Adiós a las libélulas

“El abuso de términos como ‘sostenibilidad’, ‘desarrollo ecológico’ o ‘ahorro energético’ por parte de los poderes políticos y económicos ha conseguido que ya no signifiquen nada”, advierte la autora sobre la fagocitación del lenguaje ecologista.
Adiós a las libélulas
“Ahora es muy difícil ver libélulas (...), pero yo no solo siento la pérdida por el insecto en sí mismo, sino también, irremediablemente, por esa experiencia infantil que mi hijo, por ejemplo, no ha podido vivir”, escribe Sara Mesa. Foto: JUDE INFANTINI / UNSPLASH

Última entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, la serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques que hemos publicado cada viernes desde el pasado mes de abril. Recopilamos todos los textos aquí.

14 de noviembre de 2020

No hay mucho más que yo pueda añadir. Reconozco mi pequeñez, mi insignificancia. Reconozco mis límites. Hemos hablado de montones de asuntos durante todos estos meses. Del cambio climático y de la superpoblación, de la destrucción de la biodiversidad y del negocio que rodea a “las nuevas mentalidades ecológicas”, de nuestra relación con otros seres vivos –especialmente con animales y plantas–, la crueldad que ejercemos contra ellos y la compasión que la frena, de granjas ecológicas y vegetarianismo. Hemos recordado nuestra infancia y los libros que marcaron –y todavía marcan– nuestra visión del mundo natural, hemos reflexionado acerca de cómo la literatura encuentra su lugar en medio de todo esto. Hemos hablado de la pandemia de la COVID-19 sabiendo que, a pesar de su gravedad, no es lo más grave que nos puede venir encima, pues ahí está la amenaza de la guerra del agua, de la guerra de la arena, de las migraciones masivas por la desertificación del territorio. Hemos hablado de la rana Hall, del pato Saturnino y de mi perra Alice. De las variadas actitudes que, como especie, mantenemos ante la constatación ya innegable de la paulatina destrucción del planeta: desde el cinismo del negacionismo a la hipocresía elitista, de las dudas y la sensación de descontrol a la esperanza por que haya aún un campo de acción posible, del desbordamiento, la impotencia y la renuncia al amor por el mundo en el que hemos venido a vivir. Sí, también hemos hablado del amor: un amor confuso, descuidado a veces, contradictorio, pero siempre profundo. El que nos llevaba de niños a mirar pájaros y a explorar charcas y que de alguna manera nos ha llevado a escribir esta correspondencia.

La tormenta de nieve de polillas que recuerda con nostalgia Michael McCarthy ha traído a mi memoria las libélulas de mis veranos infantiles, aquellos insectos fascinantes que yo observaba maravillada en torno a las piscinas y las charcas, sus colores al sol, la elegancia de sus movimientos. A veces, alguna caía al agua y la sacábamos con delicadeza al bordillo, esperábamos a que se les secaran las alas y empezaran a brillar otra vez y celebrábamos con alegría cómo el animalito se sacudía y salía volando de nuevo. Ahora es muy difícil ver libélulas; el cambio climático, el uso de pesticidas y otras tantas razones que desconozco han contribuido a su desaparición, pero yo no solo siento la pérdida por el insecto en sí mismo, sino también, irremediablemente, por esa experiencia infantil que mi hijo, por ejemplo, no ha podido vivir. También recuerdo que había más mariposas en los parques, más escarabajos en las dunas, muchos más gorriones y mariquitas en las ciudades. Estoy convencida de que todos los que ya estamos en plena madurez recordamos especies que marcaron nuestra infancia y se han perdido o se están perdiendo. Todos tenemos nuestra particular tormenta de nieve de polillas en el recuerdo.

