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Un conductor de Barcelona se pasa 161 horas al año en un atasco, de media. Uno de Madrid, 159 horas, y uno de Valencia, 141 (según datos de TomTom). Eso son más de seis días completos, con sus días y sus noches, o el tiempo equivalente a 20 jornadas laborales. Además del coste en tiempo, esto también tiene un coste en combustible: en Barcelona, el año pasado, cada 10 kilómetros recorridos en hora punta significaron 1,60 euros en gasolina.
También podemos hablar de los costes en salud, por sedentarismo, por estrés y por el aire que respiramos. En España, la contaminación atmosférica nos cuesta más de 1000 euros por persona al año en gastos sanitarios (según la Alianza Europea de Salud Pública). Además, hay costes climáticos – el transporte es responsable del 37% de las emisiones de gases de efecto invernadero – y en pérdida de bienestar asociada al ruido, al exceso de temperaturas que provoca el asfalto o a la falta de espacios públicos.
¿Y qué pasa con nuestra felicidad? Tras un siglo diseñando nuestras ciudades alrededor del transporte en coche privado, somos menos felices, sufrimos más estrés, estamos más segregados, confiamos menos en los demás y nos sentimos menos unidos a nuestros barrios. Pero estamos a tiempo de cambiarlo. El urbanista Charles Montgomery defiende en su último libro, Ciudad feliz. Transformar la vida a través del diseño urbano (Capitán Swing), que si luchamos por la ciudad feliz conseguiremos también ciudades más justas, más cohesionadas y más respetuosas con el medioambiente.
Sé que ha escrito todo un libro sobre ello, pero ¿qué es una ciudad feliz?
Para mí es muy sencillo. Una ciudad feliz es una comunidad que fomenta el bienestar mental y físico de todo el mundo, no solo de unos pocos.
Sin embargo, la mayoría no vivimos en una ciudad así. Vivimos en ciudades que están hechas para los coches y dominadas por los coches.
Nuestra felicidad urbana ha sido corroída por una combinación de avances tecnológicos y la incapacidad humana para maximizar la utilidad a la hora de tomar decisiones. Quiero decir, durante millones de años hemos evolucionado tomando las decisiones sobre riesgos y recompensas de una forma que a veces no nos ayuda a responder a cómo las tecnologías están dando forma a nuestras ciudades.
Para mí, el avance tecnológico que más ha cambiado la ciudad es el automóvil privado. Lo vemos en las ciudades que se construyeron antes de la llegada del coche, como cualquier ciudad europea o española antigua, están bien estructuradas. En su interior tienen una máquina fabulosa para la felicidad humana.
Pero incluso en estos lugares hemos acabado entregando la mayor parte de nuestro espacio público a los coches privados. Me llama la atención que una ciudad como Madrid, por ejemplo, haya entregado el 80% del espacio público a los automóviles privados cuando la mayoría de su población se desplaza a pie, en bicicleta o en transporte público.
«La gente que investiga y promueve el bienestar en la ciudad en todo el mundo mira hacia Barcelona»
En el caso de Madrid está claro. Pero, ¿hay alguna ciudad española que resalte por estar haciendo las cosas en la dirección opuesta, acercándose a eso que llama la ciudad feliz?
Voy a responder algo que puede parecer obvio, pero es que la gente que investiga y promueve el bienestar en la ciudad en todo el mundo mira hacia Barcelona. Gracias al programa de las superilles, Barcelona ha quitado espacio a los automóviles privados y se lo ha entregado a las personas, creando de paso ejes verdes para que la gente tenga más acceso a la naturaleza y disponga de más espacios para socializar. Al final, la prioridad de una ciudad debe ser fomentar las relaciones humanas, aunque parece que lo hemos olvidado.
Cuando recuperas la idea de la ciudad humana, del espacio para las personas, también creas una ciudad más equitativa para los niños, para los ancianos, para los pobres y para las personas con discapacidad. Y de paso vas construyendo sin querer una ciudad que es más eficaz en la lucha contra el cambio climático y la destrucción del planeta.
Más allá de Barcelona, en los últimos años muchas ciudades españolas crearon carriles bicis y peatonalizaron calles, restándole espacio al coche. Sin embargo, tras las últimas elecciones municipales hemos visto cómo algunos de los nuevos gobiernos locales revertían estos cambios. ¿Por qué ideas y acciones que parecen ser buenas para la mayoría acaban perdiendo la batalla política?
Bueno, la batalla no se ha perdido, la batalla continúa. Es verdad que ha habido elecciones locales en España y quienes se benefician de la privatización del espacio público para los coches han obtenido algunas victorias. Pero creo que es importante recordar quién se beneficia de estos cambios y quién se beneficia de las ciudades más inclusivas socialmente.
Es curioso, y pasa en muchas ciudades de todo el mundo, que siempre hay gente y negocios locales que se oponen a la creación de carriles para bicis o a la peatonalización. Pero luego todos los estudios muestran que los nuevos usuarios de la calle gastan más dinero que los conductores de automóviles. Y así es cómo las asociaciones comerciales locales de Vancouver, de Montreal o de Copenhague han acabado apoyando este nuevo modelo de ciudad.
