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A Ricardo Reques (Madrid, 1967), afincado en Córdoba desde los 11 años, la literatura le descubrió su fascinación por los animales no humanos, especialmente por los anfibios, el grupo de vertebrados más amenazado del mundo. Ahora es él quien narra a través de sus libros las maravillas de una naturaleza cada vez más mermada. Acaba de publicar Una rana en el zoo de Durrell (Tundra), un viaje literario a partir de su estancia de trabajo hace 15 años en el famoso zoo que el naturalista Gerald Durrell fundó en la isla de Jersey.
Doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad de Córdoba, Reques ha investigado en centros como The Open University (Reino Unido) o la Estación Biológica de Doñana. Es también autor de Ecología, estudio y conservación de los anfibios (Tundra, 2020) y de la novela La rana de Shakespeare (Baile del sol, 2018), además de varios libros de relatos. El recuerdo de su experiencia en la hoy conocida como Wildlife Conservation Trust es una excusa para ampliar a través de la narrativa el círculo de personas alarmadas por la pérdida de biodiversidad. «Una mezcla perfecta de naturaleza y literatura», en palabras de Miguel Delibes de Castro.
¿Cómo ha influido la obra de Gerald Durrell en su vocación de ser biólogo?
Es común en los biólogos de mi generación vernos muy influenciados por los documentales de Félix Rodríguez de la Fuente, de Jacques Cousteau o David Attenborough. A mí me gustaba mucho leer a Julio Verne, también las adaptaciones de Moby Dyck… Gerald Durrell llegó a mis manos por casualidad, cuando tenía unos 12 años, porque mi madre estaba suscrita al Círculo de Lectores. Me llamó la atención una portada de Mi familia y otros animales y quedé encantado con su lectura. Luego completé la trilogía en la que narra su vida en la isla griega de Corfú cuando él tenía una edad similar. Me cautivó porque, a diferencia de los documentales que hablaban de sitios lejanos, él hablaba de la naturaleza que encontraba al lado de su casa. Durante mi infancia, casi lo consideré como un amigo que me contaba experiencias que yo podía repetir.
Una rana en el zoo de Durrell surge de sus conversaciones con Sara Mesa en la sección Nuestra placa de Petri, de Climática, que ahora se ha editado en forma de libro digital. ¿Pretende reivindicar el papel de la literatura a la hora dar a conocer los problemas ambientales? ¿Enmarca su obra en la Liternatura?
Sí. La Liternatura, que ahora está muy de moda, empezó con autores americanos y se ha ido extendiendo porque es un género muy atractivo. La idea de mi libro surge a partir de una conversación epistolar con Sara Mesa en aquella serie en la que dábamos nuestras visiones, ella como escritora y yo como científico. Tratábamos de ver de qué manera la literatura podía contribuir a difundir los temas que nos preocupan, sobre todo los relacionados con la pérdida de biodiversidad y la crisis climática que padecemos.
Curiosamente, Sara Mesa también estuvo interesada de joven por Durrell y yo le cuento que tuve la oportunidad de ir a ese zoológico que él montó en una isla de Inglaterra, uno de los más prestigiosos del mundo en cuanto a conservación. Explicar mi experiencia allí me sirve para hablar de otros proyectos de conservación y de los problemas a los que se enfrentan los anfibios, el grupo de vertebrados más amenazado del planeta, con un 41% de las especies en peligro de extinción, y al que se le suele prestar menos atención que a las aves o los mamíferos.
«Gracias a Durrell, ahora no se concibe un zoológico moderno si no tiene un programa de conservación»
Hace 15 años de su estancia en la Wildlife Conservation Trust, un zoológico distinto a los que tienen animales encerrados con fines únicamente lucrativos. ¿Sigue activa su labor de conservación?
Sí. Hasta hace unas décadas, los zoológicos eran sitios de exhibición de animales. Los tenían en recintos o en jaulas y simplemente servían para el divertimento de las personas que iban allí. Ahora todos, o al menos los más importantes, no tienen la exhibición como prioridad, sino que buscan que sus recursos sean destinados a programas de conservación, tanto en métodos de cría en cautividad como en cuidar a los animales. También en programas más ambiciosos, como el de reintroducir especies en hábitats restaurados. Gracias a Durrell, ahora no se concibe un zoológico moderno sin un programa de conservación de especies.
