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El 13 de marzo del 2000, Keith MacDonald celebró su 49 cumpleaños. Esa misma semana aterrizaba en Damasco, Siria, en un viaje que le cambiaría la vida por completo. Eso fue antes de que Siria ocupase las portadas de los periódicos por la interminable y cruel guerra que asola el país. MacDonald había viajado a Siria para llevar a cabo unas inspecciones en el yacimiento petrolífero de Omar, en el este del país. Unas instalaciones explotadas por Al Furat Petroleum Company (AFPC) y Shell. No era la primera vez que llevaba a cabo inspecciones en los campos petrolíferos. Desde 1977, Macdonald había trabajado en Libia, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Nigeria – en este país trabajando para Chevron como representante senior de la compañía- u Omán.
Nada nuevo.
Sin embargo, todo cambiaría el 1 de agosto del 2000, cuando al británico se le mandó verificar el pozo Thayyem-107: una tubería conectada a la boca del pozo estaba corroída y tenía que ser reemplazada. Para inspeccionarla, MacDonald tuvo que meter las manos dentro de la válvula y pasar los dedos alrededor del sello para detectar corrosión. Estuvo 45 minutos faenando. Llevaba botas de trabajo estándar, pero no llevaba ni guantes ni respirador, ni ningún otro tipo de protección. A pesar de que la radioactividad es un peligro conocido en el pozo Thayyem-107, el trabajador asegura que Shell nunca le informó de los riesgos de contaminación radioactiva. La válvula del pozo estaba cubierta de polvo radioactivo que él aspiró por no llevar el equipo adecuado. Ocho años y medio más tarde, su hijo (de tan sólo cuatro años) moriría de leucemia y él mismo caería enfermo de cáncer.
Poco se conoce que la producción de petróleo y gas conlleva la aparición de grandes cantidades de material radioactivo a la superficie. El primer registro científico aparece en un artículo de 1904 de un investigador de la Universidad de Toronto que examinó el petróleo crudo de un pozo en el sur de Ontario. Descubrió un elemento radioactivo: el radio, extremadamente radiactivo, un millón de veces más que el uranio. Su isótopo más estable, Ra-226, tiene un periodo de semidesintegración de 1.602 años.
El radio es solo uno de los muchos elementos radiactivos que las explotaciones de petróleo y gas traen a la superficie. «La presencia de estos radionucleidos naturales en los yacimientos de petróleo», se afirmaba en 1991 en un informe de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA, por sus siglas en inglés). La presencia de radio, de hecho, se ha venido usando «como uno de los métodos para encontrar hidrocarburos». Este elemento se acumula y se incrusta en las tuberías de los campos petrolíferos y es difícil de eliminar. Asimismo, también se traslada al aire y queda impregnado en el polvo que los trabajadores inhalan de manera accidental. En los pozos, además, también se encuentran otros elementos potencialmente cancerígenos como el benceno o metales pesados tóxicos como el plomo o el arsénico. Hay poca información de fácil acceso disponible sobre dónde terminan las enormes cantidades de desechos radiactivos derivadas de las explotaciones de petróleo y gas en el mundo.
Un informe de 2005 de la Autoridad de Protección Radiológica de Noruega reveló que ha sido una práctica habitual en los campos petroleros del Mar del Norte arrojar salmueras tóxicas (agua con concentración de sal procedente de las explotaciones petrolíferas y de gas) cargadas de radio al océano. El estudio añade que parte de esta radiactividad llega hasta las costas noruegas.
Si bien hoy la industria del petróleo y el gas no habla abiertamente sobre los riesgos que plantea la radiactividad para sus trabajadores, sí lo hizo en 1987. «La presencia de radiactividad natural en los campos de petróleo y gas ha sido reconocida en todo el mundo», afirmó en aquél entonces la Asociación de Operadores Offshore del Reino Unido, una asociación comercial líder en la industria de petróleo y gas de Reino Unido.
También el gigante Shell es consciente del problema. La compañía reconoce en documentos internos que tienen conocimiento de que la exposición de los trabajadores del petróleo y gas a ciertos elementos (el hollín, los aceites de parafina, lubricantes y combustibles, el aceite de antraceno o algunos destilados); por supuesto, también la exposición a materiales radiactivos puede provocar cáncer.
En las explotaciones petrolíferas, los trabajadores se exponen a la radiación de dos maneras: a partir de la irradiación de una fuente radiactiva externa, así como de la inhalación o la ingestión de partículas contaminadas. Si bien la radiactividad puede dañar la piel, respirar o ingerir polvo permite que los elementos radiactivos penetren en el cuerpo, donde pueden alojarse en el pulmón o el intestino y continuar su descomposición radiactiva, lo que conduce a la irradiación – contaminación de tejidos y órganos.
El mismo día que MacDonald se expuso a la radiación, aseguró en su informe sobre su visita a Thayyem-107 que “no se habían aplicado los métodos específicos para la protección del personal y el medio ambiente». Intentó que sus colegas lo escuchasen, pero fue tratado como un paria. Al Furat Petroleum Company lo describió como una «influencia disruptiva».
Se desconoce cuántos trabajadores de petróleo y gas comparten un destino similar al de Macdonald, porque nadie ha explicado sus historias. Mientras tanto, él continúa buscando justicia en una justicia, valga la redundacia que, de momento, no le da la razón.
Puedes leer la historia completa sobre Keith Macdonald en ‘Desmog‘, medio aliado de ‘Climática’.