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Milton Santos, uno de los padres de la conocida geografía radical, de gran influencia marxista, escribió un ensayo titulado La metamorfosis del espacio habitado, donde habla, entre otras cosas, de que el éxito de nuestra especie ha sido la capacidad de hacer de cada región del planeta un país; de cómo unos homínidos se expandieron desde el corazón de África hasta las más remotas islas del Pacífico.
La respuesta de Santos a ese ‘cómo’ era siempre la misma: las ciencias han sido indiscutiblemente nuestra principal herramienta de progreso. Sin embargo, y esta es, además, la razón por la que existen escuelas de pensamiento como las de la geografía radical: el capitalismo postindustrial está extendiendo cheques que la ciencia no puede pagar. Nos viene un poco grande todo esto de los problemas a escala planetaria. Podemos mandar un pequeño aparato de metal con sensores a otras galaxias, y quizás podamos solventar –de aquella manera– una pandemia. Pero para resolver los problemas estructurales de un planeta como el nuestro hace falta algo más que un buen equipo de científicos. Maximizar todo lo posible las energías verdes y el reciclaje es una parte de la solución, pero no toda. Los problemas estructurales requieren medidas estructurales, igual que pasa en economía. Si los cimientos están podridos todo se viene abajo, y tratar de compatibilizarlo con un sistema basado en el consumo masivo y desmedido de recursos es como tratar de apagar un incendio con gasolina.
Solemos apuntar, y no nos falta razón, a los casquetes polares cuando hablamos de cambio climático. La expresión cambio global es quizá menos estética, más estricta y –por desgracia– mucho más precisa que hablar solo de cambio climático’ Es un término más académico que otra cosa, pero funciona muy bien para tener una visión holística de lo que tenemos entre manos. No podríamos enumerar todas las consecuencias que está teniendo nuestra huella de carbono (sin contar las otras mil cosas que hacemos mal) en el futuro.
El clima es una de las disciplinas de estudio más complejas de todas las ciencias. La razón es, principalmente, la cantidad de factores, algunos de ellos inmensurables, que intervienen, afectan y condicionan la meteorología en el corto plazo y la climatología en el largo. Hay un proverbio chino que dice que «el aleteo de una mariposa puede sentirse al otro lado del mundo», y tiene mucho que ver con la teoría del caos y con lo enrevesado del asunto. No hay forma de comprobar si es el aleteo de un insecto el que desata una tempestad, pero, por lo que sabemos, no podemos demostrar lo contrario.
En el capítulo piloto de The Last of Us, unos científicos ponen como ejemplo el calentamiento global para advertir sobre una posible pandemia fúngica: “ahora mismo, los hongos parasitan organismos cuya temperatura corporal es inferior a los 34 ºC, pero ¿qué pasaría si el planeta se calentase unos cuantos grados y la evolución los hiciese poder entrar en nuestro cuerpo?” La ficción de HBO no propone ningún disparate, y, aunque la probabilidad de que un hongo zombi nos infecte y de repente perdamos la poca humanidad que nos queda, sí que tenemos un panorama distópico por delante.
Un problema más allá de la atmósfera
A gran distancia de la estratosfera, en las áreas circumpolares de la Tierra, existe un problema silencioso que puede convertirse en nuestra peor pesadilla: el permafrost. Hay suelos que permanecen congelados desde hace millones de años. Esto no quiere decir que haya o tenga que haber hielo o nieve sobre su superficie, no necesariamente. La típica imagen que imaginamos al pensar en la tundra, la tierra oscura y encharcada, suele ser la capa activa, el estrato más superficial del suelo y en la que el deshielo va y viene, en función de la época del año. Es un poco más abajo donde encontramos el permafrost.
