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El pasado 11 de enero fue un día normal en los kioskos de todo el país. Los titulares de El País relataban cómo el Parlamento Europeo había retirado el acta a Oriol Junqueras, inhabilitado por el Supremo. El mismo tribunal confirmaba, a su vez, la suspensión como diputado parlamentario de Quim Torra, y lo recogían medios como La Vanguardia o La Razón. También había portadas para los nuevos nombres que iban revelándose en el todavía incompleto Gobierno de Sánchez (entre ellos el nuevo ministro de Sanidad, Salvador Illa).
Mientras tanto, lejos de los focos, otro titular se hacía eco de la muerte de una persona, en la entonces desconocida ciudad china de Wuhan, por un «nuevo virus misterioso«.
Dos meses después, el mundo ha cambiado. Siguiendo los pasos de Italia, millones de personas en España están hoy confinadas en sus casas. Las que tienen que salir, ya sea por motivos esenciales o porque muchas empresas no esenciales han decidido seguir abiertas, se exponen al contagio. De quienes estamos encerrados, la mayoría no habíamos vivido nunca nada así.
Caída de emisiones
El sábado me topé con este otro titular en la revista digital tiempo.com: ‘Coronavirus: las emisiones de dióxido de nitrógeno caen en Italia’. La noticia no es sorprendente: el dióxido de nitrógeno es un gas contaminante que, al igual que muchos gases de efecto invernadero, procede entre otras fuentes de la quema de combustibles fósiles. La Agencia Espacial Europea también reflejaba este descenso con un vídeo de satélite.
La crisis del COVID-19 podría parecer positiva para la acción climática. En los países en los que se ha implementado algún tipo de cuarentena o restricción económica se han reducido de manera notable tanto la contaminación del aire como la emisión de gases de efecto invernadero (GEI), responsables esta última del calentamiento global de la atmósfera.
Un ejemplo claro está en China, el primer país en sufrir los graves impactos de la pandemia. El pasado 20 de febrero conocíamos un análisis del Centro para la Investigación en Energía y Aire Limpio (CREA), que confirmaba que las emisiones de GEI del país asiático (el que más emite del mundo en términos absolutos) habían caído el 25%. En España, el tráfico rodado se ha reducido en prácticamente todas las grandes ciudades españolas, y el viernes pasado, un reportaje de El País citaba a expertos que esperaban que las emisiones españolas cayeran este año. El motivo es siempre el mismo: el impacto de la crisis del coronavirus sobre la economía.
No es la reducción que necesitamos
Cualquiera diría, a simple vista, que el COVID-19 es un aliado en la guerra contra la crisis del clima, pero la realidad es tozuda. Esta reducción de emisiones no es la que necesitamos para evitar las crisis que el calentamiento global nos traerá en el futuro.
Es casi una ley universal: las crisis económicas traen reducciones, o al menos estancamiento, de las emisiones de gases de efecto invernadero. Ocurrió tras la crisis del petróleo de los 70, tras las recesiones de los 80 y los 90 y muy especialmente tras el colapso financiero de 2008-2009. Las emisiones también se redujeron significativamente en la antigua Unión Soviética tras su derrumbe.
No hay que hilar demasiado fino para darse cuenta de que, a menos actividad económica, menos quema de combustibles fósiles. Y eso siempre significa menos emisiones. La crisis del coronavirus no es sino una repetición de lo mismo.
La reducción de emisiones que suponen las crisis no es, sin embargo, permanente. En cuanto la economía capitalista recupera músculo se produce un repunte prácticamente inmediato. Hasta ahora, el rebote siempre ha sido mayor que la caída. En 2009, por ejemplo, las emisiones globales cayeron un 1,4% como consecuencia del colapso financiero, pero subieron hasta un 5,4% en 2010. Mal negocio para el clima.
Nada hace pensar que esta vez vaya a ser diferente. Aunque no se haya confirmado que China vaya a aprobar un paquete de estímulo tan grande como el que puso en marcha tras la Gran Recesión, sí se espera que Pekín refuerce su economía. Tanto España como Italia y Corea del Sur también han anunciado que inyectarán dinero público en la economía. La Reserva Federal de Estados Unidos, por su parte, ya ha rebajado los tipos de interés.
Distracciones y cancelaciones
Además de los rebotes, la crisis del coronavirus tiene otros efectos perniciosos sobre la lucha climática. Lo advertía Antonio Guterres, secretario general de la ONU, el pasado 11 de marzo. «El cambio climático es una amenaza mucho mayor que el coronavirus», afirmaba el líder portugués, al tiempo que pedía a los líderes políticos que la emergencia sanitaria no los distrajera de la acción climática.
En un año crucial, en el que entrará en vigor el Acuerdo de París, la diplomacia climática ha quedado paralizada. El Secretariado de Cambio Climático de la ONU ha cancelado todas sus reuniones presenciales hasta finales de abril. Si no se contiene la pandemia antes de verano peligra la propia COP 26, al igual que la cumbre UE-China de septiembre. La diplomacia climática es ya endiablada de por sí con reuniones preparatorias. Nada hace pensar que sin ellas vaya a ser más fácil llegar a los históricos niveles de ambición y compromiso que necesitamos.
Además, la sociedad civil también está en stand-by. El pasado viernes, por primera vez, Fridays for Future España convocó su huelga semanal por el clima de manera online. Lo mismo ha decidido WWF, que ha cancelado los eventos presenciales asociados a la Hora del Planeta de este año. Y esos son solo algunos ejemplos de los muchos actos que se están cancelando (y se cancelarán) como consecuencia de la expansión del virus. Sin la presión ciudadana en la calle corremos el riesgo de que las autoridades se ‘olviden’ de lo urgente que es la acción climática.
Un rayo de esperanza
Pero hay algo, en el fondo de esta emergencia, que nos dice que algo está cambiando. La solidaridad y la empatía entre gente desconocida, que ya creíamos olvidada, de repente florece. Una parte muy significativa de la población, a pesar de no estar entre los grupos de riesgo, se ha recluido para proteger del virus a los más vulnerables, antes incluso de que el encierro pasara a ser obligatorio. Surgen iniciativas de personas jóvenes que se ofrecen para ir a hacer la compra de sus vecinos y vecinas más mayores. Otros ofrecen sus servicios de forma gratuita a través de Internet. Se comparten consejos e ideas para hacer más llevadera la cuarentena, y los chistes, canciones y memes para levantar los ánimos corren como la pólvora. A pesar de estar aislados, da la sensación de estar reconectando ante una experiencia común.
Pero más allá de las sensaciones personales, la respuesta ante esta emergencia nos deja una evidencia crucial. La gente, efectivamente, puede cambiar de comportamiento ante una amenaza inminente. Y si hemos aprendido algo de otras crisis es que estos cambios de comportamiento, si se cuidan, pueden convertirse en permanentes. Ocurrió en Estados Unidos tras la crisis del petróleo, cuando los estadounidenses empezaron a reclamar vehículos más eficientes. Otro ejemplo claro, también procedente del país norteamericano, es el New Deal de Roosevelt, que dio cuerpo al keynesianismo que dominaría la economía durante décadas y sacaría a millones de la pobreza.
La crisis del clima es la gran emergencia de nuestras vidas. Como en la crisis del coronavirus, sus consecuencias se cebarán con los más pobres, con los más débiles. ¿Podremos usar las lecciones del COVID-19 para que la empatía y la solidaridad nos hagan actuar? ¿Demostraremos que es una amenaza inminente? ¿Podremos volver a despertar la solidaridad y la empatía? Para ello, una vez que no tengamos que estar en casa, tendremos que salir a la calle.