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La crisis climática nos sale carísima

"Sea en el sentimiento popular o en las evaluaciones de distintos organismos, lo que parece ya irrebatible es que el cambio climático es un agujero gigantesco en nuestros bolsillos; una amenaza no sólo para nuestra existencia y la de otras especies, sino también para la sacrosanta economía", reflexiona la autora.
La crisis climática nos sale carísima
Foto: José María Rivas Cuellar / Flickr

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Hablar de crisis climática implica a menudo enfrentarse a una serie de clichés –casi convertidos en dogma– que circulan entre los representantes políticos y se trasladan a la ciudadanía, muchas veces de forma acrítica. Por ejemplo, al clásico “los ecologistas quieren llevarnos de vuelta a las cavernas” suele ir unido el mantra de que no podemos permitirnos combatir el cambio climático porque lastraría el crecimiento económico. Pero, ¿y si lo que saliera caro fuese, en realidad, la inacción frente al problema? No hacer nada o, más bien, continuar con la destrucción medioambiental que provoca el modelo actual, incrementa el precio de casi todo, así que, como todos los clichés, erguidos sobre unos cimientos informativos endebles, el que promueve la pasividad política basándose en argumentos pecuniarios tiene los días contados. La crisis climática afecta al bolsillo y, si no se mitiga, acabará por engendrar una ruina peligrosa para la estabilidad y el bienestar de todos.

Vamos al supermercado y comprobamos que el aceite de oliva, fundamental en nuestra dieta mediterránea, ha subido considerablemente y muy probablemente siga haciéndolo porque se estima que la cosecha de aceitunas en España ha sido una de las peores del siglo debido a la sequía y las fuertes olas de calor, que se han extendido hasta bien entrado el otoño. La producción de alimentos es terriblemente vulnerable a los fenómenos meteorológicos extremos y, si en algunas zonas del mundo se están desatando hambrunas, aquellos países que puedan pagarlos lo harán a precio de oro. Una investigación de The Atlantic realizada justo antes de que diera comienzo la guerra de Ucrania, evento que suele acaparar las explicaciones de la carestía de la cesta de la compra, ya hablaba de “Greenflation” o inflación verde, y citaba la sequía en Brasil como la causa principal del incremento del precio del café, y en Canadá de los guisantes, mientras que en Estados Unidos la falta de agua encareció el trigo y el maíz, y en Taiwán los semiconductores, elevando también el coste mundial de los productos donde estos se insertan. La madera, procedente de Canadá, está más cara debido a los incendios. En algunos casos, las anomalías meteorológicas no sólo afectan a las materias primas, sino también a su transporte, como está ocurriendo en el río Misisipi, cuyo caudal es tan bajo que dificulta la navegación y eso ralentiza la salida de productos al mercado. Así, cada vez son más las voces que alertan de que la inflación tiene un componente climático, y de que, en el cómputo de la economía global esta emergencia disminuye asimismo la productividad de los trabajadores, y conllevaría mudanzas sustanciales en el mercado laboral, destruyendo miles de puestos.

A eso hay que sumarle los costes asociados a las reparaciones necesarias tras catástrofes como inundaciones, huracanes e incendios, y la asistencia social que requieran las personas damnificadas. Estas circunstancias impulsaron recientemente a la Oficina de Gestión y Presupuesto de la Casa Blanca a elaborar su primer informe sobre el riesgo fiscal que implica desatender el cambio climático, llegando a la conclusión de que puede costarles 2 billones de dólares al año, y una reducción del PIB de hasta el 10% a finales de la centuria. Menos optimista es un estudio de los reaseguros Swiss Re, que vaticinan también una pérdida del 10% del PIB en Estados Unidos pero mucho antes, en 2050, la misma que sufriría España, Canadá y Reino Unido; entretanto, la caída sería de un 23,5% en China y, a nivel mundial, la economía se contraería un 18%. Las alertas no paran de llegar, desde el sector público, privado, y también de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional, que ya proyecta un parón significativo en el crecimiento de múltiples economías –emergentes y desarrolladas– y ha avisado de que, mientras más lenta sea la implementación de medidas climáticas, incluyendo la transición a un modelo basado en energías renovables, más costoso se hará el camino, ineludible aunque a corto plazo acarree igualmente más inflación y un bocado al PIB.

En mitad de estos cálculos, la COP27 ha arrancado con una demanda muy clara por parte de los países subdesarrollados, que son los que más están sufriendo las consecuencias de la debacle climática y los que menos han contribuido a ella. Exigen reparaciones monetarias a las naciones ricas después de que este tema lleve debatiéndose años, sin que se haya alcanzado un acuerdo firme hasta ahora. Si la catástrofe parece haberse desvendado sobre patrones coloniales, estas compensaciones implicarían mermas del presupuesto en los principales responsables. Al mismo tiempo, una ciudadanía global preocupada por quién va a desembolsar las cantidades requeridas para mitigar el desastre apunta cada vez más a las grandes corporaciones: según una encuesta realizada en 13 países por el diario Político, más del 40% de los entrevistados en EE.UU., Brasil, Reino Unido, Alemania, México, Francia, Canadá, Rusia y Sudáfrica señalan a las empresas como las entidades que deberían hacerse cargo, por encima de los contribuyentes o gobiernos.

Sea en el sentimiento popular o en las evaluaciones de distintos organismos, lo que parece ya irrebatible es que el cambio climático es un agujero gigantesco en nuestros bolsillos; una amenaza no sólo para nuestra existencia y la de otras especies, sino también para la sacrosanta economía, cuyos modelos clásicos no han tenido prácticamente en cuenta los límites biofísicos de un planeta ya profundamente esquilmado. Si bien el dogma tiende a desmoronarse conforme las consecuencias del espolio se vuelven más tangibles, falta ahora responder a la siguiente pregunta: ¿se pondrán en marcha mecanismos nacionales y transnacionales para afrontar los costes de la manera más equitativa posible, o perdurará el aumento de la desigualdad y pagarán los mismos de siempre? Hablando en plata: ¿quién podría llevar a quién de vuelta a las cavernas?

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