Etiquetas:
El multimillonario Jeff Bezos, ex CEO de Amazon, logró su sueño: viajar con su propia nave al espacio. Lo hizo a bordo del cohete fabricado por su empresa, Blue Origin, en la que se ha volcado después de ceder las riendas del mastodonte mundial del comercio minorista a Andy Jassy. El vehículo fue bautizado con el nombre de New Sephard, en honor al primer astronauta estadounidense, Alan Shepard. El eslogan de la misión también buscaba el mismo tono épico, pero se quedó a medio camino entre lo pomposo y lo incongruente: ‘First Human Flight’ (‘El primer vuelo humano’). No hubo, por supuesto, ninguna alusión a la URSS: lo de “ser el primero” obedece antes que nada a criterios patrióticos. Continuando con los nombres célebres, la sala en la que el equipo de Blue Origin se reunió para ver volar (y aplaudir) a su jefe la llamaron “la sala Asimov”.
Con algo de retraso respecto al horario previsto (las 15.00 horas), el New Shepard despegaba desde la base espacial de Corn Ranch, en Texas, una parcela que pertenece al mismo Bezos. En la aeronave le acompañaban otras tres personas: su hermano Mark, la pionera de la aviación Wally Funk (de 82 años) y un adolescente holandés: Oliver Daemen (de 18 años). Este joven, director de una empresa de finanzas (Somerset Capital Partners), es descrito por Blue Origin como su “primer cliente”. Su padre le pagó el billete para viajar al espacio: 28 millones de dólares. La subida duró exactamente 3 minutos y 55 segundos. El viaje total, hasta que la cápsula en la que viajaba la tripulación tocó de nuevo el suelo, se completó en 10 minutos y 10 segundos. La montaña rusa más cara del mundo.
En la web de Blue Origin aseguran que la misión de la compañía es “construir un camino” (metafórico, se supone) y que “no se trata de ninguna carrera”. La afirmación ha quedado sobradamente desmentida en los últimos días, tras los esfuerzos desplegados por desacreditar el vuelo que poco antes realizó otro potentado: el británico Richard Branson, fundador del grupo Virgin.
Bezos y Branson andan enzarzados en una pugna comercial destinada a ser el primero en viajar fuera de la atmósfera para posicionar sus marcas de cara a una futura explotación turística. Elon Musk, el tercer millonario en discordia, se conformó en 2018 con lanzar uno de sus coches Tesla al espacio exterior. El viaje hacia Marte de su vehículo, hoy poco más que basura espacial, puede seguirse al segundo en la web Where is Roadster.
Los tres ultrarricos aseguran que el medioambiente es una de sus prioridades. Musk fabrica coches eléctricos (prohibitivos, eso sí). Branson dice que Virgin Galactic tiene su foco puesto en la “sostenibilidad medioambiental”. Y Bezos, fundador de una empresa que no destaca precisamente por respetar el medioambiente, afirma que los viajes espaciales podrían darnos la clave para luchar contra el cambio climático. Lo cierto es que los cohetes necesitan una gran cantidad de combustible para sus despegues y emiten dióxido de carbono, agua, cloro y otras sustancias. Estas, además, al liberarse en las capas más altas de la atmósfera, permanecen allí durante más tiempo.
El total de las emisiones de los vuelos espaciales está muy lejos del producido por la industria de la aviación convencional, ¿pero qué pasará si los millonarios logran realmente popularizar este tipo de turismo? El cohete de Branson, por ejemplo, emite casi 13 veces más CO2 por persona que un avión convencional. Pero, claro, sólo viajaron cuatro personas. El cohete de Bezos utiliza hidrógeno líquido, que no produce carbono pero que sí lo hace en su producción, lo que a la larga podría prolongar nuestra dependencia de los combustibles fósiles.
Entre las razones medioambientales expuestas por Blue Origin para ensalzar su aeronave está el hecho de que esta es “reutilizable”. El cohete despega y después aterriza, suavemente, en la misma posición vertical, gracias al control de sus propulsores. Eso sí, separado de la cápsula en la que viaja la tripulación, que vuelve a la Tierra mediante el procedimiento habitual en estos casos: con paracaídas. Antes de este vuelo, se habían hecho 14 pruebas con el mismo modelo de cohete.
El futuro turismo espacial
Si los planes de Bezos y Branson prosperan, reproducirán el modelo histórico seguido por el turismo convencional. Lo que empezó a principios del siglo XIX como un pasatiempo reservado a los ricos románticos (ingleses, para más señas) se convirtió con el tiempo en una de las industrias más nocivas y contaminantes del planeta; amén de los efectos paralizantes que tenía en las culturas indígenas: el turista blanco buscaba pintoresquismo, orientalismo, y rechazaba cualquier atisbo de modernidad, con lo que aquellas sociedades debían mantener su atraso para no perder su principal fuente de ingresos. Y quién dice atraso dice explotación sexual, por ejemplo.