El permafrost es uno de los elementos que componen la criosfera: uno de los sistemas más desconocidos para el gran público y que, sin embargo, proporciona muchos de los indicadores más útiles para entender el cambio climático. Dentro del complejo entramado de sistemas que condicionan la vida en la Tierra, al tiempo que la hacen viable en todos los sentidos, encontramos criosfera, definida como aquellas regiones del planeta cuya presencia de agua se encuentra en estado sólido. Por su localización geográfica, próxima a los polos, ejerce junto al ecuador una influencia muy importante en la dirección y temperaturas de los vientos terrestres, además de en otros fenómenos como el efecto albedo, la salinidad y las corrientes marinas.
En las últimas décadas, los entornos de permahielo han sido de los más perjudicados por el aumento global de las temperaturas. La red CALM, por sus siglas en inglés, Circumpolar Active Layer Monitoring Network, ha realizado desde las décadas de los setenta y noventa, en el Ártico occidental y en Canadá, respectivamente, hasta 350 sondeos de la temperatura del suelo, llegando a mostrar una diversidad de rangos térmicos amplísima, superiores a los -2 ºC en zonas donde el permafrost no es constante, y una horquilla de entre -1 ºC y -15 ºC en ambientes de permafrost continuo. En otras palabras: las áreas de permafrost están en riesgo de sufrir un retroceso latitudinal.
El amplio catálogo de problemas asociados al calentamiento global
Aunque poco habitadas, existen numerosas comunidades instaladas en entornos de permahielo que en los últimos años se han visto obligadas a preparar un éxodo hacia zonas más seguras. El derretimiento del hielo subsuperficial ha generado fenómenos de licuefacción que han afectado seriamente a la cimentación de las viviendas, dejándolas en riesgo de derrumbe, además de que la erosión costera se acabará tragando muchas de estas históricas poblaciones.
El daño a las infraestructuras no se limita a alejados poblados del fin del mundo: Rusia se prepara para asumir gastos de hasta 60.000 millones de euros en reparaciones para el año 2050. Esto se debe en buena medida a un fenómeno geomorfológico de carácter temporal: los suelos termokársticos. Aunque el sufijo –karst haga referencia a los suelos moldeados por la disolución de la roca caliza, lo conocemos como termokarst porque el paisaje, hundido y pantanoso, es similar a entornos calizos.
El derretimiento de los hielos bajo el suelo da lugar a dos fenómenos: la superficie se hunde porque el hielo sólido ya no la sostiene y se crean pequeñas lagunas. Este fenómeno, por supuesto, ocurre por igual en todos los pergelisuelos, independientemente de que viva o no alguien encima, haya o no una pista de aterrizaje. En el caso de Rusia, casi dos tercios del territorio nacional está asentado sobre permafrost, y la pérdida de este puede llevar a una pérdida del PIB de hasta el 0,16%.
Por desgracia, las consecuencias no son negativas para todo el mundo, y esa es una de las razones por las que existen lobbies interesados en el desarrollo habitual de la industria para favorecer al cambio climático. El sector hidroeléctrico, por ejemplo, podría llegar a verse muy beneficiado por los cambios en la estacionalidad y la magnitud de las crecidas del agua en según qué zonas y un buen porcentaje de las reservas de gas y petróleo de Rusia estarán disponibles a partir de la pérdida del hielo. Y no solo Rusia: la OTAN y China también consideran el Ártico una posición geoestratégica de vital importancia. La iniciativa Belt and Road tiene previsto trazar una Ruta de la Seda Polar para extender su alcance a territorios con gran potencial extractivo de recursos naturales, sumando así otros cuantos miles de kilómetros a su gran red comercial.
Lo que aguarda bajo el hielo no es sólo carbono
Problemas ingenieriles aparte, la mayor amenaza del permafrost procede de lo que esconde debajo: una cantidad monstruosa de carbono, contenida hasta ahora bajo esos hielos perpetuos. Las bajísimas temperaturas impiden a las bacterias necrófagas de los seres vivos descomponer sus cadáveres, lo que ha hecho que durante millones de años se hayan mantenido intactos los restos de organismos antiguos; con la pérdida de hielo, ese carbono antiguo vuelve a ser parte de la atmósfera.
