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Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.
27 de marzo de 2020
Desde mi ventana veo un amplio jardín interior con arbolado, arbustos y césped. Durante toda la mañana puedo escuchar el canto de gorriones y mirlos sin que sean interrumpidos por el jardinero con la sopladora o el ladrido de perros peleándose. Se puede escuchar en el silencio de la noche el ulular lastimero de un cárabo que ha decidido anidar en algún hueco de un viejo árbol y mirar el cielo libre de las parpadeantes luces de los aviones. Cuando tenemos que salir a la calle, seguimos la recomendación de llevar mascarilla para evitar el contagio de este virus y, sin embargo, el aire que podemos respirar ahora, sin el humo de los coches, es mucho más limpio que el de hace unas semanas. Medio planeta ha detenido su frenética actividad y los satélites registran los niveles más bajos de contaminación desde hace años en distintas ciudades. Algunos animales salvajes se aventuran a deambular por calles de pueblos y, en la periferia de las ciudades, se acercan a las casas de las que los humanos ahora no podemos salir.
Los políticos de distintas ideologías comparten el mismo virus en sus vías respiratorias —las mismas que usan para enfrentarse dialécticamente— y eso me parece de una inesperada intimidad casi poética. No importa si eres hombre o mujer, si tu piel es negra, amarilla o blanca, si vives en una chabola o en el ático de una gran ciudad: todos compartimos el riesgo y el temor a que el virus se aloje en nuestros pulmones. Incluso los que por timidez somos más retraídos para el contacto personal, estamos deseando que esto termine para dar abrazos y besos a los amigos.
Sí, el mundo ha dado un vuelco en unos pocos días, parece que el azar ha jugado en nuestra contra, pero quizás no haya tanto de azar. Y recluidos de nuevo en nuestras cuevas, mientras intentamos evitar el contagio masivo de la población, se nos regala algo de tiempo para poder detenernos a pensar en la delirante y algo absurda vida que llevamos. ¿Aprenderemos algo? Lo dudo.
En solo unos párrafos, Sara, has logrado hacer una radiografía muy lúcida y precisa de la situación. La economía de muchos países se ha frenado con brusquedad y, como casi siempre, perderán más los que menos tienen. Cuando esto pase supongo que se volverán a poner en funcionamiento todos los mecanismos que reactivan la economía basada en el crecimiento del consumo, pero habrá que reconocer que esta enfermedad, como bien dices, nos ha dado una gran lección. Si nuestras metas en la vida no estuviesen basadas en el consumo desmedido el impacto sobre la economía hubiera sido mucho menor. Ese cambio en la «noción de lo imprescindible» creo que es lo que delata nuestro fracaso, el error en el que vivimos cuando pensamos que seremos más felices si conseguimos el último modelo de teléfono móvil o si viajamos al país más remoto y exótico del planeta.
La ficción parece que va siempre por delante y pones buenos ejemplos de ello. A veces me parece que nada puede existir si antes no ha sido imaginado. Vila-Matas en Fuera de aquí, comentaba que, en ocasiones, al escribir se anticipa a lo que después en realidad sucede en su vida. Cuando leí La peste, de Albert Camus, me enseñaron que había que entenderla como una metáfora de la ocupación nazi en Francia y me imagino que esa fue la intención del autor. En cualquier caso, hay paralelismos con lo que sucede ahora y eso es porque refleja de forma magistral la naturaleza humana.
En Orán, una mañana de abril empiezan a encontrarse ratas muertas; después, no tardan en aparecer los primeros hombres enfermos y, a continuación, sus cadáveres. Se impone entonces una cuarentena y con el encierro se pone a prueba a los personajes mostrando lo mejor y lo peor de cada uno. La gente se resigna a la fatalidad, todo aquello que le daba seguridad se derrumba y, presa del pánico, evita la proximidad con los apestados mientras el número de muertos aumenta. Al final, todos entienden que para superar la situación hay que dejar a un lado las diferencias ideológicas, cooperar y trabajar en una única dirección. Las diferencias entre el momento de la narración y el actual son apreciables: aquella bacteria era mucho más mortífera que nuestro virus, los medios con los que contamos para combatir las enfermedades son ahora más eficaces, pero la condición humana —nuestras miserias y grandezas— no ha cambiado.
