La responsabilidad climática más allá de nuestras fronteras

Los partidos están negociando los últimos flecos de una Ley de Cambio Climático que tendrá grandes implicaciones internacionales para nuestro país, defienden sus autores.
Teresa Ribera en el Congreso. Foto: Verónica Povedano/Pool Congreso. Foto: 49893061998_70e93decbc_c

El año 2020 será recordado por muchos sucesos extraordinarios, la mayoría no muy halagüeños. Anoten a la lista el haber sido el año más cálido de la historia, según Servicio de Cambio Climático de Copernicus (C3S). Es lo que tiene la ciencia, que es lenta, pero tozuda.

Que vamos tarde en la lucha contra el calentamiento global y tenemos todos los pilotos en alerta no es ninguna novedad. Un informe del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente señalaba a finales de 2020 que, a pesar de la reducción debida a la pandemia, nos encaminamos a un mundo de 3 ºC más de media a final de siglo. La lista de impactos es enorme y la factura de la fiesta de los combustibles fósiles la están pagando quienes menos han participado de ella.

En 2018, ocho millones de personas migraron por causas relacionadas directamente con los desastres naturales derivados del cambio climático. Para 2030, año en el que deberíamos alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible, habrá 120 millones de personas sufriendo miseria extrema por la misma razón. Según Oxfam, los 63 millones de personas más ricas del mundo, la élite global, fue responsable del 15% de las emisiones de gases de efecto invernadero entre 1990 y 2015, el doble que la mitad más pobre de la población. Y así, suma y sigue en la calculadora de la injusticia climática.

El cambio climático es la mayor injusticia global a la que nos enfrentamos como humanidad y es capaz de arruinar todos los esfuerzos de recuperación de la ‘normalidad’ pospandemia y de los Objetivos de Desarrollo Sostenible a 2030. Por ello resuenan las palabras de António Guterres en la Asamblea de Naciones Unidas denunciando que la humanidad está librando una guerra contra la naturaleza y que urge reconstruir la relación con ella. También lo dijo Sonia Guajajara, diputada indígena en Brasil, frente a cientos de miles de activistas en la COP 25 de Madrid: “Necesitamos reforestar los corazones de las personas y restaurar los espíritus de la humanidad”. Los países tendrán una oportunidad clave en la Cumbre de Glasgow a principios de noviembre de este año.  Pero para ello, hay que hacer antes los deberes y España va con retraso.

¿Dónde acaba nuestra responsabilidad cómo país?

España termina en los Pirineos, Finisterre y en el Mar de Alborán. Así se puede sintetizar el espíritu de la nueva Ley de Cambio Climático y Transición Energética desde una visión cosmopolita. El caso es que somos conscientes de las emisiones de gases de efecto invernadero que generamos como país. Son 313,5 millones de toneladas de CO2 equivalente en 2019, un 8,3% más que en 1990, año de referencia para bajar las emisiones. Este dato muestra que estamos fuera de la hoja de ruta del Acuerdo de París, algo que la falta de ambición del texto propuesto, de reducir tan solo un 20% las emisiones de gases efecto invernadero para 2030, no va a corregir. Es una meta que debería revisarse y acompañar la ambición del acuerdo alcanzado por la Unión Europea a finales de 2020 de reducción del 55%.

Empiezan a divulgarse estudios que plantean que nuestra responsabilidad como país, a través de todo lo que consume nuestra economía, es mucho mayor. Hasta un 25% más en algunos años debido a los productos que importamos. Son cálculos conservadores que no tienen en cuenta por ejemplo las emisiones que provocamos cuando importamos soja brasileña o aceite de palma de Indonesia por los efectos de la deforestación. Pero el hecho de que no existan oficialmente estas mediciones –que las tendría que haber– no significa que no seamos responsables de sus consecuencias.

¿Acaso nuestro país debe desentenderse de las emisiones provocadas en las cadenas de abastecimiento de productos industriales o agrícolas que consumimos? ¿Debemos seguir promoviendo con dinero público o privado proyectos fósiles fuera de nuestras fronteras? ¿Estamos dispuestos a asumir compromisos financieros para compensar a las personas de los países más impactados por las emisiones que hemos generado aquí? ¿Vamos a ponernos de lado frente a los Chico Mendes o a las Berta Cáceres que se juegan el pellejo en conservar los territorios que necesitamos globalmente? ¿Prescindiremos de la sociedad civil cuando más la necesitamos para promover una transición justa?

La Coordinadora ya le ha pedido a sus señorías, que están debatiendo las enmiendas de la Ley de Cambio Climático y Transición Energética, que se acuerden de los principios de corresponsabilidad y solidaridad global. Bueno, en realidad no se lo pedimos nosotros. Lo firmaron ellos. En París. En 2015. ¿Se acuerdan?

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COMENTARIOS

  1. El 60 % de la energía clasificada como «renovable» en Europa procede de la quema de madera y cultivos. Las viejas centrales eléctricas de carbón ahora se dedican a quemar bosques y cultivos a gran escala. La Unión Europea lo llama «energía verde» y se encarga de subvencionarla.
    Es una legislación injusta que maltrata al medio ambiente. Algunos gigantes de la industria se están sumando a esta práctica, deforestando los bosques y arando lo que queda de pastos y prados para conseguir esas subvenciones. De repente, las viejas centrales eléctricas de carbón que tanto han contaminado se han convertido como por arte de magia en productoras de «energía limpia». Y todo esto se paga con nuestros impuestos.
    La Unión Europea cuenta con subvenciones destinadas a los productores de los llamados «combustibles verdes». Por eso, la industria está quemando árboles sanos y transformándolos en gránulos de madera (conocidos como pellets) para transportarlos hasta las centrales eléctricas y quemarlos, haciéndolos pasar por una fuente de energía renovable. Solo en la última década, la superficie dedicada a explotaciones forestales con fines industriales ha aumentado 0,37 millones de hectáreas en Europa. Pero los bosques no son los únicos que sufren: la UE importa madera desde otros países, causando la deforestación de muchos más rincones del mundo.
    Los cultivos, en especial los de maíz, están sufriendo el mismo destino: la industria los siega y quema con el objetivo de producir energía. El reclamo de las subvenciones ha hecho que este tipo de plantaciones de proporciones inmensas proliferen por todo el territorio europeo, dejando fuera a otra clase de cultivos y llevándose por delante el ya reducidísimo número de pastos y prados que todavía conservábamos, lo que conlleva la destrucción del medio natural de miles de plantas, flores, insectos y buena parte del ganado menor. El precio del suelo también se ha disparado. Es un despropósito y, por desgracia, nuestros impuestos contribuyen a que siga ocurriendo.
    https://you.wemove.eu/campaigns/falsas-renovables-ym?utm_source=civimail-35099&utm_medium=email&utm_campaign=20210208_ES_2

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