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El mensaje de la COVID-19 está claro: necesitamos avanzar rápido hacia un futuro muy diferente.
El coronavirus no ha desaparecido, como prometió Donald Trump. Tampoco se ha contenido con éxito, como ha descubierto Europa. Se establece cada día un nuevo récord mundial de infecciones. Todo el mundo espera una vacuna*, con el fin de recobrar alguna apariencia de normalidad en la vida.
Pero la vida antes de la COVID-19 no era normal. Como el síndrome de la rana hervida, nos habíamos acostumbrado a la normalidad. Al desenmascarar la insostenibilidad del anterior orden establecido, la pandemia ha sido una llamada de atención.
La COVID-19 ha demostrado repetidamente la inutilidad de las fuerzas armadas, la injusticia del sistema económico y el impacto perjudicial de las emisiones de carbono. Estos pilares del orden establecido -el capitalismo tardío, la industria militar y la energía sucia que los hacen funcionar a los dos- se revelaron en un tris como realmente anormales.
Consideremos el papel de las fuerzas armadas en la seguridad nacional. Se gastan en todos los países del mundo cerca de dos billones de dólares al año en armas diseñadas para defender la patria y proteger a la ciudadanía. Pero todos los tanques, misiles y soldados en la frontera no han podido hacer nada para impedir la propagación del nuevo coronavirus o detener su mortalidad. Más de un millón y medio de personas ha fallecido durante esta pandemia.
Estados Unidos gasta más que cualquier otro país en las fuerzas armadas. Esto no ha impedido que los estadounidenses hayan padecido la mayor tasa de muertes por la COVID-19 de todo el mundo. Han muerto más estadounidenses en la pandemia -más de 335.000, una cifra que sigue en aumento- que durante los combates de la guerra civil de Estados Unidos. Y ha habido más muertes por la COVID 19 que durante los combates en la Primera Guerra Mundial y las guerras de Corea, Vietnam, el Golfo Pérsico, Irak y Afganistán juntas.
La asignación de recursos al Pentágono a costa de las necesidades sociales se ha hecho evidente durante la pandemia. Estados Unidos ha promocionado su sistema sanitario como el mejor del mundo, pero muchos hospitales no han podido gestionar el repunte de pacientes críticos.
Antes de la irrupción de la COVID-19, la creciente división entre ricos y pobres se hizo cada vez más evidente tanto a escala doméstica como mundial. La pandemia ha hecho aún más visible esa división. Debido a la falta de mascarillas, agua para el lavado de manos y espacio para guardar la distancia social, las personas pobres han estado en apuros para evitar la infección. Los trabajadores pobres, mientras tanto, se han visto obligados a asumir mayores riesgos de exposición por el mero hecho de asistir a sus trabajos en el campo, los mataderos y los hospitales.
Los ricos se han librado en su gran mayoría de los perjuicios originados por la quiebra de la economía mundial. El mercado bursátil prácticamente ha recuperado su valor después del desplome que tuvo lugar en la primavera. La pobreza extrema, por otra parte, aumenta por primera vez desde hace más de veinte años, estimando el Banco Mundial que 150 millones de personas se empobrecerán desesperadamente en 2021.
El repliegue de la industria y los viajes se ha acompañado de una importante reducción en el uso de combustible fósil. Como consecuencia de los confinamientos económicos, las emisiones diarias de carbono cayeron mundialmente un 17% en los meses de abril y mayo de 2020. La contaminación del aire disminuyó también, mejorando de forma inmediata la salud de las personas. Los residentes en el norte de la India podían ver el Himalaya por primera vez en treinta años y la contaminación de Los Ángeles prácticamente desapareció.
Sería reconfortante pensar que el mundo haya prestado atención a las advertencias de la COVID-19. Pero muchos países, incluyendo Estados Unidos y China, siguen incrementando su gasto militar. Se destina muy poco de los billones de dólares correspondientes al estímulo económico al alivio de la pobreza y mucho menos a una reestructuración fundamental de la economía mundial en términos más equitativos.
Y aunque la caída en las emisiones de carbono fue este año mayor que durante la crisis financiera de 2008 o del petróleo en 1979, la comunidad internacional no ha emprendido ningún compromiso colectivo adicional para aprovechar esta suerte inesperada, congelar en todo el mundo las reducciones en la huella de carbono y emprender una transición más veloz hacia la energía limpia.
Todavía se puede hacer caso de las advertencias de la COVID-19, de acuerdo con lo que señalan los redactores del informe Pandemic Pivot, elaborado por el Institute for Policy Studies, el Transnational Institute y Focus on the Global South, y publicado como libro electrónico por Seven Stories Press. Se necesitan inmediatamente recursos para combatir el impacto de la pandemia y los presupuestos militares serían las arcas económicas lógicas de donde extraer dichos recursos. Un acuerdo ecológico a escala mundial podría reducir simultáneamente las emisiones de carbono y crear puestos de trabajo mediante la construcción de la infraestructura de energía limpia. Los dirigentes mundiales, estimulados desde abajo por los movimientos populares, deberían ver la pandemia como una oportunidad para un cambio transformador.
No podemos quedarnos sentados esperando la vacuna*, ni soñar con volver a la anterior anormalidad. Una rana despertada no vuelve a la cacerola de agua hirviendo.
El mensaje de la COVID 19-está claro: necesitamos avanzar de prisa hacia un futuro muy diferente.
* Artículo escrito por John Feffer. Publicado originalmente en Open Democracy en octubre.
Traducción de Christine Lewis Carroll