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Endrina Mistral nació en un pueblo que ya no existe. Se encontraba a orillas del río Betsiboka, en Madagascar, y tras una semana de tormentas inesperadas, se hundió para siempre y desapareció. Y con él, su memoria, sus recuerdos, los lugares de su infancia en los que aprendió todo lo que sabía y en los que se convirtió en quien ella era hoy.
Endrina vivía enfurecida. Sabía que la culpa de aquel desastre no era de la naturaleza, sino del hombre, que generación tras generación, no había hecho más que explotarla en su propio beneficio, sin pensar en las posibles y dramáticas consecuencias que sus actos podrían tener para el ecosistema, el medioambiente y el planeta.
Endrina tuvo que rehacer su vida, reinventarse, acumular nuevos recuerdos y comenzar a ser de otro lugar. Allí se hizo con una casa vieja y aislada en mitad del campo, en la que cuidaba de un hermoso jardín, abierto a todo aquel que quisiera visitarlo. Pero aquello se le empezó a ir de las manos. La comenzaron a incluir en folletos turísticos de la zona como una atracción más. Miles de visitantes al año disfrutaban oliendo las flores, acariciando hojas de plantas que no debían tocar y cuya existencia desconocían hasta entonces, o incluso cortando a escondidas esquejes que llevarse a casa para emular aquel edén una vez de regreso en su ciudad.
Entonces Endrina se hartó. Cerró durante unos meses su hermoso jardín, para volver a inaugurarlo por todo lo alto con nueva vegetación.
Lo que nadie se imaginaba, es que ahora aquellas plantas eran todas venenosas. Especies protegidas y peligrosas que comenzaron a extenderse sin control por toda Europa, por culpa de aquellos visitantes que le robaban tallos y esquejes como si fueran souvenirs.