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La vida se resiste a desaparecer

La mayoría de los seres vivos nos movemos en una «tenue membrana» llamada biosfera, que es aún más estrecha para los seres humanos. Esto nos da una idea «del escaso margen de actuación que tiene la vida», reflexiona Ricardo Reques.
La vida se resiste a desaparecer
Cristóbal Ríos (Santiago Cabrera), ávido lector y piloto interestelar en la serie ‘Star Trek: Picard’. En las manos sostiene un ejemplar de ‘Del sentimiento trágico de la vida’, de Miguel de Unamuno. Foto: © TRAE PATTON / CBS

Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.

12 de octubre de 2020

Aunque muchas veces no aparece en los medios de comunicación, el descubrimiento de poblaciones de especies que no se habían visto en décadas sucede con cierta frecuencia, pero siempre es motivo de sorpresa. Cuando esto ocurre, suele tratarse de poblaciones muy pequeñas y amenazadas y, por tanto, con pocas posibilidades de prosperar a medio y largo plazo incluso aunque mejoremos las condiciones ambientales en las que perviven. Al ver las imágenes de la rana de Hall (Telmatobius hall), a pesar de su apariencia modesta, a mí me pareció un animal precioso con esa sonrisa permanente. Esto nos da una idea de lo poco que aún conocemos el mundo en el que vivimos y a los seres con los que compartimos el planeta.

Se han descrito unas dos millones de especies y se calcula que puede haber entre ocho y nueve millones —la mayoría microorganismos— por lo que necesitaríamos varios cientos de años para describir todas al ritmo actual. Es fácil suponer que muchas de estas especies de las que no sabemos nada están desapareciendo al menos con la misma cadencia de las conocidas. La otra lectura que hago tiene que ver con esa capacidad de aguante que comentas. De los anfibios aún desconocemos muchos aspectos porque, en general, suelen pasar bastante desapercibidos, pero muchas especies tienen capacidades extraordinarias para soportar condiciones extremas. La vida se resiste a desaparecer y, con seguridad, seguirá su camino cuando ya no haya nadie que intente explicarla.

Por lo que venimos hablando todo apunta a que nuestro progreso ha llegado a un callejón sin salida; no hay nada que nos indique que hemos avanzado en buena dirección: seguimos creciendo y consumiendo por encima de nuestras posibilidades, sin dar tiempo a la regeneración, agotando incluso lo que debería corresponder al futuro. Y a esto tenemos que añadirle que estamos cambiando el clima del planeta, algo que hasta ahora solo había sido provocado por poderosas fuerzas geofísicas. El cambio climático unido a la superpoblación confluyen en un punto y será, con probabilidad, el final de la civilización que conocemos.

Coincido contigo en lo que apuntas sobre el problema de la superpoblación y lo haces, además, intentando dar voz a los que antes van a sufrir las consecuencias de todo esto. Isaac Asimov [en una entrevista de 1988 con Bill Moyers en el programa World Of Ideas] alertaba de este problema con la metáfora del cuarto de baño, que puedo resumir aquí. Si un piso tiene dos cuartos de baño y solo viven dos personas cada uno tiene libertad y derecho a usar el suyo como quiera y el tiempo que quiera. Pero si hay veintidós personas, poco importa que piensen que tienen derecho y libertad para usarlo porque a diario habrá tensiones, tendrán que establecer turnos y solo se podrán utilizar los cuartos de baño para necesidades concretas. Asimov explicaba así que ni la dignidad humana ni la democracia pueden sobrevivir a un mayor crecimiento del número de seres humanos y terminaba poniendo énfasis en que cuanta más gente haya menos importará la vida de cada individuo. A pesar de lo que nos han intentado hacer ver durante mucho tiempo, el crecimiento de la población es uno de los peores indicadores para medir el éxito de la civilización. Es algo parecido a lo que hablábamos de los animales de granja: el número de individuos de algunas especies, gracias a su domesticación, ha crecido de una forma que sería impensable en la naturaleza, pero el precio para su calidad de vida es excesivamente alto.

