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Primer momento: el 13 de diciembre de 2019, la Comisión Europea presentó su plan, supuestamente ambicioso, para descarbonizar la economía: el Acuerdo Verde Europeo (EGD en sus siglas en inglés). La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, comparó el proyecto con el primer alunizaje.
Desde el primer momento quedó claro que el plan no tiene la ambición necesaria para evitar un cambio climático catastrófico (plantea la neutralidad de carbono para 2050, cuando Europa debería alcanzarla mucho antes para acercarse siquiera a algo parecido a la justicia climática). Tampoco cuestiona el modelo económico enfocado al crecimiento infinito (el proyecto está explícitamente enmarcado como “un plan que nos permitirá mantener el crecimiento de la economía europea mientras limitamos el daño al entorno”). Plantea una inversión escasísima para la ambición necesaria (además de dirigir esta inversión a estímulos para grandes empresas).
Segundo momento: la última semana de febrero, grupos de ultraderecha griegos atacaron a migrantes que intentaban alcanzar Europa desde Turquía, además de a ONG y a refugiados en la isla de Lesbos. La policía griega permitió los ataques, y en algún caso colaboró con ellos, llegando a matar de un disparo a un menor.
La respuesta de la Unión Europea no se ha hecho esperar: Ursula von der Leyen ha visitado Grecia para apoyar al Gobierno griego después de que este anunciara que dejaba de acoger refugiados, en claro desafío a la legislación internacional. Esto ha venido acompañado del envío de efectivos policiales por parte de varios Estados europeos, España incluida, para apoyar a los cuerpos de seguridad griegos.
¿Qué une ambos instantes? Aunque no es posible cuantificar la responsabilidad del cambio climático en la llegada de inmigrantes a Europa, sí que hay consenso en que las sequías en regiones como el Sahel y Siria han contribuido al desplazamiento de cientos de miles de personas. Y también en que este efecto va a incrementarse en el futuro.
Cerrar las fronteras y responder con violencia a los que huyen de la devastación no es, desde luego, la respuesta que se esperaría de los autoproclamados líderes de la lucha mundial contra el cambio climático. Habría que examinar también si bajo los discursos que plantean la regulación de población como medida necesaria para combatir el cambio climático, poniendo en el punto de mira el control de los cuerpos de las mujeres del Sur global, no está el intento de frenar estas poblaciones de las que se prevén migraciones masivas.
Estas políticas no hacen más que producir sufrimiento en los de fuera, mientras preparan a los de dentro para aceptar falsas soluciones aún más crueles. Las políticas que han constituido el consenso europeo durante años, y de las que el EGD es una continuación, son, como muestra el ascenso de partidos de ultraderecha en cada vez más países, una espiral cada vez más rápida hacia formas de gobierno que, si no son fascistas, se le parecen bastante. De forma explícita: en su visita a Grecia, Von der Leyen declaró que toda Europa estaba en deuda con el país por ser “el escudo de Europa”, expresión que está circulando entre neonazis de toda Europa en memes y eslóganes.
Tampoco es sorprendente para una presidencia de la Comisión que empezó su andadura con la creación de una Comisaría de Protección del Estilo de Vida Europeo, de brevísima vida ante las evidentes resonancias ultraderechistas del nombre. Lo que está pasando en Grecia, lo que lleva pasando años, igual que lo que ocurre en Melilla y en los CIEs de toda España, debería ser intolerable. Pero, por algún motivo, no lo es. ¿Va a llegar un momento en que lo sea? Sabemos que el cambio climático no va a detenerse. Ni con las medidas propuestas por la Comisión Europea, ni con ningún plan que tenga más en cuenta los beneficios de las empresas que la vida de las que viven tanto en Europa como fuera de ella. La situación solo va a empeorar. Excepto si hacemos algo.
Tercer y aún inexistente momento: no es impensable, en un futuro próximo, la existencia una alianza de movimientos contra la austeridad, ecologistas y antirracistas que concrete este “hacer algo”. Pese a lo que intenten hacernos creer los gestores de la austeridad y los que pretenden beneficiarse de la desesperación, la solución a las múltiples crisis interrelacionadas que nos afectan ni es imposible ni, evidentemente, pasa por la violencia contra los que están aún peor que nosotros.
Cualquier posibilidad de superar la crisis climática y de que los pueblos de Europa y del mundo tengan un futuro pasa por movimientos democráticos fuertes que, al menos de momento, obliguen a apostar por políticas públicas ambiciosas y justas. Por una eliminación del imperativo del beneficio en todas y cada una de las decisiones públicas; por un control democrático de la producción, y por un reconocimiento efectivo de que el mundo y todas las personas que en él habitan tienen exactamente el mismo derecho a la libertad y el bienestar. Y si esto implica que los fetichistas de las fronteras no pueden ejercer su afición a apalear a sus semejantes, ya sea de forma oficial u oficiosa, pues mejor.