Tampoco quiero idealizar la relación que manteníamos con el entorno en el pasado. En los años setenta y ochenta, los de nuestra infancia, se destruyó gran parte del litoral de nuestro país, las empresas hacían vertidos incontrolados y extremadamente dañinos en nuestros ríos y apenas se controlaban las emisiones de carbono. En muchos aspectos había menos conciencia cívica –menos compasión, diría yo, haciendo uso del término que tanto me gusta–, y era frecuente ver a excursionistas dejando el campo lleno de basura o a niños maltratando animales como forma de juego con la total connivencia de los adultos –recuerdo los famosos tirachinas, con los que algunos derribaban nidos y mataban pájaros–. Yo he tenido la suerte de ver salamandras en la sierra de Cádiz aunque me consta que gran parte de la población de la zona pensaba que eran peligrosas –cuando en realidad el veneno que poseen es inocuo para los humanos– y una vez vi cómo machacaban a una con una piedra. De esta escena, que me impresionó por su crueldad, surgió otra similar en mi novela Un amor, donde la protagonista, asustada, pide ayuda para matar de la misma manera a una víbora hocicuda que encuentra en su patio. Curiosamente, lo que me interesaba transmitir en el libro era que esta crueldad toma su cauce a través de la ignorancia, de la incomunicación entre especies. La ignorancia supone siempre una falta de respeto, pero no necesariamente hay que relacionarla con la maldad. Es importante diferenciar esto para no caer en las posiciones tan polarizadas con las que a menudo se manifiesta el debate, esa superioridad moral tan elitista de la que ya hemos hablado anteriormente y que, pienso, poco ayuda a avanzar.

Duelo a garrotazos

Nuestra tendencia al enfrentamiento resulta casi siempre estúpida. Este año, por ejemplo, se celebraba el centenario de Miguel Delibes, al que quizá deberíamos haber nombrado mucho más aquí. Se recordaba, por ejemplo, su discurso de ingreso en la Real Academia Española, allá por 1975, que posteriormente fue publicado bajo el título de Un mundo que agoniza. Leído hoy día, el discurso, que fue considerado casi reaccionario en su momento –¿por qué un escritor no se dedicaba a hablar solo de libros?, se preguntaron muchos– resulta visionario en multitud de aspectos, por ejemplo al defender la necesidad de decrecimiento o arremeter contra el progreso a toda costa, justo en un momento en que España se dejaba llevar por la euforia del crecimiento económico.

La plasmación del campo y la vida rural en Delibes no es idílica, no es un canto a lo ideal sino una representación de lo real, pero su amor por este mundo, por la naturaleza y por todas las formas de vida “que agonizan”, queda fuera de toda duda. Sin embargo, algunas voces revisionistas protestaban en las redes sociales en este centenario. ¿Cómo puede ensalzarse a un cazador?, se preguntaban. ¿Cómo puede amar la naturaleza quien mata animales? ¿Su visión del campo no fue, después de todo, la de un burgués desde su acomodada y parcial posición? No estoy en contra de revisar todo lo que haga falta revisar, pero insisto, lo que veo aquí son más ganas de derribar que de construir.

Quizá sería interesante reflexionar sobre la relación entre terminología y fanatismo. Cómo la terminología, a veces, excluye más que incluye, marca diferencias, crea distancias y, en última instancia, construye enemigos. Al final es un asunto de lenguaje, de las trampas del lenguaje, de manipulación y poder, algo que como escritora me apasiona. Es curioso por ejemplo cómo a veces, cuando he conversado contigo sobre asuntos que no conozco en profundidad –y siempre he hecho esta salvedad, por si acaso–, he sido muy cauta en el uso de la terminología correcta, pero no solo porque quisiera ser precisa y no equivocarme –lo cual sería una buena razón, desde luego– sino también para evitar herir susceptibilidades, ofender a colectivos o ser culpada de algo inesperado, como cuando en aquella tribuna que escribí sobre derecho animal y la orangutana Sandra me acusaron de especista. Todos deberíamos estar dispuestos a aprender y mejorar, pero no a costa de recibir ataques indiscriminados.

