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Un terreno pantanoso

La belleza de la ciencia radica en su sencillez, indicaba Ricardo Reques en la anterior entrega de 'Nuestra placa de Petri'. La de la literatura reside justamente "en lo contrario, en su complejidad", responde Sara Mesa. Y eso tiene sus inconvenientes.
Sara Mesa se muestra interesada en la preservación de las "aves del entorno de la marisma sevillana”, una zona que conoce bien. En la imagen, una pareja de flamencos. Foto: DATTATREYA PATRA/UNSPLASH

11 de enero de 2020

Coincido contigo en la percepción de ese “enorme ruido”, expresión que utilizas para describir el sentir actual de la sociedad frente a las amenazas del cambio climático y otros problemas de alcance medioambiental. Este fenómeno es, además, notoriamente creciente: cada vez más gente habla (o hablamos) de emergencia climática pero no siempre con conocimiento y rigor. El riesgo del ruido, ya lo sabemos, es el gran silencio que lo acompaña. Cuando habla todo el mundo al mismo tiempo, no puede escucharse nada. Quizá por eso soy escéptica y lo primero que me planteo es el conflicto de la legitimidad: quién puede o no abordar ciertos temas y desde qué lugar.

Esa duda me afecta a mí en primera instancia. Es verdad que en mis libros la naturaleza es importante, en especial la presencia de animales, tanto salvajes como domésticos, pero las razones no tienen tanto que ver con una inquietud explícita por el mundo natural y su preservación como con raíces de índole biográfica: la naturaleza está en mi modo de mirar, no me limito a describir un paisaje o un animal para dar ambiente o para dotar de un mero contexto a una historia, sino que ese paisaje, o ese animal, son parte misma de la historia. Muchos de los animales que aparecen en mis libros (en especial los pájaros y los perros) lo hacen porque también están, o han estado, en mi vida, y sin embargo no son una mera traslación de una realidad externa al territorio de la ficción, sino que en ese recorrido se han cargado de simbolismo, de una densidad que no es fácil explicar a través de equivalencias simples. Por eso, mi interés por la naturaleza es más intuitivo que planificado y más emocional que racional.

Me interesa la preservación de especies especialmente cuando me toca de cerca, cuando afecta, por ejemplo, a aves del entorno de la marisma sevillana, que es una zona que conozco bien. Me preocupa la crueldad contra los animales cuando la asocio con la crueldad humana y encuentro en ella mecanismos vinculados con pautas históricas y psicológicas del mundo que me rodea. El problema es que cuando escribo, por ejemplo, sobre el maltrato de un perro, no solo estoy denunciando ese maltrato sino que también lo estoy representando y, aunque sea en una ficción, lo ejerzo desde el lugar de un personaje, actúo y soy responsable de mi actuación. En este sentido, la presencia de la naturaleza en mis libros es sustancial, aunque al final, de lo que yo hablo es de los seres humanos, y ese terreno es mucho más peligroso y ambiguo que el puro canto unívoco a la naturaleza y sus bienes.

Tus planteamientos son muy interesantes. Resumiéndolos un poco burdamente, concluyen en la idea de que, en lo referido a la divulgación o la concienciación públicas, “allá donde no llega la ciencia, puede llegar la literatura”. Entiendo lo que quieres decir, la confrontación entre un acercamiento racional y otro emocional al mismo hecho, y cómo el segundo es mucho más eficaz que el primero (ese poder de la narrativa, o, como bien expresas, la tendencia a “mirarnos en las historias de otros”). Sin embargo, desconfío de las posibilidades didácticas de la literatura o, más bien, creo que la literatura –el arte, en general– puede enseñar una cosa pero también su reverso. Me explico: en una buena novela, o un buen cuento, donde apareciera de alguna manera el problema del cambio climático, es casi seguro que los personajes encarnarían múltiples contradicciones y aristas que, en el texto literario, podrían alcanzar el mismo valor que las certezas.

Como lectora, y también como escritora, me interesan las contradicciones y las aristas porque no soy capaz de despegarme de lo humano, incluida su faceta más destructiva. Por eso, volviendo al asunto de la legitimidad, no sé si soy la más indicada para hablar sobre estos temas. Es decir, me sentiría incapaz de escribir con solvencia un cuento, o una novela, sobre el cambio climático, pero, en cambio, sería un reto hacerlo sobre las reacciones de una sociedad amenazada por un desastre ecológico: qué medidas se tomarían y en qué momento, a quiénes beneficiarían y a quién no, qué información se ocultaría y por qué oscuros motivos, quién ejercería el poder, de qué forma y por qué. Siempre, siempre, pondría el foco en personajes concretos, en las pequeñas historias que ocurren dentro de la historia principal, en los elementos narrativos puros. No buscaría establecer reglas ni equivalencias, tampoco transmitir mensajes unívocos. En este sentido, me identifico con algo que dice Jonathan Franzen: los escritores tratan de buscar la verdad sin perder de vista la posibilidad de que estén equivocados, mientras que los activistas creen sin fisuras en su verdad.