Al margen de ideologías cuando, desde un punto de vista ecológico, conoces la relación entre éxito de reproducción y disponibilidad de recursos, resulta evidente que promover el nacimiento de niños en ciertos lugares es un acto de crueldad porque supone condenarlos a una vida sufrida, corta y miserable. No creo que sea coherente que una institución que ha sido responsable de torturas, que ha perseguido a científicos y filósofos por ir en contra de su doctrina, que ha apoyado a dictadores y genocidas y que no ha respetado los derechos de mujeres y niños —incluso aunque aceptemos que todo eso puede formar parte del pasado— intente imponer alguna autoridad moral para defender la vida a cualquier precio. Por otro lado, utilizar métodos anticonceptivos, tal y como yo lo veo, no es negar la vida ni el derecho a ella porque no puede haberla antes de la fecundación. De hecho, creo que optar por tener solo uno o, como mucho, dos hijos es una de las mejores contribuciones que se pueden hacer para proteger nuestro planeta y para dar a estos hijos la oportunidad de una vida digna y plena.

Otro tema diferente y más delicado es el del aborto y, por supuesto, respeto cualquier decisión que tome la mujer con todos los matices y circunstancias personales que puedan influir. Lo que sí puedo apuntar es que muchas especies de aves y de mamíferos, incluyendo la nuestra y no solo en la prehistoria, cuando una madre sabe que su hijo no va a tener oportunidades de sobrevivir le quita la vida. Con esto, que nos puede parecer terriblemente cruel, trata de aprovechar mejor los recursos eliminando a las crías con menor probabilidad de supervivencia para aumentar así la del resto de la descendencia. Esto también puede verse como un acto de piedad y como un alegato a la vida íntegra.

Hay una pequeña trampa en la interpretación estadística cuando hablamos de longevidad ya que ésta se refiere a la media de edad de una población. Si un hombre vive setenta y cinco años y un niño solo cinco, su longevidad media es de cuarenta años, pero la realidad es que uno no pudo completar su infancia mientras que el otro fue longevo. Al analizar los restos óseos de personas que vivieron hace muchos miles de años no es raro encontrar individuos ancianos. Y si, ya dentro del periodo histórico, rastreamos en la biografía de personajes como pueden ser, por ejemplo, filósofos griegos, son muy habituales edades de fallecimiento alrededor de sesenta o setenta años. A Sócrates, por ejemplo, lo ejecutaron con algo más de setenta y tampoco parece que esa edad sorprendiera porque nadie aludía a que su vejez fuera algo extraordinario. En realidad, muchos seres humanos, en cualquier época, han tenido una vida bastante larga y muy similar, en número de años, a la actual. El gran problema de las sociedades que nos preceden era la elevada mortalidad infantil. Eso hacía que la media de edades de una población, necesariamente, fuera más baja. Hasta hace poco era habitual —y, según la Organización Mundial de la Salud, en algunos lugares de África subsahariana, por desgracia, lo sigue siendo— que muchos bebés muriesen antes de cumplir el año y casi la mitad falleciese antes de cumplir los 15.

Según algunos estudios, los cambios que se producen en el ADN conforme vamos envejeciendo señalan que nuestra edad útil ronda los cuarenta años. Este sería nuestro reloj genético y puede interpretarse como el momento en el que nuestro organismo empieza a producir fallos y a desgastarse. Además, desde un punto de vista puramente biológico, a esa edad dejamos de ser necesarios porque se supone que ya hemos podido reproducirnos y hemos podido cuidar a nuestros hijos hasta su madurez. Sin embargo, la edad máxima que alcanzamos, aunque es cierto que ha aumentado en el último siglo respecto a los pasados, no ha sido de forma muy significativa. En este aspecto, el gran logro de la medicina hasta ahora ha sido asegurar que la mayoría podamos llegar a ser viejos. Ese objetivo no es fácil si pensamos no solo en las enfermedades infantiles, principalmente de tipo infeccioso, sino también en todos los problemas de salud derivados en gran medida de nuestra forma de vida como son la obesidad, los problemas cardiorrespiratorios, las depresiones, la diabetes o algunos tipos de cáncer. El problema es, como tú dices, cuando esa prolongada vejez se vive en condiciones que no siempre son agradables por la pérdida inevitable de nuestras capacidades físicas y mentales. En estos casos la medicina parece olvidar que muchos, claramente, podemos preferir renunciar a vivir algo más si con eso evitamos un sufrimiento que no conduce a nada.

