tremenda, porque las interacciones locales cara a cara –en el colegio, en los parques infantiles y en la cafetería de la esquina– cimientan toda la vida pública. Las personas establecen vínculos en sitios que cuentan con infraestructuras sociales saludables no porque pretendan forjar una comunidad, sino porque es inevitable que las relaciones prosperen cuando las personas tienen un trato prolongado y recurrente (sobre todo, mientras hacen actividades con las que disfrutan).

Durante la ola de calor, los residentes de Englewood no solo se encontraron indefensos por ser negros y pobres, sino también porque el barrio estaba abandonado. Los bloques residenciales daban la impresión de haber sufrido un bombardeo, mientras que la infraestructura social que favorecía la vida colectiva se había deteriorado. Entre 1960 y 1990, Englewood había perdido el 50 por ciento de sus residentes y la mayoría de sus establecimientos comerciales, así como toda cohesión social. “Antes teníamos mucha más relación, estábamos más unidos”, asegura Hal Baskin, que lleva cincuenta y dos años viviendo en Englewood y que actualmente encabeza una campaña en contra de la violencia en el barrio. Ahora no sabemos quién vive enfrente o a la vuelta de la esquina. Y a los ancianos les da respeto salir a la calle.

Los epidemiólogos han demostrado sin lugar a dudas la relación entre los vínculos sociales, la salud y la longevidad. En las últimas décadas, las revistas sobre salud más importantes han publicado infinidad de artículos que documentan los beneficios físicos y mentales de los vínculos sociales. Pero hay una cuestión previa que los científicos no han analizado tan al detalle: ¿cuáles son las condiciones de los sitios donde vivimos que incrementan las probabilidades de que la gente desarrolle relaciones sólidas o de apoyo y cuáles propician que la gente se aísle cada vez más y se quede sola?

Tras la ola de calor, varias destacadas autoridades de Chicago declararon públicamente que la gente que vivía aislada de los demás y que había fallecido se había labrado su propio destino, pero que las comunidades en las que vivían los habían rematado. El alcalde, Richard M. Daley, criticó a la gente por no cuidar de sus vecinos, mientras que Daniel Alvarez, el inspector de servicios sociales, se quejó ante la prensa de que “hay gente que se muere de pura dejadez”. Sin embargo, no fue eso lo que yo observé cuando pasé una temporada en los barrios más vulnerables de Chicago.

Quienes vivían allí expresaban los mismos valores de los que hacían gala los residentes de las zonas que mejor habían resistido y se esforzaban de verdad por ayudarse, tanto en las épocas normales como en las difíciles. La diferencia no era cultural: la cuestión no era cuánto se preocupaba la gente por sus vecinos o por su comunidad, sino que, en sitios como Englewood, el lamentable estado de la infraestructura social no invitaba a relacionarse y, encima, dificultaba que la gente se apoyara, mientras que en lugares como Auburn Gresham la infraestructura social servía de estímulo.

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COMENTARIOS

  1. A un ritmo alarmante, el planeta pierde especies: su biodiversidad. La razón somos nosotros los humanos y la forma en que vivimos y cambiamos los ecosistemas naturales de la Tierra.
    . Nuestros ecosistemas -bosques y océanos- ayudan a regular el clima, combatir la crisis climática y reducir el riesgo de brotes de enfermedades y epidemias.
    La naturaleza mantiene el circuito en marcha. El nitrógeno y el fósforo que circulan a través de los ecosistemas actúan como los principales nutrientes biológicos de la Tierra.
    Somos parte de ella y ella nos da todo lo que necesitamos. Alimentos, agua, aire y innumerables beneficios que no apreciamos porque estamos desconectados de ella. Los indígenas que viven en ella siempre lo han sabido.
    EL MENSAJE DEL CHAMAN
    https://www.youtube.com/watch?v=EfmVG0Jqo-Y

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