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Los terrenos pantanosos congelados del norte de Europa son almacenes de carbono que se mantienen en un equilibrio muy inestable. Este carbono está atrapado en yacimientos de turba, un carbón fósil formado por residuos vegetales que actuaron como aislante durante milenios. Hasta ahora. Según recientes investigaciones, antes de 20 años y debido al calentamiento global, deberían empezar a derretirse, liberando así a la atmósfera cantidades ingentes de gases de efecto invernadero. El estudio ha sido elaborado por académicos de la Universidad de Leeds y publicado en la revista Nature Climate Change. «Nuestros modelos bioclimáticos indican que toda Fenoscandia se volverá climáticamente inadecuada para mantener intacto el permafrost en 2040», avanzan en su artículo. El permafrost es el suelo permanentemente congelado que cubre el 24% de la superficie terrestre del hemisferio norte. El dióxido de carbono que yace atrapado en él equivale al triple del que ha sido liberado a la atmósfera por la actividad humana desde 1850.
Según los investigadores, la cantidad de carbono que se podría liberar con este deshielo estaría entre las 37 y las 39,5 gigatoneladas (una unidad de medida que equivale a 1.000 millones de toneladas), el doble del carbono almacenado en la totalidad de los bosques de Europa. Pero no todo está perdido: una política socio-económica adecuada podría salvar el permafrost de Siberia Occidental, manteniendo en sus depósitos naturales casi 14 gigatoneladas de carbono. Ese es el escenario más optimista contemplado por los investigadores.
«Si nuestras emisiones siguen creciendo al ritmo actual, la casi totalidad de los yacimientos de turba enterrados en el permafrost siberiano podría desaparecer de aquí a 2060», advierte el autor principal del estudio, Richard E. Fewster. «La tendencia es similar si los esfuerzos de mitigación son moderados. Sólo una mitigación contundente del cambio climático podría permitir la conservación de un clima compatible con su presencia».
La situación, sin embargo, no es precisamente una invitación a la esperanza: la temperatura en la región del Ártico aumenta al doble de velocidad que en otras zonas de la Tierra y los termómetros no dejan de marcar nuevos récords. Además, los megaincendios que han arrasado la tundra siberiana no han hecho sino acelerar el proceso de descongelación.
El punto de no retorno del permafrost
La liberación de esta enorme cantidad de dióxido de carbono pondría en funcionamiento un mecanismo de consecuencias imprevisibles: los gases liberados calentarán aún más la atmósfera, lo que provocará un mayor deshielo del permafrost, lo que incrementará de nuevo el calentamiento global. Es el llamado bucle de retroalimentación. Llegados a ese escenario, se franquearía el punto de no retorno y la capacidad del clima para enfriarse sería prácticamente imposible. No habría marcha atrás. Es un fenómeno parecido al que está sufriendo el Amazonas a causa de la deforestación: se ha perdido tanta selva virgen que su capacidad de resiliencia está seriamente comprometida y, de superar ese punto de inflexión, ya no será capaz de recuperarse de perturbaciones como las sequías o los incendios.
La peculiaridad de los yacimientos de turba es que, a diferencia del permafrost de los suelos minerales, está compuesto de materia orgánica, plantas y raíces que estaban congeladas en el suelo desde hace miles de años. Cuando el hielo desaparece, ese material empieza a descomponerse y a soltar gases de efecto invernadero. El principal de ellos es el dióxido de carbono, pero no es el único. También se desprende metano, un gas con un poder de calentamiento entre 28 y 80 veces superior al del CO2. «Es de vital importancia que estos ecosistemas se comprendan y se tengan en cuenta a la hora de considerar el impacto del cambio climático en el planeta», apunta Ruza Ivanovic, coautora del estudio y catedrática de Climatología de la Universidad de Leeds. A su juicio, el efecto que pueden tener estas turberas congeladas «aún está poco representado en los modelos del sistema terrestre».
Esta amenaza no se cierne sólo sobre Europa. La mitad del suelo de Canadá está cubierto por permafrost. Y Alaska, por su parte, está siguiendo un patrón de deshielo parecido al europeo. Si en la década de 1950 el Parque Nacional Denali tenía una capa de permafrost que se desplegaba por el 75% de su extensión, ésta disminuyó hasta el 50% en la primera década del siglo XXI. Y las proyecciones de cara a 2050 la sitúan en el 6%.
El derretimiento del permafrost, además, no sólo es peligroso por el escape de gases de efecto invernadero. Su pérdida implica también una notoria erosión del terreno, lo que produce corrimientos de tierra. En 2020, cerca de la ciudad de Norilsk, en Siberia, el deshielo provocó la fractura de los cimientos de un tanque de diésel que derramó 21.000 toneladas de combustible en los ríos y lagos cercanos. Este tipo de acontecimientos empieza a ser habitual en Rusia, por lo que las autoridades se han propuesto revisar sus infraestructuras más sensibles, desde centrales nucleares hasta gasoductos.
La pérdida de permafrost puede también liberar patógenos potencialmente peligrosos para el ser humano. En agosto de 2016 se produjo un brote de ántrax en la Península de Yamal (Rusia) que se cobró la vida de un niño. Además, varias decenas de personas tuvieron que ser hospitalizadas y se contabilizó la muerte de unos 2.000 renos. En la epidemia intervinieron factores climáticos: una ola de calor derritió un bloque de hielo en el que estaba atrapado el cadáver de un reno infectado por ántrax y eso produjo la liberación y activación de las esporas.