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Tal vez la magnitud de todo esto solo lo vayamos a entender, paradójicamente, a través de pequeñas cosas. Lo pienso a menudo estos días de calor extremo, mientras la ansiedad del colapso va impregnando cada vez más, cada vez más, cada vez más, la mirada que somos capaces de arrojar sobre el mundo. En mitad de las noches insomnes de los 40 grados pienso: el amor en tiempos de la crisis climática va a ser dormir siempre no tocándose más que con el roce de un pie. Sutiles modificaciones en el sentido de la palabra casa, de la palabra bosque, de la palabra invierno. Crisis es también esa quiebra en la capacidad del lenguaje para hacerse cargo de algo que ya es de otra manera.
Escribió Ron Padgett que “en la literatura y las canciones el amor es a menudo expresado con imágenes del clima”, y esa es una de las citas que la poeta Rosa Berbel (Estepa, Sevilla, 1997) elige para abrir su segundo libro, Los planetas fantasma (Tusquets, 2022). En las noches insomnes algunos de sus versos vuelven y vuelven a mí: “El verano ha viciado nuestro tacto: / crecemos cada uno en un lugar / opuesto de la casa. // Al despertar lloramos por la pérdida / de los días hermosos”.
Es un libro obsesionado con una pregunta: ¿cómo podemos llamar a las cosas mientras todo se derrumba? “Sobrevuelan el mundo palabras terroríficas, / conscientes de que existen / perversiones sin nombre”. El paisaje de este libro se seca página a página, se abren grietas en el suelo a medida que la voz que nos habla comprende que “la fiesta se ha acabado para siempre”. Berbel hace un uso inteligente de una de las herramientas más propias y más fértiles de la poesía: el juego de las distancias, de las perspectivas, la posibilidad de pasar del mundo de dentro al de fuera como en un baile de reflejos. La deriva de un amor y la del mundo se explican mutuamente. “La destrucción es cósmica y minúscula. / Al mismo tiempo: cósmica y minúscula”.
Hace tiempo ya que discutimos sobre la pertinencia de los relatos distópicos, sobre en qué medida nos ayudan a pensar lo que nos rodea sin vaciarlo de posibilidades más halagüeñas. Los planetas fantasma juega en ese campo. Muchos de sus poemas podrían ser escenas de ese tipo de película: “Íbamos a través del desierto. / (…) Las jornadas tenían quince horas, diez, / treinta, en función de los tramos, / y a menudo mirábamos la luna / ignorando sus fases”. Pero lo que hace una metáfora no es agotar los sentidos, sino expandirlos. Este desierto que nombra Berbel, como esa fiesta a la que constantemente refiere para recordarnos que ha llegado a su final, no son estampas alienígenas. Las podemos reconocer. O incluso abrir la ventana para comprobar su precisión terrible: “El calor del verano está matando todas nuestras flores. / También las que sembramos no hace mucho, / con un ímpetu nuevo, / mientras nos convencíamos / de la fertilidad de nuestra tierra”.
¿Cómo no van a ser insomnes las noches? Mi familia me llama desde el norte y me dice que no han tenido tanto calor en toda su vida, que a veces para pasar la tarde lo mejor es tumbarse encima de una toalla mojada sobre el suelo del baño. Allí, donde antes no se iba a la playa más que una o dos veces por verano, este año las habituales temperaturas máximas son las mínimas. A Berbel, que viene del sur, le pasa lo contrario. Recuerda lo divertido que era, de niña, pisar los raros charcos de las tormentas de verano. Ahora, en una casa de cuartos inundados, escribe: “Lo que nos entusiasma en nuestra infancia, / vuelve como tragedia años más tarde”. No es casual que sea alguien de la generación de Berbel —alguien que recuerda el pueblo de su niñez, alguien que ya lo intuye perdido— quien se encuentre con esa orfandad del lenguaje: “Nos tocó recoger y comernos las sobras / de los platos. Velar por el futuro. / Cuidar de la burbuja de cristal / dentro de la que habíamos construido la historia”. O también: “Lo hemos pasado bien, ha sido divertido / y ahora estamos confusos en la selva / de los significados”.
La necesidad de reinventar lo que parecía poder ser dicho de manera unívoca recorre el libro: “Para hablar de la muerte, nos fue preciso / arrancarnos la ropa. / Para hablar del futuro, pusimos nuestro cuerpo / a su servicio, como la fruta fresca / que se abre en la rama”. Quizá sea esa la pulsión que está siempre detrás de la poesía: renovar los nombres, que se quedan viejos siempre por su propia torpeza, por su propia incapacidad, pero también por el alocado devenir del mundo. Hay otro poema, “Formas de mirar”, que parece proponer una reeducación sentimental para estar de otro modo en las cosas. “Si miramos sin ganas, la playa se parece / a una extensa llanura”. ¿Y si mirásemos con ganas, entonces, qué?
En ese intento, no parece casual tampoco que sea la pregunta por cómo nombrar el amor la que sirva de espejo a la pregunta por cómo nombrar todo lo demás: al fin y al cabo la reinvención del modo de querernos y de compartir la vida es otro de los grandes empeños de estas mismas generaciones malabaristas. “¿Cómo reconocer poemas de amor / cuando el campo semántico / es antiguo?” En un tiempo de desastre, qué otra cosa nos queda: “El deseo era el único motivo / y a él nos aferrábamos como animales torpes”. Pensar en el colapso es pensar hacia qué abrazo echaría una a correr si el mundo entrara en llamas. Pero también qué comunidad seremos capaces de construir para habitar las ruinas. “¿Me querrás todavía / cuando me falten dientes, tenga canas / y el mundo solo sean / casas viejas en medio del desierto?”
“El paisaje ha cambiado / y lo llevo por dentro”. Los planetas fantasma no vaticina ni prefigura el desastre: simplemente lo observa y lo intenta decir. Sutiles modificaciones en el sentido de la palabra calle, de la palabra mar, de la palabra verano. Si tenemos que salvar el mundo, quizá solo sea posible que nos demos cuenta prestando atención a eso diminuto que ocurre y que configura al fin y al cabo el sentido que pueda tener nuestro tiempo en este planeta cada vez más fantasma. “Es un milagro estar / justo donde la vida está ocurriendo, / casi nunca sucede, rara vez esas flores, / blancas y pequeñitas, / crecen junto a mi puerta”.
Pero “con qué silencio pueden / desvanecerse los lugares sagrados”. Resulta que “todo lo que algún día nos hizo sonreír / ahora está muerto”. O al menos, camino de estarlo. Las escenas de este libro no están exactamente en el futuro, tampoco exactamente en el pasado: están en ese tiempo de las cosas que dejamos romperse aunque sepamos que no tienen repuesto. En ese ahora terrible en el que estamos nosotras también, en un verano como este, viendo pasar incendios a través de la ventanilla, intentando encontrar las palabras que puedan rozar esa desolación.
“(…) Nos perseguía el futuro y lo aguardábamos
con los brazos cruzados,
mirándonos de frente,
atravesando pueblos en ruinas.
No sentíamos nada.
No había nada que fuese, sobre toda la tierra,
Estrictamente nuestro.
(…) Estábamos cansados, estábamos a oscuras
y el tiempo parecía
a punto de volarnos por los aires (…)”