Así pues, las hazañas de Branson y Bezos pueden considerarse, antes que nada, una inversión publicitaria. Ellos, en cambio, hablan del futuro, de ciencia, de progreso, de investigación. Ambos añadieron al cóctel unas gotas de sentimentalismo a través de sus redes sociales. “Desde que tenía cinco años he soñado con viajar al espacio”, ha dicho Bezos. “Mi mamá me enseñó a no rendirme nunca y a alcanzar las estrellas”, escribió, por su parte, Branson.
En su carrera por convertirse en el primer Thomas Cook del espacio (sin su sombrío final empresarial, se entiende), Bezos y Branson se enzarzaron en una pelea de números. Según el fundador de Amazon, Branson no realizó técnicamente un vuelo espacial ya que se quedó a 20 kilómetros de la línea de Kármán, que marca el fin de la atmósfera y el principio del espacio. Una controversia que remite directamente al clásico del economista estadounidense Thorstein Veblen: Teoría de la clase ociosa. Según Veblen, cuando se alcanza cierto nivel de vida y se dejan atrás (muy atrás) las necesidades básicas de subsistencia, se impone una “distinción provocativa”. No basta con ser rico, hay que exhibirlo. La vida social de estos, a su juicio, se basa en una rivalidad ostentosa destinada a mostrar una mayor prosperidad que la de sus pares. ¿Serán los viajes espaciales la nueva distinción entre los ricos y el resto de la humanidad?
En 2007 el periodista Hervé Kempf publicó la primera edición de un libro titulado Cómo los ricos destruyen el planeta. En él afirmaba que “la oligarquía depredadora es la principal responsable de la crisis global”. Lo es directamente, por su afán de crecer sin límites y a costa de la degradación medioambiental, e indirectamente, “por la atracción cultural que su modo de consumo ejerce sobre el conjunto de la sociedad”. Los vuelos de Bezos y Branson al espacio parecen obedecer justamente a eso: a la seducción del consumismo milmillonario.
Los economistas han propuesto multitud ideas para solucionar este problema, promover una mayor justicia social y, adicionalmente, preservar el medioambiente. Una de ellas la viene apuntando desde hace años el célebre economista francés Thomas Piketty: hay que exterminar a los ultrarricos a base de impuestos. Piketty propone una tasa del 80% para quien gane más de 200 millones. La idea no es suya. De hecho, es americana: en Estados Unidos, justo después de la Segunda Guerra Mundial, los millonarios entregaban el 90% de sus ingresos a las arcas públicas.
En el plano fiscal, desgraciadamente, no quieren volver a ser “los primeros”.
La dictadura del capital. El dinero lo compra todo o casi todo.
Mientras el individuo está derrochando medios y fortuna, miles o millones de desfavorecidos en la Tierra pasan hambre o mueren por las injusticias de un sistema cruel, del cual este individuo es uno de los máximos exponentes.
Decía Gandhi: «El mundo tiene recursos suficientes para satisfacer las necesidades de todas sus criaturas; pero no la avidez de cada una de ellas».
SOCIALISMO O BARBARIE.
Estos días hemos escuchado o leído en los medios de comunicación que la OCDE ha aprobado una reforma fiscal internacional «histórica» que hará que las grandes empresas paguen más impuestos y lo hagan donde realmente operan.
Pues bien, no es oro todo lo que reluce y en realidad los países ricos están diseñando un sistema tributario en su beneficio. En definitiva, que esta reforma ni es histórica ni es la solución.
La reforma fiscal acordada supuestamente pretende:
• Que las empresas paguen parte de sus impuestos donde operan y obtienen beneficios, y no sólo donde tienen presencia física.
• Aplicar un impuesto mínimo global del 15%.
Sin embargo, la realidad es que:
– El acuerdo afecta sólo a las cien mayores empresas del mundo, y sólo a una pequeña parte de sus beneficios globales. ¡Con estos criterios, incluso Amazon podría quedarse fuera! Tendría que abarcar a más empresas y a un porcentaje mayor de sus beneficios.
– El tipo impositivo del 15% se queda corto. Habría que elevarlo al 25% y hacer un reparto más equitativo con los países en desarrollo.
– Dos tercios de la recaudación irían al G7 y a la Unión Europea, mientras que los países más pobres se quedarían con apenas un 3%. Así no se lograrán los fondos que los países en desarrollo necesitan para salvar vidas e impulsar la recuperación tras la COVID-19.
– Tiene muchos flecos sueltos y grandes agujeros. El sector financiero ha quedado excluido de este acuerdo y se contemplan tantas excepciones que puede terminar siendo tan útil como recoger agua con un cubo lleno de agujeros.
Esta reforma del sistema fiscal internacional no es suficiente. Reclamamos un sistema fiscal justo que permita reducir las desigualdades.
La decisión final se tomará en octubre, quedan muchos aspectos a negociar y todavía hay margen de mejora. Puedes ampliar toda esta información aquí:
https://www.oxfamintermon.org/es/reforma-justa-sistema-fiscal-internacional?lang=ca&utm_campaign=fiscalidadg20&utm_content=informacion&utm_medium=email&utm_source=sap&utm_term=cacs_fiscalidad