Aunque la entiendo como una pregunta retórica yo no sabría decir si hemos aprendido algo de la pandemia. Si vemos las respuestas de gobiernos y grandes empresas creo que como tú apuntas, solo intentan volver por todos los medios a lo que antes teníamos. Pero creo que ya pocos piensan que todo va a ser igual que antes. Este virus nos ha obligado a mirar la profundidad del precipicio que se abre delante de nosotros y a ver lo indecisos que son nuestros pasos. Me gustaría pensar que entre la mayoría de los ciudadanos hay un sentimiento de aceptación de lo que venimos comentando: la destrucción de los ecosistemas empieza a tener consecuencias muy graves y su resistencia a nuestras agresiones ha empezado a debilitarse. Todos tenemos en mente la imagen de fragilidad de nuestro planeta visto desde el espacio y tal vez muchos recuerden aquel pequeño punto azul pálido, como lo describió Carl Sagan, que se veía en una fotografía que envió la sonda Voyager I a algo más de 6.000 millones de kilómetros de distancia. Los biólogos tenemos, además, una imagen de la vida en el planeta muy sutil que nos puede dar idea de su insignificancia y también de su grandeza.

La vida existe en una franja muy estrecha

Todas las especies nos movemos en el estrecho margen de la superficie terrestre que forma la biosfera. Comparada con el conjunto del planeta es solo una tenue membrana que lo cubre con un grosor y un peso relativo muy pequeños. En las zonas limítrofes de la biosfera la vida es escasa y extraña. La frontera inferior está a unos tres kilómetros por debajo de la superficie del mar y de la tierra; allí, a temperaturas muy elevadas por la proximidad del magma, viven algunas bacterias e invertebrados que aprovechan los recursos que extraen de las rocas subterráneas. El límite superior se encuentra a unos diez mil metros de altura y está poblado por bacterias que se alimentan de partículas de materia muerta, hacen la fotosíntesis o reciclan elementos en suspensión y van a la deriva arrastradas por las tormentas. Pero la mayoría de los seres vivos nos movemos en una franja aún más angosta de la que no podemos salir si queremos seguir viviendo.

Esto nos puede servir para tener una imagen del escaso margen de actuación que tiene la vida, pero también para darnos cuenta del grado de resistencia de algunas formas vivas. Nosotros vivimos en una zona que cada vez será más reducida por el efecto del cambio climático unido a la superpoblación, pero hay organismos que viven en zonas absolutamente inhóspitas para nosotros, sometidos a grandes presiones y altas temperaturas u otros que, en cambio, están adaptados a soportar temperaturas muy bajas. Por eso no es extraño que al derretirse el permafrost puedan volver a activarse formas de resistencia de bacterias, hongos u otros microorganismos —incluidos posibles patógenos— que han permanecido allí desde hace mucho tiempo. Pero seguramente, esas potenciales enfermedades latentes sean lo menos preocupante. La descongelación del permafrost es una de las peores amenazas para el planeta. El Ártico almacena una enorme cantidad de materia orgánica congelada que se ha ido acumulando durante cientos de miles de años. Igual que si hubiésemos dejado abierta la nevera todo aquello ha empezado a descomponerse, liberando el CO2 acumulado y, lo que es aún más preocupante, el metano —un gas con un efecto invernadero mucho más potente—. La escala a la que ha empezado a descongelarse supera las previsiones que se hicieron hace unas décadas y eso, muy probablemente, supone la irreversibilidad del calentamiento global al retroalimentarse. Es fácil ver que el cambio climático es un problema mucho más grave que la pandemia, incluso aunque esta se pueda prolongar más de lo esperado, pero el ser humano solo actúa a corto plazo, poniendo parches para intentar sortear las dificultades a medida que van surgiendo y abordarlas solo cuando se hace inevitable. Como ya hemos dicho alguna vez la inteligencia no es, en absoluto, una garantía de supervivencia.

Hay un curioso libro de viajes escrito por Lévi-Strauss titulado Tristes trópicos publicado en 1955 y que he descubierto de forma indirecta a partir de nuestra conversación. Probablemente es el primer ensayo que trata la magnitud del problema ecológico que padecemos y lo hace con angustia y melancolía, reconociendo el fracaso de nuestra especie. Suena fatalista, pero es más que probable que tengamos que empezar a despedirnos de la vida tal y como la conocemos. Las nuevas generaciones tendrán otro mundo y será menos habitable. Sé que este tipo de sentencias no tienen mucho valor porque al hablar del futuro no se pueden refutar como tampoco se podría si dijesen lo contrario, pero, con el panorama que tenemos, me parece que es más que probable. Y, entonces, ¿qué actitud debemos tomar ante los nuevos escenarios que se presentan? Aunque sepamos con seguridad que las condiciones de la vida en la Tierra van a seguir empeorando eso no significa que no podamos hacer nada por intentar mitigarlas.