Más comercio local, más salud, aire más limpio, mejores relaciones sociales… La ciudad sin coches nos puede dar mucho, pero ¿qué hemos perdido todos estos años con las ciudades dispersas dominadas por el coche?
Cuando construimos ciudades para coches, o cuando rediseñamos nuestras ciudades para ellos, lo primero que perdemos es nuestra libertad. Perdemos la libertad para movernos como queramos, de muchas maneras diferentes. Perdemos la libertad de ir en bicicleta y de caminar con seguridad y le quitamos esa libertad a los niños. Además, perdemos salud y nuestras vidas se acortan.
Pero, para mí, la gran tragedia es que perdemos la magia de las ciudades, su poder social, el poder de conectarnos. Hay estudios que muestran que las relaciones humanas y la confianza florecen cuando las personas se encuentran cara a cara en entornos seguros y cómodos. Y también que los conductores tienen peor opinión de las personas de su ciudad que los peatones, porque los conductores experimentan comportamientos más incívicos que las personas que caminan.
Así que este es el gran peligro, que la construcción de una ciudad para los coches acabe destruyendo nuestras relaciones con los demás. Y hoy, más que nunca, necesitamos aprender a confiar y a trabajar juntos. De lo contrario, no resolveremos nuestros desafíos colectivos.
Los coches llevan relativamente poco tiempo entre nosotros. A lo largo de la historia, casi siempre hemos vivido en ciudades hechas para las personas. ¿Cuándo empezamos a olvidarnos de sus ventajas?
En Norteamérica, y en Estados Unidos en particular, el movimiento para entregar las ciudades a los coches empezó en la década de 1920. Se creó a través de leyes, cambios de hábitos y subsidios para la infraestructura automovilística. En las ciudades europeas tuvo lugar un poco más tarde, pero también terminó pasando. Pero no hace falta analizarlo históricamente, podemos verlo reflejado en cada uno de nosotros.
Voy a hablar de mí, aunque creo que mucha gente puede verse reflejada en lo que voy a decir. Cuando camino, me muevo despacio y valoro a las personas que me encuentro por la calle y la infraestructura que me ayuda a desplazarme de esa manera lenta y segura. Cuando conduzco, sin embargo, me convierto en un completo imbécil, y no lo digo hipotéticamente. Me vuelvo egoísta y valoro mi habilidad para moverme rápido más que cualquier otra cosa.
Sin embargo, construir más carreteras y construirlas más grandes sigue siendo una de las promesas favoritas de los políticos. Cientos de estudios han demostrado que no funcionan para solucionar la congestión, que solo acaban atrayendo más vehículos y que no sirven para construir mejores ciudades. ¿Por qué las seguimos construyendo?
Seguimos construyendo más carreteras, en gran parte, por una peculiaridad de nuestra psicología conocida como error de enfoque. Cuando tratamos de resolver un problema, como los atascos, tendemos a centrarnos en las soluciones más obvias, como las carreteras más amplias.
Pero las ciudades son sistemas complejos y, ciudad tras ciudad, hemos comprobado que cuando construimos más carreteras lo único que hacemos es inducir más demanda. Es algo que todos los urbanistas y expertos en transporte del mundo saben. Desafortunadamente, nuestros políticos aún no lo han aprendido.
«Un siglo diseñando ciudades para los coches ha creado tantos lugares terribles en los que vivir que ahora los barrios humanos y bonitos tienen muchísima demanda»
¿Pero no deberían haberlo hecho ya? Quiero decir, no es algo nuevo, hace tiempo que se sabe.
Bueno, esa es tu opinión editorial [risas]. Pero estoy de acuerdo, estoy de acuerdo. Creo que es clave empezar a diseñar las ciudades en base a las evidencias que tenemos y no en base a las corazonadas de alguien o a la experiencia de hombres de mediana edad. Debemos prestar mucha atención a los estudios que relacionan las infraestructuras con el comportamiento humano y el bienestar.
Todavía estamos empezando a aprender cómo el diseño puede acabar modificando por completo nuestro comportamiento. Así que no se puede culpar completamente a los políticos por no haber aprendido todavía sobre ello. Eso sí, hay varios libros que pueden serles de ayuda, incluido el mío.
Se me ocurren unos cuantos alcaldes a los que les podrían ser útiles.
En todo esto hay una historia con un final feliz un poco inesperado. Gran parte del daño causado a las ciudades del mundo nació en Estados Unidos, en un sistema neoliberal de expansión urbana y dependencia del automóvil. Pero en Estados Unidos esta visión también está empezado a ser cuestionada, incluso entre los más capitalistas de los capitalistas.
Acabo de pasar el fin de semana en Phoenix, Arizona. Allí, la construcción de una nueva línea de tren ligero ha motivado a los promotores inmobiliarios a construir el primer barrio sin coches de Estados Unidos. Cuando recorres sus calles, se parece mucho a una ciudad vieja de Europa. Allí, cada residente tiene una bicicleta eléctrica y no hay ninguna plaza de aparcamiento.
