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[Adelanto editorial] ‘El cambio climático en África’

Publicamos un extracto del libro de Aurora M. Alcojor, ​galardonado con el XII Premio de Ensayo Casa África. Ya a la venta.
[Adelanto editorial] ‘El cambio climático en África’
Pescadores en Mboro, Senegal. Foto: jbdodane

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Publicamos un extracto del libro ‘El cambio climático en África’, XII Premio de Ensayo Casa África.

Editado por Catarata. Ya a la venta.

Las embestidas del océano

Si observamos la región del África Occidental, encontramos que un tercio de la población vive en las zonas costeras y que en ellas se genera el 56% de su PIB. En el estudio titulado The cost of coastal zone degradation in West Africa: Benin, Côte d’Ivoire, Senegal se analizan los peligros a los que se enfrentan estos tres países, en los que se está produciendo una fuerte degradación costera a causa de la concentración de la actividad económica, la construcción (a veces descontrolada) de infraestructuras, los nuevos asentamientos humanos, la contaminación y el cambio climático. Durante los últimos 30 años (1984­-2016), el porcentaje de erosión de la costa ha sido del 65% en Senegal y Benín y se ha acercado al 50% en Costa de Marfil y Togo, como se puede ver en la tabla 1.

El aumento del nivel del mar ha supuesto una reducción de hasta 10 metros de playa en algunas ciudades del litoral, provocando la pérdida de formas tradicionales de vida ligadas al mar y la destrucción de la biodiversidad en lagunas y humedales en los que viven aves acuáticas, tortugas marinas y otras especies.

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La situación en Togo, por ejemplo, es especialmente complicada. Este pequeño país de África Occidental apenas cuenta con 56 kilómetros de zona costera, ya que la mayor parte de su territorio se adentra hacia el interior del continente, con una forma estrecha y alargada que se extiende 579 kilómetros. Sin embargo, de los 8,6 millones de habitantes del país, cerca de dos millones (un 20% de la población) viven en la capital, Lomé, situada en la costa. También junto al mar se encuentra Aného, muy cerca ya de la frontera con Benín. Este enclave, conocido también como Petit Popo, es una ciudad histórica (se fundó en el siglo XVII y fue capital hasta en dos ocasiones) que vive bajo la amenaza continua de las aguas: entre 1988 y 2012, seis localidades cercanas desaparecieron completamente del mapa.

También la conocida y turística ciudad de San Luis, en Senegal, está siendo víctima de la penetración del mar y Naciones Unidas ha dado la voz de alarma. Designada Patrimonio de la Humanidad en el año 2000, fue la primera ciudad fundada por los franceses en el África subsahariana —data de 1659— y durante años fue la capi­ tal de la entonces llamada África Occidental Francesa. Hoy, destaca por su vitalidad, sus propuestas culturales y su arquitectura colonial, y es uno de los grandes atractivos turísticos del país. Sin embargo, toda la urbe, situada en una isla, se encuentra a menos de cuatro metros sobre el nivel del mar, y UN Habitat la ha señalado como la ciudad más amenazada por el aumento del nivel del mar en todo el continente. Un estudio llevado a cabo por el pro­ pio Gobierno del país estima que para 2080 un 80% de la ciudad estará en riesgo de inundación y hasta 150.000 personas (de sus 180.000 habitantes actuales) podrían verse obligadas a realojarse en otros lugares.

Miles de personas ya vivieron una experiencia similar en 2017. Aquel año se produjo una importante crecida del nivel del mar que afectó, sobre todo, al barrio de pescadores de Guet N’Dar y se llevó por delante casas, colegios y otras infraestructuras dejando a miles de personas a la intemperie, obligadas a desplazarse a otros lugares y provocando la ruina de la comunidad, que tradicional­ mente había vivido y convivido con el mar.