Por otro lado, una terminología abstracta, artificial, creada solo para dar soporte a diferencias ideológicas a veces mínimas, no es útil para provocar cambios. La gente de la calle, la gente normal que vive o sobrevive como puede en las grandes ciudades, en barrios periféricos, en zonas rurales con multitud de problemas cotidianos, no tiene tiempo ni ganas de aprender terminología nueva. La anciana que hace las compras en su pueblo jamás ha oído hablar de comercios de proximidad y, desde luego, tampoco de agroecofeminismo ni de soberanía alimentaria. A la migrante que consigue ropa de segunda mano para sus hijos porque es más barata no le interesa saber que eso ahora se llama pre-loved o pre-owned fashion. Si le preguntas a la camarera de una franquicia qué significa que los productos que sirve son orgánicos probablemente no sabrá responderte, porque quizá tampoco haya una respuesta clara para esa etiqueta tan comercial. Mucha gente que compra sostenible no sabe que compra sostenible, mientras que otros muchos que sí creen hacerlo no lo hacen en absoluto. Y al parecer ahora es mejor matizar que el cambio climático –o emergencia climática— es antropogénico, para no meter en el mismo saco la evolución climática natural con la que está causada por la acción humana.

No pretendo con esto discutir la utilidad de algunos términos. Soberanía alimentaria, por ejemplo, es un concepto político muy valioso –y subversivo– que surgió en los noventa para reivindicar el derecho de cada pueblo a definir su propio sistema alimentario de acuerdo a sus necesidades y las de su entorno. El problema está, repito, en el uso de los términos como banderas identitarias y lugar de confrontación. En la terminología como el lenguaje de la elite y como abstracción. Cuando la terminología acaba definiendo a los colectivos, y no al revés, algo se nos está yendo de las manos.

El abuso de la terminología puede tener además varios efectos no deseados. Uno de ellos sería conseguir que la realidad a la que apelan los términos se convierta en objeto de burla. De este modo, surgen parodias en las que se critica a quienes despliegan todo su repertorio léxico de moda, pero no se les ridiculiza solo a ellos, sino a lo que hay detrás. Que comercio de proximidad sea un término innecesario (ya existía tienda de barrio, por ejemplo) no significa que la decisión de comprar en estos lugares antes que hacerlo por Amazon sea una decisión innecesaria o sin sentido. Es fácil desacreditar todo un movimiento, toda una realidad, apelando a sus manifestaciones más visibles, como son ciertos términos susceptibles de ser ridiculizables. O como, por ejemplo, algunos trataron de desacreditar la Cumbre del Clima de Madrid a través de la figura visible –y quizá cuestionable– de Greta Thunberg. Cualquier reduccionismo tiene su lado perverso, manipulador.

Un lenguaje saqueado

El otro riesgo de la terminología es su fagocitación por el sistema, esto es, la absorción completa hasta llegar a la anulación de su sentido. Esto ha ocurrido también con otro tipo de movimientos de progreso social, como por ejemplo el feminismo: la terminología, cada vez más específica y excluyente, termina siendo asimilada tanto por el Estado y sus administraciones (es decir, se burocratiza) como por el poder económico (se utiliza como reclamo de mercado). En ambos casos, pierde fuerza, se desactiva su poder renovador. Cuando los partidos políticos utilizan el término heteropatriarcado para ganar votos quizá es la hora de volver a hablar de machismo, a secas, o de inventar palabras nuevas, mucho más eficaces y creativas, como hace Cristina Morales con fachomacho en Lectura fácil (que no es un ensayo, sino una novela, no lo olvidemos).