Sabemos que todas las especies, sin excepción, tienen un origen y un final. La nuestra también. El tiempo que transcurre hasta esa inevitable extinción depende de muchos factores. Si abrimos esa placa de Petri en la que crecían las bacterias es probable que se contamine y aparezcan lo que para ellas son patógenos. En nuestro cultivo se empezarán a ver halos transparentes o calvas que cada vez se irán haciendo más grandes y que representan mortandades masivas de bacterias. De este modo su crecimiento se ralentiza.
Lamentablemente las dos grandes formas de regular las poblaciones del ser humano son también, por un lado, las enfermedades masivas como las pandemias y, por otro, las guerras. Ambos sucesos, en nuestra corta historia, junto a las hambrunas que suelen ir asociadas, se han encargado de frenar esa curva de crecimiento. Son episodios tristes que nadie quiere que ocurran en el tiempo que le toca vivir. Sin embargo, aunque dejo claro que no deseo que nada de esto suceda, creo que es incuestionable que, desde un punto de vista puramente ecológico, esto es bueno para el planeta y hasta para nuestra propia especie.
El coronavirus SARS-CoV-2 afortunadamente no es muy letal, pero si hubiera sido de otro modo la situación sería verdaderamente apocalíptica porque, igual que en La peste de Camus, no estamos preparados para hacer frente a una pandemia así y, además, su alcance sería global. Esto nos puede servir de aviso. Hemos visto cómo lo que ocurre a miles de kilómetros puede afectarnos a todos. Por eso es tan importante ralentizar desde ahora nuestro crecimiento —al menos en los países más industrializados—, para que no sean las guerras —esas posibles a las que aludes derivadas del cambio climático— ni las enfermedades —nuevas pandemias— las que lo hagan. El ser humano tiene la gran ventaja sobre otras especies de haber logrado entender estas relaciones y el poder de modificarlas.
Cuando empezamos esta conversación, hablábamos de la necesidad de escuchar las advertencias de los científicos. Hace ya algunos años, en 2007, un artículo publicado en una revista de la Sociedad Americana de Microbiología alertaba sobre la gran capacidad de los coronavirus para sufrir recombinación genética y la alta probabilidad de que surjan nuevos genotipos y brotes con mayor o menor virulencia que afecten a nuestra especie. Esto para los biólogos evolutivos supone una herramienta de trabajo apasionante porque, gracias a esta elevada tasa de mutación, pueden ver cómo sucede la evolución en varias semanas, algo impensable en organismos complejos cuyos cambios se aprecian en miles de años. Ese trabajo también enfatizaba el problema que supone el elevado número de virus de este tipo que hay, por ejemplo, en algunas especies de murciélago y alertaba del enorme riesgo que supone alimentarse de animales salvajes en el sur de China, calificándolo como una bomba de relojería para la que deberíamos estar preparados y que no debería ignorarse.
No me gustaría que esto se interpretase mal: el problema no está en los murciélagos ni en las especies transmisoras, sino en el uso que de ellas y de sus hábitats hacemos las personas. Como advierte Jim Robbins, en las últimas décadas han surgido nuevas enfermedades cuyo origen está relacionado con la alteración de hábitats naturales y su sobreexplotación. Hay una rama de la biología que se conoce como ‘Ecología de la enfermedad’ que estudia la relación entre la alteración de procesos naturales en los ecosistemas con el surgimiento de enfermedades como el ébola, el SARS, el virus del Nilo Occidental, el virus Nipah, el virus Hendra, la enfermedad de Lyme o incluso el SIDA, entre otras.