Y no era la primera vez que sucedía. Otros asentamientos de pescadores, como Doune Baba Dieye, ya habían tenido que abandonar sus casas años antes por la llegada del mar. Aunque la de Doune Baba es otra historia, que muestra cómo el cambio climático, unido a una mala gestión del territorio, puede terminar provocando verdaderos desastres. La ciudad de San Luis cuenta con una protección natural frente a las embestidas del océano: se trata de la llamada lengua de Barbarie, una estrecha franja de tierra arenosa que se inter­ pone entre el Atlántico y la ciudad. Sin embargo, en 2003, después de unas fuertes lluvias que provocaron la inundación del río Senegal y obligaron a abrir las compuertas de la presa Diama, las autoridades decidieron crear un canal de unos cuatro metros de ancho en esta lengua de tierra para favorecer la salida del río hasta el mar. Parecía una buena solución, pero el tiempo ha demostrado que no lo era: esa brecha se ha ido ampliando de forma descontrolada con el paso de los años y ya mide más de siete kilómetros de ancho, lo que la ha convertido en la puerta de entrada perfecta para la furia del mar. Fue a causa de esta apertura que el asentamiento de Doune Baba Dieye, situado a unos cinco kilómetros de San Luis y donde vivían unas 800 personas, terminó inundado, obligando a las familias que lo habitaban a marcharse. 13 años después, las consecuencias han sido múltiples: la sal del mar se mezcla ahora con más facilidad con el agua dulce del río Senegal, destruyendo el hábitat de muchas especies, disminuyendo la capacidad de pesca y perjudicando a los manglares y los cultivos que se regaban con el agua del río. Todo esto, a su vez, tiene otras implicaciones en cadena: de nuevo, la concentración de la población en menos territorio o en lugares más inhóspitos, así como la pérdida de una herencia, unas tradiciones y una forma de vida comunes que desaparecen prácticamente de un día para otro.

Un recorrido a lo largo de la costa occidental por los 900 kilómetros que separan Porto Novo (la capital oficial de Benín) y Abiyán (Costa de Marfil) permite ver que los ejemplos de ciudades costeras golpeadas por el mar son ya abundantes. El fenómeno ha afectado también a Mauritania, Ghana y Togo, donde no es raro encontrar pequeños núcleos de casas abandonadas, incluidos algunos restos de estructuras tipo resort construidas con fines turísticos que nunca llegaron a ponerse en marcha por el avance del mar.

Hemos hablado de los pescadores expulsados por las embestidas del mar, pero son muchos más los que han tenido que abandonar su oficio y sus tierras a causa de otro fenómeno, menos visible pero igualmente negativo: la desaparición de los bancos de pesca en los que tradicionalmente faenaban. La pesca, actividad de la que dependen millones de personas en África, es otra de las grandes afectadas por el cambio climático. Como ya se ha mencionado, los océanos son los que principalmente absorben el calor extra que registra el planeta y la acidez de los mismos aumenta al subir la concentración de dióxido de car­ bono, provocando alteraciones en diferentes especies, en los movimientos migratorios de las mismas y en sus patrones de reproducción. Estos impactos dificultan las condiciones para la pesca artesanal y, además, vienen a sumarse a la sobreexplotación que sufren muchos caladeros de África Occidental por la presencia de grandes buques pesqueros de otros lugares, incluyendo europeos y españoles. Grandes flotas que faenan allí gracias a los acuerdos de pesca de la Unión Europea, por los cuales se les permite pescar a cambio de determinadas compensaciones económicas. La presencia de estos grandes buques tiene varios impactos: la pesca con redes de cerco no permite seleccionar el tipo de peces que se atrapa, lo que termina reduciendo la biodiversidad, y la gran cantidad de capturas va provocando el agotamiento de los caladeros, que se enfrentan además a la enorme rapiña de las capturas ilegales.

Todo esto da lugar a que los pescadores artesanales tengan que adentrarse cada vez más en alta mar, lo que con­ lleva más peligro, más gasto en combustible y jornadas laborales más largas. Dificultades que se van sumando hasta el punto de que, en muchas ocasiones, esta profesión deja de ser rentable, y ya son muchos los jóvenes que han decidido dejarlo, abandonar la tradición familiar y buscar otros trabajos u optar por la emigración.

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