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Seamos claros desde el principio: serás considerado terrorista si no comulgas con el capitalismo neoliberal dominante y protestas con una acción material. Y no importa cuál sea la naturaleza de esta acción. Si quemas un contenedor eres un terrorista. Si cortas una carretera eres un terrorista. Por supuesto, si dinamitas algún elemento de la infraestructura de una empresa de combustibles fósiles eres un terrorista, aunque tu acción redunde en el bienestar de la inmensa mayoría del planeta y tengas a tu favor todos los argumentos científicos y morales para llevarla a cabo. No tienes que disparar contra un archiduque para ser considerado un terrorista. Lo serás por el simple hecho de tocar la propiedad privada de la clase burguesa. Es así. Es la ley. ¿Pero es justa la ley? ¿Es ética? ¿Mira por el bien común o sólo por los beneficios económicos de una minoría acomodada? Este es el dilema que plantea Sabotaje, la película inspirada en el ensayo de Andreas Malm Cómo dinamitar un oleoducto (editado en España por Errata Naturae).
El filme, que no es una adaptación en sentido estricto pero permanece anclado a los postulados de Malm, funciona maravillosamente bien como thriller procedimental. Como los grandes clásicos del cine de atracos o de evasiones, consigue que el público entre en un estado parecido al de la hipnosis simplemente viendo a sus protagonistas hacer cosas: elegir la localización, mezclar productos químicos, colocar los explosivos, sincronizar sus acciones… Según ha explicado su director, Daniel Goldhaber, en la preparación de la película se empaparon de algunos títulos canónicos buscando un ambiente que replicar. La lista de maestros europeos en la que encontraron inspiración es abrumadora: Robert Bresson (Un condenado a muerte se ha escapado), Michelangelo Antonioni (Zabriskie Point), Gillo Pontecorvo (La batalla de Argel)… «Esta película tiene claramente el ADN de Jean-Pierre Melville», añade Goldhaber en referencia al máximo exponente del noir francés. Como tantos otros cineastas contemporáneos, también él se reconoce deudor de El ejército de las sombras (1969), la película en la que Melville volcó toda su experiencia como excombatiente en la resistencia francesa contra los nazis.
Hay otra cosa que acerca esta película al universo de Melville: su bajo presupuesto. Sabotaje es el resultado de un equipo multitarea: la actriz protagonista, Ariela Barer, firma asimismo el guion, y el actor nativo americano Forrest Goodluck se multiplica también en las tareas de producción. Escribieron, rodaron y estrenaron en un tiempo récord: desde que surgió la idea inicial hasta su estreno en el Festival de Toronto de 2022 sólo transcurrieron 19 meses. Y todo lo hicieron con una economía de medios admirable a tenor del resultado artístico obtenido. La película contagia el entusiasmo de sus creadores, un grupo de jóvenes entre 25 y 30 años perfectamente conscientes del peligro que acecha a la humanidad a causa de la crisis climática. Todos ellos, de una manera u otra, han abrazado la tesis de Malm: atacar las instalaciones de las empresas energéticas (nunca a las personas, en eso Malm es tajante) es un método que, como mínimo, se debe estudiar.
«Si alguien ha puesto una bomba en el edificio en el que vives tienes el derecho de desactivarla», explicaba Malm en una de las presentaciones de su libro. «Y voy más allá. Si alguien ha colocado artefactos incendiarios en el rascacielos en el que vives y los cimientos están ya bajo el fuego y la gente está muriendo en los sótanos, entonces, quizás, puede que incluso tengas la obligación de intentar neutralizar estos artefactos. Y esta obligación no disminuye por el hecho de que aquellos que viven en los áticos, que tienen piscinas en la azotea y helicópteros preparados para la huida, saquen provecho de estos artefactos incendiarios. Este es el argumento moral para destruir las propiedades de las empresas fósiles».
Este argumento es el que, en realidad, convierte Sabotaje en algo más que una intriga apasionante. Según Malm, que además de activista es profesor de Ecología Humana en la Universidad de Lund (Suecia), lo que hoy se entiende por ecoterrorismo no es más que una táctica legítima de autodefensa. Goldhaber, cuyos padres han trabajado como científicos especializados en el clima en el Centro Nacional de Investigación Atmosférica de Boulder (Colorado), usa símiles parecidos a los de Malm para defender su traslación a la gran pantalla: «La industria de los combustibles fósiles y, en general, la práctica del capitalismo consumista han puesto una pistola en la cabeza del mundo. Y creo que lo que la película quiere decir es que, tal vez, tenemos derecho a quitarles esa arma».
¿Molesta más el sabotaje o la política?
Tanto el libro como la película han levantado no pocas críticas. Mucha gente pone el grito en el cielo cuando se rompen cosas, aunque no reaccionan igual cuando mueren personas por la crisis climática, algo que, de hecho, ya está pasando. Lo que ocurre, en realidad, es que hay un trasfondo político en el activismo climático que no pueden aceptar. Estas acciones atacan una suerte de dogma de fe capitalista que los hace enloquecer. Malm ha abundado sobre este tema en otros libros (Capital fósil, por ejemplo, editado por Capitán Swing). La lucha climática es, con otro ropaje, la vieja lucha de clases de toda la vida. Hay arriba y abajo, opresores y oprimidos, culpables y víctimas. El cambio climático no es obra de la humanidad en su conjunto (como se quiere hacer creer a través del concepto de Antropoceno), es la responsabilidad de una clase social concreta que controla los medios de producción y decide cómo usamos la energía en su propio beneficio: la clase burguesa.
Esta clase dirigente, además, ha cambiado muy poco sus métodos desde la época colonial. Para ilustrarlo Malm expone el caso del oleoducto Eacop, que la compañía francesa Total está construyendo en África con el apoyo entusiasta del presidente Emmanuel Macron: «Será el oleoducto más grande del mundo. Servirá para trasladar crudo desde los campos que bordean el lago Alberto, entre la República Democrática del Congo y Uganda, hasta la costa, atravesando Uganda y Tanzania. Pasará a través de 230 ríos, cruzará 12 reservas forestales, en las que se incluyen los hábitats de un montón de especies protegidas. Provocará el desplazamiento de 100.000 personas, muchos de ellos granjeros que perderán sus tierras por el deseo de transportar 216.000 barriles de crudo al día. Más crudo que el que puede quemar todo el mercado mundial». Ese oleducto pone en peligro el acceso al agua de 40 millones de personas. Se calcula que servirá para emitir 34 millones de toneladas de CO2 al año, una cifra que multiplica por 25 las emisiones conjuntas de Tanzania y Uganda. Durante su construcción se han reportado violaciones contra los derechos humanos, actos de intimidación, arrestos arbitrarios, expropiaciones abusivas y acoso judicial sobre las comunidades locales.
Este enfoque colonialista está presente también en Sabotaje, ya que algunos de los activistas de la película pertenecen a las naciones indígenas y esos personajes están basados, obviamente, en la resistencia que estos pueblos han mantenido para proteger sus territorios. En este sentido, su lucha más emblemática fue el intento de detener la construcción del oleoducto Dakota Access, en 2016.
Daniel Godlhaber, cargado de razones, opina que «conducir un Tesla no va a solucionar la crisis climática» y que, aunque su película no está animando al público a dinamitar un oleoducto, sí cree que la gente debería hablar de ello. Al menos, hablar de otras formas más expeditivas de resistencia al capitalismo fósil.
Si tú estás pensando en algo parecido, es necesario que asumas, desde ya, que eres también un poquito terrorista.
La película ‘Sabotaje’, de Daniel Goldhaber, está disponible en la plataforma de Filmin.