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La ciudadanía climática se construirá así, por desgracia

«Futurs imPOSSIBLES es una campaña para trabajar los escenarios de futuro ante la crisis ecosocial, para preparar el tejido asociativo y comunitario ante las disrupciones que pueden azotarnos como consecuencia de la crisis ecológica», explica Rubèn Suriñach Padilla.
La ciudadanía climática se construirá así, por desgracia
Voluntarios organizan y reparten la ayuda a las familias afectadas por la DANA en Valencia. Foto: NACHO DOCE / REUTERS

RUBÈN SURIÑACH PADILLA // Visto en perspectiva, no sabría decir si la crisis ecológica fue mala o si, en realidad, fue la palanca que aceleró los cambios que necesitábamos. Tampoco me atrevería a decir que fue buena, sinceramente. La década de los veinte fue desastrosa… fue la primera vez que nos dimos cuenta de que nadie escaparía del cambio climático; que no había refugio posible, aunque durante décadas las élites se hubieran esforzado en blindar este nuestro viejo continente. Toda esa muerte y ese sufrimiento al que dimos la espalda durante años y años, se hizo tan presente dentro de nuestras fronteras que ya era imposible mirar hacia otro lado.

Mortíferas olas de calor, cortes de suministro eléctrico, interrupción en el abastecimiento de alimentos, sequías crónicas, inundaciones catastróficas… El planeta nos estaba diciendo alto y claro que se había terminado la fiesta. Porque, en el fondo, lo que vivimos durante esos 300 años de capitalismo industrial, fue un paréntesis milagroso, una fiesta regada por unos combustibles que nunca más tendremos.

Este texto está escrito en 2045; es un texto de ficción, un ejercicio de memoria desde la mirada de un abuelo que luchó desesperadamente para conseguir una transición ecológica justa y democrática, una transición que no dejara a nadie atrás. Y no forma parte de ninguna novela, sino que este relato es una herramienta estratégica: usamos esta narración desde Futurs imPOSSIBLES, una campaña para trabajar los escenarios de futuro ante la crisis ecosocial, para preparar el tejido asociativo y comunitario ante las disrupciones que pueden azotarnos como consecuencia de la crisis ecológica. La DANA de Valencia convierte en aterradores los pronósticos que hemos ido elaborando colectivamente a través de estos talleres, aunque, por desgracia, no es nada que no hayamos imaginado. Los convierte en aterradores porque transforma un ejercicio especulativo en la cruda realidad. De hecho, la mayoría de talleres coinciden en nombrar los años veinte como «la década turbulenta» o «los terribles años veinte»; el realismo ecológico detrás de estas prospecciones colectivas señala que los cambios estructurales surgirán cuando el sufrimiento se haga mucho más presente.

La crisis ecológica desestabilizará el régimen actual, sí, y, el malestar social que se generará agudizará una disyuntiva, el cruce de caminos de nuestra época: de un lado, el ecofasismo y, del otro, la transición ecosocial. Cada nuevo golpe se convertirá en una batalla material y simbólica, cómo estamos viendo ya con la magnificación del pillaje por parte de determinados medios o las acusaciones a la AEMET de la derecha política. En medio del sufrimiento y la desesperación, la batalla política, por mucho que nos pese, no parará, y la extrema derecha aprovechará para posicionar su relato de orden y culpabilización de migrantes, mientras en el barro –literalmente– vecinos y vecinas de todas las procedencias trenzas lazos de solidaridad.

Los escenarios deseables apuntan a la importancia de luchar por el relato y movilizarse, pero también –y sobre todo– a conseguir que, las redes de apoyo mutuo que se desplieguen en respuesta a las emergencias, tengan una mirada transformadora; favorezcan la construcción de la «ciudadanía climática», la constitución de un «pueblo ecosocial». La solidaridad es fundamental, pero convertir esos lazos en lucha política es la clave para aprovechar situaciones como la DANA para conseguir un cambio de rumbo estructural. O al menos esta es la historia que nos cuentan desde 2045:

En medio de todo aquel sufrimiento, la respuesta de la clase dominante fue tan pobre que la gente se enfureció. Empezando por la clase política pero –y sobre todo– yendo a parar a quienes realmente movían los hilos: las grandes corporaciones y los hombres de negro que las manejaban. Sus intereses eran tan evidentes… todo era cada vez más difícil de disimular: con cada nueva catástrofe, un nuevo contrato público a favor de las grandes empresas, fuese de electricidad, de reconstrucción, de emergencia alimentaria… lo que fuese, iba a parar a los cuatro de siempre. Entre su negligencia a la hora de atender las necesidades reales de la ciudadanía, y sus beneficios obscenos, no tardaron en estar en el punto de mira de la rabia de la gente. De nada servía desviar la atención hacia los inmigrantes o con los nacionalismos: la gente tenía muy claro quién era el problema. Y salimos a la calle, y explotamos de rabia, y creamos una auténtica revuelta ecosocial.

Pero, de una manera más silenciosa, casi indetectable por el radar de los que mandaban, ocurrió algo extraordinario: que mientras nos enfadábamos con los de arriba, volvimos a mirar a la cara a los de abajo; nos vimos unos a otros como iguales, por fin. De esas terribles fracturas sociales provocadas por la crisis ecológica, brotaron trenzas de solidaridad, redes de apoyo que barrieron la desconfianza y el miedo dentro de los barrios, que nos reconciliaron con esa intuición que teníamos algunos: que cuando las cosas se ponen feas de verdad, la esperanza y la solidaridad sobrepasan el sálvese quien pueda individualista.

Que así sea.


Rubèn Suriñach Padilla es economista, escritor y activista social

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