El ambiguo terreno del arte

La idea de que la belleza de la ciencia está en su sencillez es muy certera pero, por seguir con la comparación, diría que, en el caso de la literatura, su belleza radica justo en lo contrario, en su complejidad o, para ser aún más precisa, en su ambigüedad. Y si bien en la literatura la transmisión de ideas es más intuitiva que en la ciencia, y por ello tiene mayor capacidad de penetración, tenemos también el riesgo de que es más equívoca. Por ejemplo, me veo perfectamente escribiendo una historia sobre un vegetariano que ha dejado de comer carne como modo de lucha contra el calentamiento global pero que, sin embargo, machaca a su familia desde la superioridad moral de su elección. El problema es que un lector estrecho de miras pueda concluir, al leer mi historia, que yo estoy en contra del vegetarianismo o que ridiculizo a los vegetarianos. Esa es la ambigüedad de la que hablaba y esos, precisamente, son los riesgos

Escepticismo e imaginación son dos conceptos que nombras y que vienen muy al pelo en este asunto. La literatura aporta dosis de ambas cosas para contrarrestar la pasión de ciertos divulgadores, de un lado y otro, el alarmismo y la confusión consecuentes. Pero hace falta una masa de lectores agudos y críticos que no se quede en la superficie de las historias.

En este posible diálogo entre ciencias y humanidades, personalmente me siento muy acomplejada por mi falta de conocimientos científicos. Mi amor por el mundo natural –por ciertos paisajes, por ciertas especies– proviene, como ya he dicho, de mi infancia, pero el conocimiento que lo alienta es discontinuo y caótico. En contraste, pienso en la cordobesa María Sánchez, que es veterinaria de campo y que en su libro Tierra de mujeres aborda historias de mujeres en el mundo rural con un rigor y minuciosidad que proviene de su formación científica y una capacidad literaria que procede de su sensibilidad y su mirada –ella es también poeta–. O pienso en Agustín Fernández Mallo, físico de formación, que tiene legitimidad sobrada para reflexionar sobre la artificialidad de la naturaleza, por ejemplo. Yo no tengo nada de esto y por eso mi territorio es el de la escritura ficcional, un lugar donde no tengo que verificar nada y donde el rigor tiene más que ver con el procesamiento literario de la realidad que con la veracidad de lo transmitido, algo que al final afecta, sustancialmente, al lenguaje.

Cuando he escrito algún artículo periodístico sobre el asunto que nos ocupa –en especial sobre el maltrato animal– lo he hecho refiriéndome a su representación en la literatura –de esto me encantaría hablar más adelante– y he consultado también referencias legales, casos reales. Pero este trabajo me resulta dificultosísimo, pues sé que cada línea de estos artículos debe ser verdad, debe estar respaldada por los hechos. Sin embargo, cuando pongo al personaje Viejo de la novela Cara de pan a mirar pájaros en un parque, el paradigma cambia, no tanto porque los pájaros de los que hable no existan –que sí–, sino porque su existencia en el libro es fundamentalmente literaria y no está sujeta a los mismos imperativos de fiabilidad.

Sinceramente, creo que de la relación entre ciencias y humanidades podéis arrojar más luz todas aquellas personas con formación científica que, como tú, además escribís literatura; es decir, que desplegáis sin problema ambas caras. En tu novela La rana de Shakespeare, por ejemplo, planteas el problema de la capacidad adaptativa de las especies, pero no solo de las ranas sino también de los personajes humanos que forman parte de la historia. El libro en sí es anfibio, un texto misceláneo, híbrido, a medio camino entre la literatura y el ensayo, la divulgación científica y el cuaderno de viajes. Creo que es una buena muestra de este diálogo por el que abogas.

Por cierto, tengo que confesar que de Star Trek no tengo ni idea. Por razones que no vienen al caso, a mí me faltan un montón de referencias audiovisuales propias de mi generación. De todos modos, esto que cuentas del conocimiento alienígena de nuestro mundo a través de la cultura es precioso. Lo que no sé es si, hoy día, Homero o Mozart caracterizan la civilización humana del mismo modo que los últimos avances de la ciencia, en especial los tecnológicos. En mi opinión, esta imagen de la alta cultura –ciertamente elitista– ya no es válida para representarnos.

Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.

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