Es un modelo impulsado por capitalistas que se han dado cuenta de lo que quiere el mercado. Saben que los estadounidenses pagarán más por vivir en un lugar peatonal, con espacios públicos de uso mixto y sin automóviles.
Ahora que menciona los precios. En muchas ciudades, al menos en las españolas, la transformación de los barrios con más calles peatonales y más espacios públicos para todos ha traído más gentrificación y alquileres más altos. ¿Cómo construimos ciudades felices que sean asequibles para todos?
Le daría la vuelta a eso. Un siglo diseñando ciudades para los coches ha creado tantos lugares terribles en los que vivir que ahora los barrios humanos y bonitos tienen muchísima demanda. La gente que pueda pagará más por vivir en lugares bonitos, sociales, de uso mixto y humanos. Pero quien pueda también irá a esos lugares de vacaciones. Los norteamericanos queremos ir Barcelona, queremos vivir en sus apartamentos y sus barrios y queremos que los barceloneses se vayan para hacernos sitio.
Esta es la situación, y nadie os va a proteger de nosotros más que vosotros mismos. Depende de vuestros gobiernos prohibir los alquileres de estancias cortas, como los de Airbnb, y depende de vuestros gobiernos crear grandes bolsas de vivienda social asequible, como ha hecho Viena, por ejemplo.
Por último, diría que también es fundamental construir más lugares felices. Porque sea difícil pagar un alquiler o comprar una vivienda en una zona céntrica y peatonal no significa que debamos dejar de construir lugares así. Significa que deberíamos construir más.
Llama la atención que, en su libro, asocia las ciudades felices y sin coches a la libertad. Sin embargo, en España, en los últimos años, la idea de que la libertad es poder ir con el coche a donde quieras ha ganado mucha fuerza.
Parafraseando al tío de Spiderman, una gran libertad conlleva una gran responsabilidad. Todos somos responsables de pagar el verdadero coste de nuestros hábitos, nuestro consumo y nuestros movimientos. Hoy, viajar en coche es la forma de viajar más subvencionada que existe. Cada kilómetro que conducimos le cuesta una barbaridad a la sociedad en términos de salud, de desgaste de las infraestructuras y uso del espacio común.
En la actualidad, los conductores de automóviles no pagan por esos costes, los pagamos todos. Así, si creemos en la verdadera libertad, entonces también debemos asegurarnos de que cuando conduzcamos, paguemos el coste total de nuestros hábitos. Podemos repartir el espacio público de manera más justa o podemos cobrar a los conductores por el tiempo que usan la carretera y el espacio que ocupan. Y esto es algo que ya empezamos a ver en algunas ciudades.
Por otro lado, sabemos que, cuando las personas caminan o se desplazan en bicicleta, ahorran dinero a la sociedad. Desgastan menos la infraestructura, reducen la congestión y también reducen su gasto en atención médica a largo plazo.
Está dando hechos y razones, pero los humanos no siempre reaccionamos a ellos. Somos más de reaccionar a emociones. ¿Cómo hacemos que todos los cambios necesarios para construir la ciudad feliz apelen también a las emociones?
Las emociones están conectadas con nuestros valores y creo que, si hablamos de valores, hay cosas que apelan a la mayoría. Por ejemplo, mucha gente lo que quiere es asegurar una buena vida y un buen futuro para sus hijos. En Norteamérica, los niños que crecen en lugares autodependientes viven vidas entre tres y cinco años más cortas que las personas que crecen en lugares caminables. Si realmente te preocupas por tus hijos, entonces deberías hacer todo lo posible para crear un mundo en el que puedan vivir mejor y vivir más tiempo.
Otra emoción fuerte llega desde la experiencia. Creo que quien haya probado la la felicidad de un viaje seguro, tranquilo y alegre en bicicleta por su ciudad no querrá volver atrás. De todas las formas en las que podemos desplazarnos para ir al trabajo, la bici es la que normalmente nos hace más felices.
En este camino para construir ciudades más felices, más inclusivas y más justas, ¿dónde encaja la lucha contra el cambio climático?
La ciudad saludable, la ciudad verde, la ciudad baja en carbono, la ciudad equitativa, la ciudad próspera y la ciudad feliz son todas la misma ciudad. Creo que la acción climática más efectiva no es aquella que se centra en reducir la emisiones de gases de efecto invernadero, es la que nos habla de ciudades en las que sea seguro que los niños vayan caminando o en bici al colegio, en las que las personas tengan suficiente espacio social para encontrarse con sus vecinos y construir confianza. Las ciudades más sostenibles son aquellas en las que no tenemos que estar una o dos horas al día en un coche luchando en un atasco, son aquellas en las que podemos pasar más tiempo moviéndonos de formas que sean más fáciles, más felices y más ecológicas. Y no estoy diciendo que ignoremos el cambio climático. Lo que digo es que todas las acciones que deberíamos tomar para construir ciudades más sanas, felices, alegres e inclusivas también reducen nuestro impacto ambiental y nuestras emisiones de gases de efecto invernadero. Y saber esto nos debe dar esperanza.