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Hace unos meses le confesaba a un amigo la aversión tan fuerte que he desarrollado hacia el consumismo, hasta el punto de sentir una náusea, un asco visceral por las compras que en otra época me habrían ilusionado, fueran para mí misma o para los demás. Él, paciente interlocutor, me escuchaba poniendo lo que en principio creí ser un rostro de sospecha, hasta que me interrumpió para decir: «A mí me preocupan sobre todo las niñas». Cuando le pedí que me explicara a qué se refería, me contó que no quería que sus hijas pequeñas –de 3 y 5 años– crecieran con esos valores y, por eso, entre otras cosas, había modificado las reglas de las fiestas de cumpleaños: en vez de llevarles regalos, los niños invitados tenían que acudir con un dibujo, lo cual generaba menos residuos y, además, los mantenía entretenidos a todos, intentando descifrar caras conocidas en los garabatos, imaginando los paisajes que habían trazado sobre el papel e inventando no pocas aventuras. «Aun así, no sé hasta cuándo voy a lograr que dure la burbuja», explicaba, pero, por el momento, las pequeñas eran felices y sus padres no acumulaban tanto trasto.
Hablar con gente que ha tenido criaturas recientemente, en este mundo tan voluble donde a la crisis climática la está acompañando, como no podía ser de otra manera, un cambio de prácticas culturales, me parece fascinante y, al mismo tiempo, aterrador por la responsabilidad que recae sobre sus hombros. Educar para un escenario distinto al actual debe de ser una de las tareas más extenuantes que hay, especialmente porque los mayores no contamos con muchas referencias para guiarnos; no obstante, si una escarba y se retrotrae tan sólo unas décadas en el tiempo, comienzan a surgir algunas voces poderosas, autores que gritaron la aberración que vendría, junto a otros contemporáneos que van recogiendo sus ecos y elevando pancartas con ellos.
En 1975, un enfurecido Pier Paolo Pasolini bramaba: «el consumo … no es más que una nueva forma de totalitarismo”, ya que totalizaba las conciencias, uniformaba los hábitos y tradiciones que un día fueron diversos y aglutinaron a distintos colectivos en torno a una identidad –hasta un orgullo– de clase que el intelectual veía vencidos. Quince años antes, en un Estados Unidos en pleno boom industrial, el periodista Vance Packard publicaba un libro llamado The Waste Makers –los derrochadores– donde venía a argumentar prácticamente lo mismo que su coetáneo italiano pero de manera más documentada y menos vehemente. Ese libro, que sigue sin traducirse al español, eriza el vello por la denuncia de unas prácticas que hoy nos parecen normales.
Desnormalizar lo que creemos escrito en la piedra, llevarnos las manos a la cabeza como los muertos que advirtieron de la catástrofe lo harían si la levantasen, provocar una capacidad de sorpresa hoy casi imposible son algunos de los efectos de leer a Packard. Por sus páginas circulan alertas respecto a la obsolescencia programada, una estrategia empresarial contra la que protestaron innumerables ingenieros, porque el diseño de objetos con fecha de caducidad ponía en entredicho su profesionalismo. El ensayo analiza el expolio de recursos naturales para elaborar cosas que acabarían en la basura; avisa de que las jornadas laborales podrían ser más cortas si menguase la producción industrial, que a su vez incrementaba la importancia del sector del marketing; y acusaba directamente a los expertos en publicidad de ser «dictadores del contenido» de los medios de comunicación, que informaban sólo para vender.
Sin embargo, lo que más llama la atención en The Waste quizá sea el fomento deliberado del machismo como táctica infalible destinada a alimentar la caldera del crecimiento económico. «Nuestro trabajo es hacer a las mujeres infelices», escupía un alto ejecutivo de una cadena de centros comerciales; «tan infelices que los maridos no puedan hallar (…) paz en sus ahorros excesivos». El sufrimiento femenino resultaba rentable, ya que lubricaba la maquinaria de fabricación de ropa –varias colecciones al año–, moda y menaje del hogar –mantelerías navideñas, vajillas para distintas ocasiones–, pequeños y grandes electrodomésticos… «Cuando una mujer piensa, su primer pensamiento es un vestido», espetaba otro ejecutivo, mientras se iba engordando no sólo el tejido productivo del país y los bolsillos de algunos, sino la creencia de que la actividad y la (poca) amplitud intelectual de las féminas se limitaba a la casa y sus vicisitudes, con lo que se reforzaban los roles de género y, previsiblemente, aumentaba esa miseria emocional que conducía, en una suerte de espiral imparable, de nuevo a adquirir bártulos o trapos inútiles.
No hay en el libro de Packard una crítica a la misoginia, sobre cuyas raíces se irgue un emporio de despilfarro y desastre medioambiental. Sí que existe, tanto en él como en la obra de teóricos recientes –Kate Raworth, Douglas Rushkoff, Yayo Herrero– una sirena estruendosa que lanza destellos, alarma ya ineludible de cuanto malestar trata de disfrazar y engendra el consumismo, las carencias que este acto esconde, incluyendo algunas afectivas, según ha demostrado la psicología.
Ante un horizonte de inseguridad climática y energética que forzosamente exigirá vivir con menos, quizá valga la pena preguntarse no sólo de qué forma se distribuirán los recursos disponibles, sino también hasta qué punto, con las principales necesidades cubiertas, podemos prescindir de lo banal y atajar, de cuajo, la infelicidad de la que llevan lucrándose décadas los gurús del capitalismo, ésa que no parece dañar aún a las niñas de mi amigo.