Usted explica que la principal medida para preservar una especie sería conservar su hábitat natural. ¿Se encuentran muy deteriorados los ecosistemas en los que habitan los anfibios?
Sí. De hecho, el objetivo de mi estancia en Jersey era montar un proyecto internacional de conservación de anfibios en lo que llamamos «áreas centinelas». La idea era buscar lugares idóneos para hacer detección de anfibios, seguimientos a largo plazo y hacer programas de formación para la gente que vive en esos lugares, como científicos en potencia o gestores.
Actualmente, se conocen unas 8.000 especies de anfibios, el 41% se consideran amenazadas y esto significa que son vulnerables o que están en peligro de extinción. En las próximas décadas ese 41% puede aumentar bastante porque hay un porcentaje muy alto de especies casi amenazadas. Y hay otro porcentaje del que no se conoce su situación porque son poblaciones pequeñas o se encuentran en lugares remotos.
Además, los ecólogos pensamos que los anfibios actúan un poco como los canarios que se utilizaban en las minas para detectar problemas de gases, para saber si era respirable o no el famoso grisú, que era metano y dióxido de carbono. Cuando el canario se debilitaba o moría, tenían que salir de la mina rápidamente. Los anfibios significan eso en términos de biodiversidad. Si están desapareciendo por sus características fisiológicas tan sensibles al medio, a las condiciones del aire y del agua, significa que el problema ambiental general es mucho más grave.
«Los anfibios son el grupo de vertebrados más amenazado del planeta»
Entonces los anfibios son bioindicadores del estado de los ecosistemas, como las mariposas.
Sí, en general, los invertebrados realizan muy bien ese papel. Pero los anfibios, que son vertebrados, tienen la característica particular de que viven en dos medios muy diferentes: el acuático durante la fase larvaria (no todas las especies pero sí la mayoría) y el medio terrestre en la fase juvenil y adulta. Además respiran por la piel, lo cual hace que todos los contaminantes del aire y del agua sean absorbidos y puedan alterar sus condicionantes fisiológicos.
En la Wildlife Conservation Trust encontró el Ferret, un sapo endémico de Baleares, amenazado por un hongo. ¿Cuál es su estado en la actualidad?
Ahora las poblaciones están bastante mejor, en parte gracias a programas de conservación como los que hizo este zoológico y otros grupos de investigación españoles. El problema del hongo quitridio es global y afecta a anfibios de todo el mundo. Seguramente lo hemos extendido los humanos porque ha llegado incluso a sitios muy remotos de selvas donde el único vector posible son los investigadores o gente que se acercaba allí con las esporas del hongo. No hay un remedio para él y se piensa que es la pandemia más importante en vertebrados jamás registrada, porque afecta a multitud de especies diferentes y en todas las partes del mundo.
Hay dos hongos quitridio, uno que afecta a urodelos (anfibios con cola, como las salamandras y los tritones), y otro que afecta a los anuros, que son los sapos y las ranas. Estos dos hongos, que proceden de Asia y de África, se han extendido seguramente a través de especies que se han utilizado en laboratorios para algunos estudios de embriología, de genética y demás. Una vez que llega a un sitio prolifera y ya es muy fácil llevarlo a otro. Desde que está ese problema, lo que hacemos es seguir protocolos de desinfección de todo el material para evitar la propagación.
Explica que las islas son lugares privilegiados para la biodiversidad y en el caso de Madagascar, donde tienen un 70% de especies endémicas, la principal amenaza es la deforestación. ¿Cómo se lucha contra esto en un contexto de cambio climático?
Sí. Esto es muy complicado porque ahí, además, entran en juego temas socioeconómicos. La gente que vive allí tiene que explotar el bosque al máximo simplemente para poder sobrevivir, para poder alimentarse. Una de las razones por las que se pierden poblaciones de anfibios es la alteración y destrucción de sus hábitats por medio de la deforestación. La solución, por tanto, es difícil. Hay mucha gente que depende de esos sitios para cultivar y que utilizan la madera como combustible. Esto entra en sinergia con otros problemas relacionados con el cambio climático, como el aumento de las temperaturas y la desecación prematura de los pocos lugares que les quedan a los anfibios para reproducirse.
