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Escribía el poeta Miquel Martí i Pol, hace ya muchos años: «Posem-nos dempeus altra vegada i que se senti la veu de tots solemnement i clara. […] Que tot està per fer i tot és possible» (Pongámonos de pie otra vez y que se escuche la voz de todos solemne y claramente. […] Que todo está por hacer y todo es posible). Y a veces, en el preciso momento de un ahora que casi siempre es pasado, que va a una velocidad desmesurada, parece como si sus palabras cobrasen vida. Como si, de hecho, fuese el momento de levantarnos y gritar, de materializar todas las posibilidades que aún existen, que se nos presentan sin espejismos. Quizás porque, de hecho, siempre es tiempo de levantarse, de revolverse, de construir. Ahora, eso seguro, más que nunca.
Una breve visita al supermercado o al quiosco lo certifican: lo sostenible está de moda. Se ha generado una inercia tangible y transversal sobre la necesidad de abordar lo verde. Ya no es un elefante en la habitación, sino más bien la chapa que uno se pone en la chaqueta. Queda bien, luce bonita. El elefante, sin embargo, es más transformador: aunque sea rompiendo cosas, su presencia acaba transformando su entorno. La chapa, por el contrario, puede incluso evitar que tomemos partido: si todo el mundo ya sabe que nos preocupa algo, ¿para qué mancharnos las manos? Le damos al ‘Me gusta’ en Facebook o firmamos una petición en línea y sentimos el alivio de haber contribuido a la causa, cuando en realidad solo hemos contribuido a aligerar nuestra conciencia. Esta aparente paradoja -que gente que exhibe con profusión su voluntad de involucrarse sobre un asunto pueda en realidad hacer muy poco por el mismo- la trató minuciosamente la psicóloga y socióloga Sherry Turkle en su libro En defensa de la conversación, relacionándolo con el caso particular de las redes sociales. Otra forma de formularlo es el famoso refrán «Dime de qué presumes y te diré de qué careces». Cuesta no pensar en algunas empresas que se visten de verde y, por dentro, siguen funcionando con los mismos engranajes encastados de suciedad y hollín.
Pero volvamos a la superficie: el verde está de moda (¿por fin?). Sin embargo, es un revival; lo que dice Greta Thunberg no solo lo han dicho miles de científicos, activistas, técnicos gubernamentales y (sí, también) políticos desde hace años, sino otras niñas como Severn Suzuki, quien habló ante los mandatarios de todo el mundo en la Cumbre de Río de 1992, con tan solo 12 años. Allí, tras empezar también con una reprimenda a los adultos, dijo: «Estoy luchando por mi futuro. Perder mi futuro no es como perder unas elecciones, o unos pocos puntos en el mercado de valores». Quién sabe, si entonces hubiese existido Twitter, si el movimiento Juventud por el Clima podría haber empezado hace 27 años. Aun así, hay que felicitarse, porque el empuje de las huelgas juveniles, la valiosa omnipresencia de Thunberg -aun con alianzas cuestionables- y un volumen aplastante de noticias climáticas con tono apocalíptico (deshielo, incendios, sequías, huracanes, migraciones…) han colocado al cambio climático donde merecía estar (y donde permaneció brevemente en 2007 y 2015): en las portadas de los periódicos.
El momento siempre es ahora, y nunca es demasiado tarde para actuar. Cada gramo de CO2 cuenta. Punto. El catastrofismo (por bien informado que esté) es tan perjudicial para la lucha frente al calentamiento como lo es el negacionismo. Es una opción personal pero jamás una vía de acción común. Si desincentiva la toma de acciones rápidas por parte de la ciudadanía, simplemente no sirve. Y ahora, como decía el poeta, todo es posible, todo está por hacer. Sigue estándolo. Después de la cumbre de París en 2015, que suponía una dulcísima decepción y un rayo de esperanza (era a todas luces insuficiente, pero al menos era consciente de ello y marcaba objetivos meritorios) y del repliegue autoritario y aislacionista de muchos países (en particular, EEUU), el último año la cuestión climática ha vuelto a ser parte de la conversación política, cotidiana. Mientras, en 2015 y 2016 ninguno de los cuatro candidatos a la presidencia de España habló de cambio climático, en las elecciones de 2019 el asunto ha monopolizado la agenda de parte de la izquierda y se ha erigido en elemento central de disputa. Las empresas se visten de verde (el greenwashing es tan evidente como antiguo, pero también un buen indicador de la percepción social) y la cualidad principal que resaltan algunos anuncios de coches, zumos de naranja, ropa o juguetes es que son «sostenibles». Hasta hay algunas empresas que pretenden enseñarnos qué es un comportamiento «ecológicamente responsable» (sic), vistiendo así lo que es puro marketing de educación ambiental adulterada.
Treinta años después del informe Brundtland, el «desarrollo sostenible», que es de donde se ha desgajado la famosa sostenibilidad, ha pasado de ser un elemento transformador y un posible cambio de paradigma a un elemento que apuntala el sistema. Tal y como lo expone la filósofa Marina Garcés, «desde los años setenta del siglo pasado, una de las principales estrategias de contención de la crítica radical al capitalismo ha sido el concepto de sostenibilidad y, más concretamente, de desarrollo sostenible». Quizás Garcés tiene razón, y no hubo nunca un germen transformador en el desarrollo sostenible, ni en aquel informe de la ONU. No obstante, 1988 fue también el año en el que el climatólogo James Hansen compareció en el Senado de EE. UU. para exponer sus hallazgos sobre el calentamiento global, y también fue el año de creación del IPCC, el panel internacional de expertos que elabora los más exhaustivos informes sobre cambio climático. Quizás, como ahora, sí había un discurso primigenio coherente y sólido alrededor del concepto nuclear de «desarrollo sostenible», pero desnudándolo de su esencia se consiguió lo que podemos constatar en cualquier centro comercial: la creación de una palabra inocua, de una golosina léxica de etimología huérfana que todo el mundo pretende apropiarse -y con la que hacer negocio, ya de paso–. La tragedia de su transversalidad es que hemos llegado a ella despojándola de todo significado.
