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Publicamos un avance de ‘El clima de tus hijos’, el nuevo libro de Francisco J. Tapiador editado por Next Door. Ya a la venta.
Para que la metamorfosis social pueda completarse con éxito es necesario acometer profundos cambios en la educación, a todos los niveles. Ya hemos olvidado, como tantas otras cosas que damos por sentadas, que hace tan solo doscientos años la mayoría de la gente no sabía ni leer ni escribir. Cambiar esto fue el comienzo de un desarrollo sin igual, desarrollo del que disfrutamos en la actualidad. Una sociedad letrada ha sido imprescindible para el progreso humano, y una sociedad que además sea culta es hoy una aspiración viable. En breve, será impensable que una persona de veinte años no conozca la diferencia entre un virus y una bacteria, o que no pueda utilizar su firma digital para enviar una petición a la Administración. La formación técnica y científica dejará de ser opcional. Al igual que en el siglo XIX se decretó la alfabetización obligatoria para los niños, las sociedades tendrán que poner los medios para que todos los jóvenes adquieran unos conocimientos básicos de matemáticas, física, química, biología e informática. Una sociedad ilustrada será menos manipulable y podrá elegir mejor entre las diferentes opciones que hay para su desarrollo.
Así, por ejemplo, será impensable que una familia se arriesgue a que sus hijos mueran de una enfermedad evitable, o a que se la contagien a otros para que sufran igual suerte. Las nociones básicas de probabilidad reducirán mucho las capacidades de las casas de apuestas para engatusar a gente poco formada. La creencia en conspiraciones (ovnis, estelas de los aviones, etc.) y otras estupideces varias se reducirá considerablemente y cada vez un mayor número de personas tendrá una visión del mundo basada en la ciencia y no en la superstición o la ignorancia. La divulgación científica puede hacer mucho bien y es una pieza fundamental del cambio hacia una sociedad más culta.
¿Qué tiene que ver esto con el clima y con el cambio climático? Mucho. Los cambios en el mercado y en el trabajo vendrán dados por el devenir histórico y la lógica económica, pero la adopción eficaz de las políticas ambientales pasa por que estas se acojan de manera no solo voluntaria, sino con convencimiento. Para que funcionen es necesario que la mayoría de la gente esté persuadida de que lo que hace tiene lógica y que lo asuma como algo natural. Reciclar la basura por temor a una multa o utilizar el transporte público porque hay una prohibición de utilizar el privado no es una manera eficaz de atajar el problema que se quiere evitar con dichas medidas. Siempre habrá reacciones exageradas en contra de ellas solo porque se han impuesto. Pero si la formación científica se generaliza, al cabo de cierto tiempo será tan natural dejar de tirar el aceite del coche al río como evitar embadurnarse de grasa cuando uno limpia su bicicleta. No es necesaria una ley que obligue a llevar guantes o a lavarse al que vaya a ir a comer después de cambiar la cadena de transmisión de la bici. No hace falta una norma para eso, como tampoco se impide a nadie tirarse de cabeza a un montón de estiércol cuando pasea por el campo. No hay carteles de «prohibido tirarse a la piara» en las granjas de cerdos de la provincia de Lérida.
Son acciones de sentido común que nos evitan incomodidades posteriores. Se puede argumentar que ninguna de esas libertades colisiona de manera crítica con los derechos de los demás. En cierta medida, es cierto, aunque en un sistema de sanidad universal, el comportamiento irresponsable de los demás nos cuesta dinero a todos. El conductor borracho no solo puede matar a alguien con su imprudencia, sino que ocasiona costes sociales, aunque solo él se vea afectado directamente en el siniestro: gastos de reparación del viario, de sanidad para curarlo o del subsidio de baja médica, que pagamos los demás.
Convertir en una segunda naturaleza acciones que ayudan a combatir el cambio climático y que no perjudican al que las realiza requiere esfuerzo y formación. Este es un aspecto que a veces se soslaya por parte de los que creen en la naturaleza intrínsecamente bondadosa del ser humano. Los que suscriben esta hipótesis piensan que lo que es bueno para la sociedad forma parte de la esencia del ser humano y que la solidaridad, el altruismo, la colaboración y la ayuda mutua son cualidades innatas de las personas. Nada más lejos de la realidad. Se olvida a menudo que una de las razones más importantes para escolarizar a los niños es hacerlos partícipes de lo que se considera socialmente aceptable y transmitirles una serie de valores compartidos por la sociedad en la que han nacido. Valores que algunos filósofos dirán que no tienen por qué ser objetivamente ‘buenos’. En la práctica basta con que esos valores sean los de la sociedad en la que se quiere integrar al nuevo miembro. No hay nada objetivamente bueno en circular por la derecha, como demuestra el hecho de que en varios países lo hagan por la izquierda, pero es muy importante que un niño aprenda la regla concreta del país en el que vive, por más que esta sea arbitraria, local o que tenga un origen lógico remoto que ya no sea aplicable. La educación infantil es costosa precisamente porque es contra natura. Si lo natural fuera que un niño estuviera quieto escuchando en silencio a alguien más sabio, o haciendo operaciones una y otra vez hasta que no le hiciera falta pensar en cuánto es ocho por siete, no haría falta arrastrar a los niños al colegio y planear actividades para que adquieran los conocimientos, competencias y habilidades que les resultarán útiles para su vida futura. Socializar, convertir los impulsos egoístas primarios en fuerzas útiles para la vida en común, es una tarea lenta, difícil y penosa. La adquisición del espíritu de colaboración, superando el primer impulso de satisfacción personal inmediata por un bien común a medio o largo plazo que acabará beneficiando al individuo, no es un trabajo trivial y hay que saber acometerlo. De hecho, hasta se necesita definir metodologías para hacerlo: son los métodos y sistemas educativos.
Por eso, en los países con un sistema educativo más eficaz, se escoge a los mejores para la educación infantil y se les paga de manera consecuente. La concentración, la capacidad de trabajo, la atención al detalle y la necesidad de atender a diferentes aspectos al mismo tiempo en situaciones de estrés, es decir, lo que hace un profesor de primaria, requiere haber demostrado esas mismas capacidades excepcionales durante la carrera universitaria. Y aunque el expediente no sea una condición necesaria para demostrar dichas cualidades, se puede considerar suficiente y es además una forma objetiva de selección. Conseguir que los mejores universitarios de cada disciplina escojan dedicar su vida a la educación infantil y secundaria debería ser una prioridad nacional.
«En breve, será impensable que una persona de veinte años no conozca la diferencia entre un virus y una bacteria, o que no pueda utilizar su firma digital para enviar una petición a la Administración. La formación técnica y científica dejará de ser opcional. Al igual que en el siglo XIX se decretó la alfabetización obligatoria para los niños, las sociedades tendrán que poner los medios para que todos los jóvenes adquieran unos conocimientos básicos de matemáticas, física, química, biología e informática. Una sociedad ilustrada será menos manipulable y podrá elegir mejor entre las diferentes opciones que hay para su desarrollo».
Esto sería lo natural y deseable; pero dudo mucho de que vaya a ser así, lo que veo es que estamos involucionando en todos los aspectos, que la tecnología ha convertido en robots a la juventud, sin criterio propio y mucho más manipulables. Nos están robando, y ésto va en aumento, derechos y libertades que generaciones más despiertas y luchadoras consiguieron luchando; la juventud de hoy está conectada al móvil, si no te apartas te chocas con ella por la calle, ausente de la realidad y del futuro que les espera.
De que vale tanta tecnología para no saber pensar ya por uno mismo para ir aceleradamente hacia atrás.