Usted señala que cuando una especie desaparece se produce un efecto en cascada: pueden desaparecer otras, como plantas con usos medicinales. ¿Esto no debería preocuparnos aunque fuera por puro egoísmo?
Así es. En el ejemplo de Madagascar esto es clarísimo. Ahí se está perdiendo el bosque y con él especies de flora que conocemos muy poco y que son recursos que no sabemos si vamos a tener que utilizar en el futuro para la alimentación, para medicamentos… Cuando una especie desaparece no sabemos las consecuencias que eso pueda acarrear. Da igual que sea un anfibio o un insecto, todas forman parte de un entramado ecológico complejo que muchas veces no conocemos. Esa especie que desaparece puede dejar de polinizar plantas esenciales o puede ser el depredador de otra especie que, sin límites, se podrá convertir en una plaga que comprometa nuestras cosechas.
«En Doñana se interponen los intereses económicos de unos pocos»
Usted que ha trabajado en Doñana, un ecosistema que no ha dejado de ser noticia últimamente, ¿cómo valora su estado de conservación y la influencia de las actividades económicas que hay a su alrededor?
Es muy triste lo que pasa allí, los intereses económicos de unos pocos se interponen en la conservación de un recurso que es para todos. La sobreexplotación de los acuíferos en Doñana es muy antigua, viene desde el turismo en Matalascañas hasta los cultivos de fresas y otros frutos rojos en la zona cercana al límite del parque natural. Creo que nos vamos a arrepentir, las futuras generaciones están perdiendo un espacio único en Europa. Y tiene difícil solución porque hay muchos intereses políticos y muchas presiones de grandes empresas.
Asegura que en 2011, el año en que nació su hija, se habían catalogado cerca de un millón de especies y se estimaba que había ocho millones en total. ¿No sería mejor para ellas que no las descubriéramos?
Cuando yo estuve en Jersey se conocían alrededor de 5.000 especies de anfibios, hoy son 8.000 y se siguen describiendo nuevas especies en lugares de los que había poco conocimiento, sobre todo de Centroamérica y Sudamérica. También se descubren en mayor cantidad porque los taxónomos tienen herramientas que afinan más en temas de genética y son capaces de separar taxones que antes pensábamos que eran la misma especie.
Se calcula que habitan el planeta 8 millones de especies. La mayoría son microorganismos. Yo lo apunto más como algo que nos da esperanza, porque todavía tenemos mucho por conocer. Pienso en toda la fascinación que despierta a los biólogos y a los curiosos por la naturaleza el saber que convivimos ahora mismo con ellas.
La parte negativa es que las estamos exterminando, muchas están desapareciendo ahora mismo, antes de ser descritas. Hay quien dice que estamos dentro de una sexta extinción. No sé si esta será tan acusada como las cinco anteriores, pero realmente es uno de los grandes problemas actuales. Nos centramos en el cambio climático, y eso está bien, pero hay que entender que sin la conservación de lo que nos queda de biodiversidad difícilmente podremos afrontar el reto que supone el cambio climático.
Lo ejemplifica así en el libro: «Es como si los humanos patinásemos sobre un lago helado, girando y saltando, ajenos a que el espesor del hielo se hace más y más fino, sin ser del todo conscientes de que, en cualquier momento, se puede resquebrajar todo lo que nos sostiene».
Exacto. Estamos en esa lámina fina. La biosfera es una membrana que hay alrededor del planeta, muy fina, y es donde viven todos los seres vivos. Aunque hasta ahora la naturaleza ha respondido bien a todos los impactos que hemos causado, en cualquier momento eso se puede romper. Es muy probable que dentro de unas pocas generaciones, nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos no conozcan la civilización tal y como la vemos actualmente. No digo que se vaya a extinguir nuestra especie, ni tampoco va a desaparecer la vida, porque seguro que va a sobrevivir a la especie humana, pero va a cambiar esta forma de vivir, eso con seguridad. Es insostenible que seamos tantos humanos en un espacio tan pequeño y viviendo a este ritmo.