Y por eso el momento es ahora. El momento de volver a llenar de contenido todo aquello que nos sirve para describir un mundo que, efectivamente, está en llamas. Un mundo que se anega y se seca, un mundo de extremos inhóspitos y de incertidumbres geográficas y vitales. Por eso hay que tener extremo cuidado en no repetir los errores del pasado, y por eso no leerán en estas líneas la expresión «emergencia climática«. Porque si fuese una emergencia, el día a día cambiaría de forma radical y repentina, y el hecho de que no lo haga es el mejor alimento para la percepción, que todos compartimos en algún recóndito rincón, de que «ojalá esto no sea para tanto». Porque si esto es una emergencia, lo es de verdad; declararla y no actuar en consecuencia es la forma más violenta y degradante de arrebatarle todo contenido y poder transformador. No cometamos el mismo error que hace tres décadas.
Y sí, claro que lo es. Una emergencia civilizatoria y planetaria. Los informes y artículos científicos que se publican casi a diario vienen a decir lo mismo: tenemos poco tiempo, esto va más rápido de lo que pensábamos. Y justo por eso no hay que escudarse en el «nos quedan 11 años para actuar» como un mantra que nos demuestra que, bueno, tomémonoslo sin agobios, que si hasta 2025 no hacemos mucho ya llegará el momento en el que nos pongamos en serio. Total, ¡tenemos hasta 2030! Y la verdad es que no: solo tenemos el día de hoy, sea el día que sea en el que leas esto. De la misma forma que el cambio climático no es un juego binario en el que se gana o pierde, no existe una línea roja que delimite con claridad si tendrán lugar o no los efectos más dramáticos del calentamiento. No nos salvamos con un aumento de temperatura de 1,99 grados centígrados, de la misma forma que no «estamos condenados» con 2,01. Los dos grados son un consenso, sobre todo, político, con una sólida base científica pero que no deben interpretarse como una excusa para tirar la toalla si los superamos.
El gran peligro de «Nos quedan 11 años para actuar» es triple. En primer lugar, que lleguemos a 2030 haciendo algo, pero no mucho y no haya sucedido nada tan disruptivo y desastroso como mucha gente se imagina; el exceso de imágenes aterradoras sobre el futuro puede conducirnos a una versión moderna y global de El pastor y el lobo, la fábula de Esopo. En segundo lugar, en el improbable caso de que hayamos tenido éxito en la transición ecológica, que pensemos que ya está, que lo hemos logrado, y que por lo tanto no hay que esforzarse más. Y no existe ningún escenario lo suficientemente optimista en el que, con lo hecho hasta 2030, no haga falta seguir profundizando (y a un ritmo elevado) en la transición ecosocial. Y, por último, el peligro de que se cumplan los peores pronósticos, lo demos todo por perdido y pensemos que no podemos hacer nada. Y entonces nos equivocaremos, porque en 2030 aún será hoy. Como escribió Machado: «Hoy es siempre todavía, toda la vida es ahora. Y ahora, ahora es el momento de cumplir las promesas que nos hicimos. Porque ayer no lo hicimos, porque mañana es tarde. Ahora».
¿Dónde estamos? En el momento en el que toca actuar. Como lo estábamos ayer, como lo estaremos mañana. Nos queda menos tiempo, pero sigue sin ser tarde. Hemos desperdiciado años, hemos cultivado discusiones estériles, hemos apostado por caminos equivocados, pero aún así nos queda tiempo. Existe una inercia palpable y muy real que debemos aprovechar desde la vertiente individual y colectiva, que no se excluyen y se necesitan mutuamente. Imaginaos en una mesa, ya hacia el final de la comida. Alguien saca de nuevo un tema delicado que ha sido mencionado unas cuantas veces antes, pero en el que nadie ha querido entrar a fondo. Nada más empezar a hablar con cierta profundidad de ello te preguntas «¿Por qué no hemos hablado de esto antes?». Admites que es muy importante, asumes que te interpela directamente, pero también que quizás no te dé tiempo a decir todo lo que quisieras decir, a escuchar todas las opiniones. Te arrepientes de no haber continuado por ahí cuando la primera persona lo ha mencionado, al principio de la cena. Pero luego te das cuenta de que la comida aún no se ha terminado, de que quizás tendrás que sintetizar, hablar rápido, colaborar para evitar monólogos, pero que aún hay tiempo. Porque es hoy, es ahora, es todavía, y está en vuestras manos decidir si os despedís con una sensación de vacío o con el convencimiento de haber aprovechado el tiempo. Está en nuestras manos. Nunca ha habido ni habrá mejor momento que el presente para llenarlo de significado y acción: las emergencias no se viven en el futuro y apenas hay tiempo para echar la vista hacia atrás.
Andreu Escrivà es ambientólogo y doctor en Biodiversidad