Según Robbins el 60% de las enfermedades infecciosas emergentes que afectan a los humanos son zoonóticas, se originan en animales; y más de dos tercios de ellas se inician por nuestra interacción con la vida silvestre que actúa como reservorio de esos virus, bacterias u hongos que las causan. Cada vez más personas de determinados lugares se alimentan de especies silvestres, también los animales domésticos entran en contacto con especies salvajes al invadir sus hábitats (deforestación para pastizales, granjas que alteran el paisaje, etc.) y el propio comercio de especies exóticas como mascotas facilita que algunas enfermedades que padecen de manera natural o para las que actúan como portadores lleguen a los humanos. Una vez que lo padece un humano la capacidad de dispersión puede ser enormemente rápida, como hemos visto, al vivir en un mundo globalizado en el que las personas nos desplazamos por todos los continentes con gran rapidez.
Robbins pone el ejemplo de un virus que durante millones de años ha coevolucionado con un murciélago de la fruta. Lo que para esta especie puede parecerse a un simple resfriado, resulta fatal cuando el virus cambia de especie. En este caso, en las granjas que se adentran en zonas de selva, se corre el riesgo de que los cerdos puedan comer trozos de fruta infectadas masticadas por los murciélagos. Los cerdos se infectan, multiplican el virus y lo pasan a los humanos. Ahora mismo hay varias de estas enfermedades muy localizadas, pero causan una alta mortalidad en personas. Puede que sea cuestión de tiempo que se extiendan a una población humana más grande. En general, cuando actuamos sobre los ecosistemas producimos desequilibrios que pueden ser sutiles, pero tener consecuencias dramáticas para la salud y la economía. Previsiblemente todo esto se agravará con el cambio climático ya que necesitaremos nuevas tierras, nuevos recursos y ejerceremos una mayor presión sobre los ecosistemas que aún hoy se mantienen en buen estado.
Para evitar todo esto se ha empezado a recopilar información sobre estos virus que tienen un alto riesgo de pasar a los humanos y que son muy desconocidos (se calcula que se han descrito menos del 1% de los virus que portan las especies silvestres). Así, aumentando el conocimiento que tenemos sobre ellos podremos minimizar su impacto sobre la población humana. Por otro lado, no todos los virus son dañinos; de hecho, en algunas terapias se utilizan como medio de transporte de genes reparadores en enfermedades raras y graves. Y a la vez, se estudian distintas maneras de gestionar los bosques, la vida silvestre y el ganado para evitar que las enfermedades salten a nuestra especie y puedan causar nuevas pandemias.
No sé qué pasará cuando acabe esto, los momentos de tensión y de miedo no son buenos para tomar decisiones, pero me gustaría que sirviese para no volver a las mismas políticas de crecimiento económico. Antes de esta pandemia nos decían que la complejidad del engranaje macroeconómico hacía imposible frenar la maquinaria de crecimiento y, en un instante, todo se ha detenido y vemos que podemos cambiar nuestra forma de vida e incluso mejorarla en muchos aspectos.
Ahora la prioridad no está en los mercados bursátiles, sino en las camas de los hospitales y en los centros de investigación biomédica necesarios para resolver esto. El virus no se muestra más indulgente con los que más acumulan y parece que, de pronto, hemos descubierto que las personas son más importantes que lo que poseen. Sabemos que los cambios que está experimentando el planeta nos llevarán a situaciones nuevas, tenemos recursos para enfrentarnos a ellos y también, como hemos visto, capacidad de reacción, aunque mejorable. Puede ser un buen momento para empezar a afrontar con determinación estos cambios.
RADIACIONES ELECTROMAGNETICAS, esta es otra.
[Vídeo] Las radiaciones electromagnéticas y sus efectos en el medio ambiente.
https://www.ecologistasenaccion.org/173570/video-las-radiaciones-electromagneticas-y-sus-efectos-en-el-medio-ambiente/