Del mismo modo, el abuso de términos como sostenibilidad, desarrollo ecológico o ahorro energético por parte de los poderes políticos y económicos ha conseguido que ya no signifiquen nada. En la web del PSOE se dice: “PSOE-Sostenible pretende reducir los GEI en un 5% entre 2017 y 2020. Nuestra huella de carbono está registrada”. ¿Qué significa esto? 2020 está a punto de acabar y no sabemos si esa pretensión (¿es adecuada?, ¿es suficiente?, ¿a qué huella de carbono se refiere?) se ha cumplido o no, o al menos ahí, en esa web, no se indica. Ibercaja publicita un fondo de pensiones bajo el nombre “Ibercaja Sostenible y Solidario” porque “se destinará el 20% de la comisión de gestión, equivalente a al 0,30% anual del patrimonio del fondo, a ONGs del ámbito social y medioambiental” (sin especificar qué ONGs son ni cuáles son sus funciones). Y Mercadona, según su web, cuenta con “un Sistema de Gestión Medioambiental propio, enfocado a la optimización logística, la eficiencia energética y la reducción de residuos; parte de este sistema está basado en los principios de la Economía Circular y busca conjuntamente con los interproveedores la conversión de residuos en nuevos recursos” (la abstracción de la declaración hace difícil saber en qué consisten exactamente sus políticas). Son solo ejemplos y como tal quiero que sean entendidos, pero podríamos no parar: la palabrería (gran término este) es toda una tendencia.

¿Y a qué viene ahora esta reflexión por el lenguaje, cuando estamos a punto de cerrar nuestra conversación? Quizá al hecho de que somos escritores, a que nunca hemos perdido de vista la literatura como telón de fondo en estas reflexiones. Si la terminología es rígida, abstracta, fría, incomprensible y manipulable, el lenguaje literario no lo es. Si la terminología es efímera, acaba quedando obsoleta pronto y es objeto de confrontación, el lenguaje literario aspira a ser durable, a seguir siendo expresivo y evocador a pesar del tiempo. Hay más verdad, y más crítica, en el apocalipsis descrito por J. G. Ballard de La sequía (representación de un ocaso planetario causado por el vertido de desechos industriales en los océanos) o en la imaginación desbordante y poética de la novela Distancia de rescate de Samanta Schweblin (donde se cuenta la historia de la intoxicación de un niño que bebe agua de un arroyo contaminado) que en cualquier discurso político sobre sostenibilidad. La representación del cinismo de la empresa Monsanto que hace Houellebecq en Serotonina, paralela al cinismo de su protagonista, va más allá de la crítica a esta multinacional estadounidense en concreto, fabricante de agroquímicos y semillas modificadas genéticamente, y habla de algo más: del hundimiento moral de la sociedad occidental, plasmado con acidez a través del desamparo y la desesperación de los agricultores y ganaderos franceses. La ciencia ficción y las distopías, los relatos realistas o satíricos, lo poético y lo prosaico… cualquiera de estos moldes puede ser útil para sacarnos de la ceguera, para hacernos mirar desde otro lado, afilar el sentido crítico y también, por supuesto, el autocrítico.

Ahora estamos otra vez al borde de un nuevo confinamiento domiciliario, con la frustrante sensación de fracaso ante la constatación de que un simple virus, una pandemia, ha resultado ser mucho más fuerte que todas las medidas que se están tomando en todos los países del mundo, con mayor o menor acierto, con mayor o menor diligencia. La revelación de nuestra pequeñez, de nuestra insignificancia en términos globales, es una idea que se repite ahora en todos sitios. Como bien comentabas en tu última carta, de qué poco vale la inteligencia humana, nuestra supuesta superioridad frente a otras formas de vida, para garantizar la supervivencia.

El mundo está desbordado, no hay soluciones fáciles ni rápidas para arreglar todo el daño que como especie hemos hecho y seguimos haciendo al planeta. Has escrito algo muy cierto y también muy hermoso: “La vida se resiste a desaparecer y, con seguridad, seguirá su camino cuando ya no haya nadie que intente explicarla”. De momento, aquí seguimos todavía, tratando de explicar y explicarnos lo que nos rodea. No somos eternos, en algún momento habrá un fin, pero intentemos que lo que nos queda sea lo mejor posible y, al decir lo mejor, me refiero a lo más justo posible.

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