Esto supondría un aumento de gases de efecto invernadero como el metano, suficiente como para ser determinante en la evolución de las temperaturas del próximo siglo. A la larga, retroalimentaría la pérdida de estos suelos con catastróficos resultados. La pérdida estimada para los siguientes cien años varía entre el 25 y el 75%, optimismo variable en función de las decisiones que se tomen en los próximos años.
El derretimiento del permafrost, por tanto, representa una importante preocupación en el mundo de la microbiología ya que puede llegar a liberar una gran cantidad de materia orgánica que ha estado conservada durante miles de años bajo condiciones de frío extremo. Esta materia orgánica incluye bacterias, virus, hongos y algas que han permanecido estancadas en el tiempo y que ahora pueden liberarse al ambiente y causar un gran número de problemas, como aumentar el riesgo de enfermedades infecciosas para los humanos y los animales puesto que los microorganismos patógenos liberados pueden ser resistentes a los medicamentos modernos.
No obstante, el impacto medioambiental no se limita a posibles epidemias o un simple pero aterrador aumento de las temperaturas globales. Las pérdidas de los conocidos como servicios ecosistémicos son muy variadas: además de todo lo mencionado anteriormente (sumideros de dióxido de carbono, regulación del clima, influencia en el ciclo del agua, regulación de la erosión), estos entornos también ofrecen agua y alimentos, un soporte sobre el que se forman los suelos y una larga lista de servicios ecosistémicos del ámbito cultural, como la identidad territorial y el estilo de vida de las poblaciones locales, que utilizan, como explicaría el libro de Milton Santos, el medio a su favor: uno de los rasgos que hacen más conocidos a los pueblos árticos es la conservación de alimentos en profundidad bajo el hielo, la roca y la nieve.
Tiempos de prisa y miedo
Con los datos que hay, las previsiones que se han hecho y el camino que llevamos, tenemos un problema muy grande en las latitudes extremas de nuestro planeta. Si ya es grave imaginar un aumento del nivel del mar, olas de calor excepcionalmente largas, meteorologías caóticas y grandes desastres, basta con mirar hacia Siberia para temblar de pavor.
No obstante, y por la propia naturaleza del agua, estos cambios en el permafrost, si bien no del todo, son reversibles. Hasta cierto punto, puesto que ya no vamos a tener un planeta más frío que hace cien años: de lo que se trata es de tener una atmósfera lo menos caliente posible. Y todo eso pasa por, además de tomar medidas locales de preservación, acometer cambios severos en el sistema productivo y la carrera industrial del siglo XXI. Hay prisa, pero, como dijo aquel vecino de La Palma: «hay tiempo de sobra para comer». Los cambios a realizar han de tener en cuenta el impacto socioeconómico en las clases bajas y no dejarse llevar por las prohibiciones arbitrarias sin alternativas factibles para todos. No basta con el optimismo, pero nunca viene mal.
«El amplio catálogo de problemas asociados al calentamiento global».
Un nuevo informe publicado por Zero Waste Europe revela altos niveles de contaminantes orgánicos persistentes en las proximidades de las incineradoras de residuos.
España vuelve a encabezar la contaminación por emisiones de incineración de residuos en Europa.
Un nuevo informe, publicado por Zero Waste Europe, sobre la investigación de biomonitorización de las emisiones de incineradoras de residuos en España, República Checa y Lituania revela altos niveles de contaminantes orgánicos persistentes (COP) en las proximidades de las incineradoras de residuos.
Por segundo año consecutivo, la zona más contaminada en esta investigación se encuentra en el Estado español, en concreto en el entorno de la incineradora de Valdemingómez, en la ciudad de Madrid….
https://www.ecologistasenaccion.org/282748/espana-vuelve-a-encabezar-la-contaminacion-por-emisiones-de-incineracion-de-residuos-en-europa/
[…] información sobre los bucles de retroalimentación, los puntos sin retorno, las reacciones en cadena… pero quisiéramos pararnos un momento en un ejemplo sobre el que los científicos/as llevan […]