Hablas del aumento de la temperatura del planeta y también de la presencia de productos agroquímicos disueltos en el agua dulce y me gustaría poner dos ejemplos para ilustrar también el interés de la investigación básica. Si se analizan los datos de descenso de precipitaciones en las últimas décadas vemos que, por ejemplo, en Andalucía, hay un gradiente de aridez que va aumentando desde el este hacia el oeste, desde Almería hacia Málaga. A medida que, año tras año, han ido disminuyendo las precipitaciones en estas zonas también han ido desapareciendo paulatinamente las poblaciones orientales de una variedad de salamandra que solo existe en el sur de Andalucía (Salamandra salamandra longirostris). Actualmente hay lugares de la provincia de Málaga en los que las salamandras están en estado crítico por lo que, prácticamente, ya han quedado relegadas exclusivamente a las sierras de Cádiz y las que lindan con la provincia de Málaga. El otro ejemplo tiene que ver con la toxicidad del agua que bebemos. Al exponer a renacuajos de varias especies de ranas y sapos a diferentes concentraciones de productos químicos agroganaderos disueltos en el agua se observa que —unos con mayor grado de resistencia que otros— crecen mal o mueren a los pocos días o a las pocas semanas o bien pasan la metamorfosis con malformaciones. Algunos de estos tratamientos de agua tienen niveles de químicos autorizados como aptos para el consumo humano. Estamos bebiendo agua que tiene efectos letales o subletales en los anfibios y a mí me cuesta pensar que es absolutamente inocua para nosotros.

La búsqueda de la ciencia (y de la literatura)

Todo esto nos conduce a un inevitable pesimismo y a preguntarnos, una vez más, qué estamos haciendo aquí y si no nos estamos equivocando en las elecciones que tomamos para vivir nuestro tiempo. Aunque ya me dijiste al principio de nuestra conversación que no has seguido la saga de Star Trek no he podido evitar acordarme que, en la última serie, uno de los personajes tiene siempre cerca el libro de Unamuno Del sentimiento trágico de la vida. Es algo que parece anacrónico, pero en casi todos los episodios hay un espacio para la reflexión sobre el sentido de nuestra existencia a través de diferentes visiones de los personajes, con sus particulares biografías, incluidas las de los «sintéticos» que, a pesar de ser básicamente robots, tienen conciencia. Unamuno habla del antagonismo entre lo que pensamos y lo que sentimos y dice, por ejemplo, que la fuerza vital de Don Quijote se basa en la incertidumbre, en la constante duda existencial. También está el antagonismo entre lo que sentimos y entre lo que en realidad hacemos porque podemos sentir tristeza por ver cómo se destruyen ecosistemas o cómo hemos cambiado el clima y, después, no hacer nada. Buscar una respuesta al sentido de nuestra existencia es la historia de la ciencia, pero también es la historia de la literatura. Y aún no tenemos una buena respuesta.

Durante el tiempo del estado de alarma por la COVID-19 leí un libro de Michael McCarthy que es una maravilla por su sencillez. Se titula The moth snowstorm [fue traducido a finales de 2020 con el título La ventisca de las polillas]. Es un ensayo en el que, a través de sus recuerdos, muestra el desolador panorama ecológico en el que nos encontramos con el empobrecimiento acelerado de la diversidad de la vida. Recuerda cómo de niño, cuando viajaban, las polillas eran atraídas por los faros del coche y parecía una tormenta de nieve. Ese recuerdo lejano le hace ver con desolación lo que hemos perdido. No solo es la pérdida completa de muchas especies, sino la dramática disminución de las que aún conviven con nosotros. La pérdida de especies en los ecosistemas implica que estos se vuelvan menos estables y cada vez más sensibles y vulnerables a los impactos externos. Pero el autor pretende mostrar con pasión y alegría la magia del mundo natural, lo que nos perdemos al no volver nuestra mirada hacia ella o al dejar en el olvido a especies tan fascinantes como puede ser la rana de Hall de la que me hablabas. Y esa es su manera de luchar, en definitiva, contra la indiferencia de la sociedad y de quienes la gobiernan.

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